—Está bien —le dije.
En alguna parte, por sobre nuestras cabezas oi un leve zumbido.
Arty me mlró con simpatía. Metió la mano bajo la solapa de su chaqueta y saco un puñado de tabletas de crédito…las tabletas orladas de escarlata cuyos talones valen diez mil cada uno. Arrancó uno. Dos. Tres. Cuatro.
—¿Puede depositar todo esto sln problema…?
—¿Por qué supone que Maud me anda siguiendo?
Cinco. Seis.
—Está bien —le dije.
—¿Qué le parece si incluye el maletín? —preguntó Arty.
—Pídale a Alex una bolsa de papel. Si usted quiere, se las puedo mandar.
—Traiga para acá.
El zumbido se oía cada vez más cerca.
Levanté el maletín abierto Arty se metió con ambas manos. Las guardó apresuradamente en los bolsillos de la chaqueta del pantalón, bultos angulosos distendían la tela gris. Miró a derecha e izquierda.
—Gracias —dijo—. Gracias.
Dio media vuelta y bajó de prisa la cuesta con los bolsillos llenos de cosas que ahora no eran de él.
Levanté la vista para buscar a través del follaje la causa del ruido pero no pude ver nada.
Me agaché y abrí mi maletín. Di un tirón al cierre del compartimiento secreto donde guardaba las cosas que si me pertenecían y hurgué entre ellas apresuradamente.
* * *
Alex le estaba ofreciendo otro whisky a ojos-hinchados, mientras el caballero decía:
—¿Alguien ha visto a la señora Silem? ¿Qué es ese zumbido allá arriba…? —cuando una mujer voluminosa envuelta en un velo de tela evanescente avanzó a los tropezones por entre las rocas, gritando a voz en cuello.
Con manos como zarpas se arañaba la cara velada.
Alex se derramó soda en la manga y el hombre dijo:
—¡Oh, Dios mío! ¿Quién es ésa?
—¡No! —chilló la mujer—. ¡Oh, no! ¡Auxilio!—agitando los dedos arrugados brillantes de anillos.
—¿No la reconoce? —Este era Halcón hablando en un susurro al oído de alguien.—Es Henrietta, condesa de Effingham.
Y Alex, el oído siempre alerta, se apresuró en acudir en su ayuda. La condesa, mientras tanto, se agachaba entre dos cactus, y desaparecía entre los pastos altos. Pero toda la concurrencia fue tras ella. Estaban removiendo la maleza cuando un caballero de calva incipiente, vestido de frac, con corbata y moño y faja, tosió y dijo, con una voz muy angustiada.
—Discúlpeme. ¿El señor Spinnel?
Alex giró sobre sus talones.
—Señor Spinnel, mi madre.
—¿Quien es usted ?
La interrupción trastornó terriblemente a Alex.
El caballero se irguió para anunciar:
—El Honorable Clement Effingham —y las perneras de sus pantalones se sacudieron como un terremoto en el momento en que se disponía a entrechocar los talones. Pero la articulación falló La expresión se diluyó en su cara.
—Oh, yo… mi madre, señor Spinnel. Estábamos abajo en la otra mitad de su reunión, cuando se puso muy nerviosa. Corrió aquí, escaleras arriba… ¡oh, le pedí que no lo hiciera! Sabía que a usted le molestaría. ¡Pero usted debe ayudarme! —y entonces miró para arriba.
Los otros también miraron.
El helicoptero oscurecia la luna, meciéndose entre sus dos parasoles gemelos.
—Oh, se lo suplico —dijo el caballero—. Usted busque por alli. Tal vez haya vuelto a bajar. Tengo que —miró rápidamente a ambos lados— encontrarla.
Corrió en una dirección mientras todos los demás corrían en otras.
Un estallido sincopó repentinamente el zumbido. Ahora en un rugido, mientras los fragmentos de plástico del techo transparente caían por entre las ramas con un castañeteo, chocaban contra las rocas.
* * *
Pude meterme en el ascensor y ya había presionado el borde del cierre del maletín, cuando Halcón se zambulló por entre los pétalos. El ojo eléctrico empezó a desplegarlos. Di un puñetazo al botón de CERRAR PUERTA.
El muchacho se tambaleó, rebotó de hombros en dos paredes, luego recuperó el aliento y el equilibrio.
—Ojo, hay policías bajando de ese helicóptero.
—Elegidos uno a uno por Maud Hinkle en persona sin duda.
Me arranqué de la sien el otro mechón de pelo blanco. Lo metí en el maletín arriba de los guantes de plastiderm (arrugas, gruesas venas azules, largas uñas de cornalina) que habían sido las manos de Henrietta, y que ahora descansaban entre los pliegues de gasa de su sari.
Luego, el tirón hacia abajo del ascensor al detenerse. El Honorable Clement estaba todavía a medias en mi cara cuando se abrió la puerta.
Gris sobre gis, con una expresión de profundo desaliento en el rostro, el Halcón se escurrió entre las puertas. A sus espaldas, la gente bailaba en un primoroso pabellón decorado con lujo asiático (y mandala de tonalidades cambiantes en el cielo raso). Arty me ganó en llegar al CERRAR PUERTA. Entonces me dirigió una mirada extraña.
Yo me limité a suspirar y terminé de sacarme a Clem.
—¿La policía está allá arriba? —reiteró el Halcón.
—Arty —le dije, alustándome la hebilla del pantalón—, así parece. —El vehículo ganó velocidad.— Pareces casi tan nervioso como Alex. —Me encogí de hombros pare sacarme la chaqueta del frac, di la vuelta las mangas. saqué una muñeca y me arranqué la pechera almidonada con la corbata de moño negra, y la metí en el maletin junto con todas mis otras pecheras; di vuelta la chaqueta y me enfundé en el buen traje gris espigado de Howard Calvin Evingston. Howard (como Hank) es pelirrojo (pero no tan crespo).
El Halcón arqueó las cejas que no tenia cuando me saqué la peluca de Clem y sacudí mi propia cabellera.
—Veo que ya no anda por ahí con todas esas cosas abultadas en los bolsillos.
—Oh, ésas ya están a buen recaudo —dijo malhumorado—. Están a salvo.
—Arty —le dije adecuando mi voz al ingenuo registro de barítono inspirador de confianza de Howard— ha de haber sido mi vanidad descocada la que me hizo suponer que toda esa policía de Servicio Regular venía aquí sólo por mí…
El Halcón graznó literalmente.
—No se sentirían demasiado infelices si también me echaran el guante a mí.
Y desde su rincón, Halcón preguntó:
—Te has venido aquí con tu aparato de seguridad, ¿verdad, Arty?
—¿Y qué?
—Hay una forma en que puedes salir de ésta —me siseó Halcón. La chaqueta se le había abierto a medias sobre el estropeado pecho—. Y es que Arty te saque con él.
—Idea brillante —decidí—. ¿Quieres que te devuelva un par de miles por el servicio?
La idea no le causó ninguna gracia.
—No quiero nada de ti. —Se volvió a Halcón.— De ti necesito algo, chiquito. No de él. Mira, no estaba preparado para Maud. Si quieres que saque a tu amigo, tendrás que hacer algo por mí.
El muchacho parecia confundido.
Creí ver cierta presunción en la cara de Arty, pero se diluyó en una mueca de preocupación.
—Tienes que inventar alguna forma de llenar el vestíbulo de gente, y rápido.
Yo iba a preguntar por qué pero desconocía la magnitud del aparato de seguridad de Arty. Iba a preguntar cómo, pero el piso me empujó los pies y las puertas se abrieron de par en par.
—Si no lo puedes hacer —le gruñó el Halcón a Halcón— ninguno de nosotros saldrá de aqui. ¡Ninguno!
Yo no tenia idea de lo que iba a hacer el chico, Pero cuando me disponía a seguirlo al vestíbulo, el Halcón me asió por el brazo y siseó:
—¡¡Quédate aquí, pedazo de idiota!!
Di un paso atrás. Arty se apoyaba con todo su Peso en ABRIR PUERTA.
Halcón voló en dirección al estanque. Y se zambulló en él.
Llegó a los trípodes de tres metros y medio y empezó a escalar.
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