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Samuel Delany: El tiempo considerado como una helice de piedras semipreciosas

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Samuel Delany El tiempo considerado como una helice de piedras semipreciosas

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Premios Nebula 1969 y Hugo 1970 al mejor relato.

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Había una mujer a la que mis ojos volvían constantemente. A la mirada número tres la reconocí como la candidata a presidente más promisoria de los Neofascistas, la senadora Abolafia. Estaba de brazos cruzados y escuchaba con apasionado interés la discusión ahora circunscripta a Edna y un joven demasiado gregario cuyos ojos estaban hinchados por lo que acaso fuese la adquisición reciente de lentes de contacto.

—Pero no le parece, señora Silem, que…

—Usted debe recordar cuando hace predicciones como esa…

—Señora Silem, he visto estadísticas que…

—Usted debe recordar —su voz se puso tensa y bajó de tono, hasta que el silencio entre las palabras fue tan expresivo como parca y metálica era la voz que si todo, todo, se supiese, las estimaciones estadísticas serían innecesarias. La ciencia de la probabilidad da expresión matemática a nuestra ignorancia, no a nuestra sabiduría— lo cual, estaba pensando yo, era una segunda cuota de la conferencia de Maud, cuando Edna levantó la cabeza y exclamo:

—¡Qué ven mis ojos, Halcón!

Todo el mundo se dio vuelta.

—Sí que me alegro de verte. Lewis, Ann —dijo ella: ya había allí otros dos Cantores (él moreno ella pálida, ambos esbeltos como juncos; sus rostros hacían pensar en esos estanques sin drenaje o tributarios con que uno tropieza en los bosques, limpidos y muy quietos; marido y mujer, habian sido designados Cantores al mismo tiempo el dia antes de su casamiento siete años atrás)—. ¡No nos ha abandonado después de todo! —Edna se puso de pie, extendió el brazo por encima de las cabezas de la gente sentada, y ladró a través de los nudillos como si su voz fuese un taco de billar.—Halcón, aquí hay gente que discute conmigo y que no sabe del tema ni la mitad de lo que sabes tú. Tú estarás de mi parte ahora, no…

—Señora Silem, yo no quise…—desde el suelo.

Entonces los brazos de Edna giraron seis grados, sus dedos, sus ojos y sú boca se abrieron.

—¡Tú! —Yo.— ¡Querido mío, a quien menos esperaba ver aquí! Bueno, si hace casi dos años ¿no? —Bendita Edna, el lugar donde ella, Halcón y yo habíamos pasado juntos una larga noche de copas se parecía más al bar aquél que a la Cúpula.— ¿Dónde te habías metido?

—En Marte, casi todo él tiempo —confesé. En realidad, hoy mismo acabo de llegar.—Es tan divertido poder decir cosas como ésta en un sitio como éste.

—Halcón… ustedes dos—(lo cual quería decir o que se había olvidado de mi nombre o que me recordaba lo bastante como para no abusar de él)—, vengan aqui y ayúdenme a liquidar el buen licor de Alexis.—Traté de no sonreír mientras nos acercábamos a ella. Si algo recordaba, debía recordar mi ramo de actividades y debía de estarla gozando tanto corno yo.

El alivio se esparció por la cara de Alexis: ahora sabía al menos que yo era alguien, aunque no qué alguien era.

Cuando pasamos junto a Lewis y Ann, Halcón obsequió a los dos Cantores con una de sus sonrisas luminosas. Ellos le devolvieron sonrisas apagadas. Lewis saludó con la cabeza. Ann amagó tocarle el brazo pero deló el gesto inconcluso, y a la concurrencia no le pasó inadvertido el entendimiento.

Habiendo averiguado lo que queríarnos beber, Alex nos lo estaba preparando en altos vasos con hielo molido, cuando el caballero de los ojos hinchados se acercó en busca de otro trago.

—Entonces, señora Silem, ¿qué es, en su opinión, lo que puede oponerse con validez a semejantes abusos políticos?

Regina Abolafia vestía un traje de seda blanca. Uñas, labios y pelo eran del mismo color; y sobre el pecho llevaba un alfiler de cobre labrado. Siempre me ha fascinado observar a personas acostumbradas a ser centro cuando alguien las desplaza. Hacía girar su copa y escuchaba.

—Yo me opongo a ellos —dijo Edna—. Halcon se opone. Lewis y Ann se les oponen. Y en última instancia, somos nosotros lo único que ustedes tienen.

Y su voz había adquirido esa resonancia autoritaria que sólo los Cantores pueden adoptar.

En ese momento la carcajada de Halcón se enredó en la trama de la conversación.

Nos volvimos.

Se había sentado cruzado de piernas cerca del seto.

—Miren… —dijo en un susurro.

Ahora las miradas siguieron la suya. Estaba mirando a Lewis y Ann. Ella alta y rubia, él moreno y más alto, de pie muy quietos, un poco nerviosos, con los ojos cerrados (los labios de Lewis estaban entreabiertos).

—Oh —murmuró algulen que hubiera tenldo que saber que era mejor callarse—, van a…

Yo miré a Halcón porque nunca había tenido la oportunidad de observar a un Cantor durante la actuación de otro. Juntó las plantas de los pies se tomó los dedos con las manos y adelantó el torso, las venas trazaban ríos azules en su cuello. El botón superior de la chaqueta se le había desprendido. Por encima de la clavicula le asomaban dos cicatrices. Quizá nadie lo notó excepto yo.

Vi a Edna que depositaba su copa con una mirada de radiante y expectante orgullo. Alex, que había apretado el botón del autobar (es curioso cómo la automatización se ha convertido en la forma en que la flor y nata hace ostentación del exceso de mano de obra) para obtener más hielo picado, levantó la vista, vio lo que estaba por suceder y apretó el interruptor. El zumbido del autobar se fue apagando. Sopló una brisa (artificial o natural, no sabría decírtelo) y los árboles nos dieron un shh final.

Uno por vez, luego a dúo, y otra vez en solo, Lewis y Ann cantaron.

* * *

Los Cantores son personas que miran las cosas, luego van y le dicen a la gente lo que han visto. Lo que los convierte en Cantores es la habilidad que tienen para hacer que la gente escuche. Esta es la esquematización mas magnífica que soy capaz de tracer. El Posado, de ochenta y seis años, en Río de Janeiro, vio derrumbarse una manzana de favelas, corrió a la Avenida del Sol y empezó a improvisar, en rima y métrica (no muy difícil en el portugués tan rico en consonancias), las lágrimas le surcaban las polvorientas mejillas, la voz restallaba contra el verdor de las palmeras en la calle soleada. Centenares de personas se paraban a escuchar; otras cien; y otras y otras. Y ellas contaban a otros centenares lo que habían oído. Tres horas después, centenares de las que se habían enterado llegaban al sitio de la catástrofe con mantas y provisiones, dinero, pales y, lo más increible, la voluntad y la habilidad de organizarse y trabajar comunitariamente. Jamás un noticiero de trideo sobre un desastre produjo una reacción parecida.

Posado está considerado históricamente como el primer Cantor. El segundo fue Miriamne, en la ciudad techada de Lux, quien durante treinta años recorrió las calles metálicas cantando las glorias de los anillos de Saturno… los colonos no pueden mirarlos sin la ayuda de filtros debido a los rayos ultravioleta que emiten los anillos. Pero Miriamne con sus extrañas cataratas, se encaminaba cada atardecer a los suburbios de la ciudad, miraba veía y regresaba pare cantar lo que había visto. Todo lo cual no habría tenido mayor significado a no ser que durante los días en que ella no cantaba —por estar enferma, o una vez que fue de visita a otra ciudad hasta la cual había llegado su fama— la Bolsa de Valores bajaba, el número de crímenes violentos se incrementaba. Nadie podía explicárselo. Todo cuanto pudieron hacer fue proclamarla Cantora. ¿Por qué surgió la institución de los Cantores, como brotó repentinamente en casi todos los centros urbanos a lo largo y a lo ancho del sistema? Algunos conjeturaban que fue una reacción espontánea contra los medios masivos de difusión que sofocan nuestras vidas. Porque si bien el trideo y la radio y las cintas noticiosas difunden informacion a través de los mundos, también propagan un sentimiento de alienación respecto de las vivencias personales. (¿Cuánta gente concurre todavía a los espectáculos deportivos o a los mítines políticos con pequeños receptores conectados a los oídos a fin de cerciorarse de que lo que están viendo es real?) Los primeros Cantores fueron proclamados por sus conciudadanos. Luego, hubo un periodo durante el cual cualquiera que lo deseara podía proclamarse Cantor, y la gente o bien lo seguía o lo hundía en el olvido a carcajadas. Pero para la época en que yo fui abandonado en el umbral de alguien que no me deseaba, la mayoría de las ciudades habia más o menos establecido una cuota extraoficial. Hoy en día, cuando queda una vacante, los demás Cantores eligen al que habrá de llenarla. Los requisitos son cierto talento poético y teatral, así como también cierto carisma generado por las tensiones entre la personalidad y la red publicitaria en la que un Cantor queda atrapado inmediatamente. Antes de llegar a Cantor, Halcón habia alcanzado cierta prodigiosa reputación con un libro de poemas publicado a los quince años. Recorría universidades y daba recitales, pero su fama era aún lo bastante exigua como pare que le sorprendiese el que yo lo Conociera de oídas esa noche que nos encontramos en Central Park (yo acababa de pasar treinta días de placer como huésped de la ciudad y es asombroso lo que uno encuentra en la Biblioteca de las Tumbas). Hacia pocas semanas que había cumplido los dieciséis. Iba a ser proclamado Cantor sólo dentro de cuatro días, pero él ya estaba enterado. Estuvimos sentados hasta el amanecer en la villa del lago, mientras él sopesaba con angustia los pros y los contras de su futura responsabilidad. Dos años después, sigue siendo, con una ventaja de media docena de años, el Cantor más joven de seis mundos. Para llegar a Cantor, no es imprescindib le ser poeta, pero la mayoria son poetas o actores. Sin embargo, en el elenco intermundial figuran un estibador. dos profesores universitarios, una heredera de los millones Silitach (fijelo con Silitachas), y por lo menos dos personas de antecedentes tan dudosos que el Aparato Publicitario, siempre tan hambriento de sensacionalismos, se ha puesto de acuerdo en no permitir que ninguno de ellos pase de corrector de pruebas. Pero, cualquiera sea su origen, estos surtidos y fulgurantes mitos vivientes, cantan las cosas del amor, de la muerte, del ir y venir de las estaciones, de las clases sociales, de los gobiernos, de la guardia palaciega. Cantan para grandes y pequeñas multitudes, para un trabajador que regresa a casa desde los muelles de la ciudad, en las esquinas de los barrios bajos, en los coches de lujo de los trenes suburbanos, en las elegantes terrazas-jardín de las Doce Torres, para la selecta soirée de Alex Spinnel. Pero desde que surgió la institución, se declaró ilegal el reproducir las “Canciones” de los Cantores por medios mecánicos (incluso publicar las letras), y yo respeto la ley, la respecto como sólo puede hacerlo un hombre de mi profesión. Ofrezco, pues, esta explicación en reemplazo de la canción de Lewis y Ann.

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