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Samuel Delany: El tiempo considerado como una helice de piedras semipreciosas

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Samuel Delany El tiempo considerado como una helice de piedras semipreciosas

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Premios Nebula 1969 y Hugo 1970 al mejor relato.

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Cerré el maletín.

* * *

Caminamos de regreso en díreccion a Times Square. Cuando llegamos a la Octava Avenida y al primero de los pavimentos de plastiplex, Halcón se detuvo.

—Espera un minuto —diio. Se abotonó la chaqueta haste el cuello—. Vamos.

Pasearse por las calles de Nueva York con un Cantor (dos años atrás había dedicado mucho tiempo a preguntarme si eso era prudente pare un hombre de mi profesión) es tal vez el mejor camuflaje posible para un hombre de mi profesión. Piensa en la última vez que viste a tu estrella favorita de trideo dar la vuelta a la esquina de la Cincuenta y Siete. Ahora di la verdad. ¿Reconocerías al hombrecito de chaqueta de tweed que la sigue a medio paso de distancia?

La mitad de la gente con que nos cruzábamos en Times Square lo reconoció. Con su juventud, su atuento funerario, pies negros y claro pelo ceniciento, era de lejos el más pintoresco de los Cantores. Sonrisas; miraditas de soslayo; en realidad, muy pocos señalaron o miraron sin disimulo.

—¿Quién exactamente va a estar allí que pueda sacarme de encima este fardo?

—Bueno, Alex mismo se jacta de ser una especie de aventurero. A lo mejor los otros le siguen la corriente. Y puede darte más de lo que podrías sacar malvendiéndolas por la calle.

—¿Les diras que queman?

—Eso probablemente le dará más sabor a la cosa. Es un buscador de emociones.

—Si tú lo dices, amigo.

Descendimos al sub-sub. El hombre de la ventanilla del cambio iba a tomar la moneda de Halcón, y entonces lo miró. Empezó a decir tres o cuatro palabras que resultaron ininteligibles a través de su sonrisa y luego nos hizo ademán de que pasáramos.

—Oh, gracias,—dijo Halcón—, con cándida sorpresa, como si fuese la primera vez que le sucedía algo tan maravilloso. (Dos años atrás me había dicho sabiamente: “Tan pronto como empiece a poner cara de esperar que suceda, dejará de suceder”. Todavia me impresionaba la forma en que vivía su notoriedad. La vez que conocí a Edna Silem y se lo mencioné, ella me dijo con idéntica candidez: “Pero si es por eso que nos eligen”.)

Entramos al coche iluminado y nos sentamos en el asiento largo; las manos de Halcón descansaban a sus costados, un pie apoyado sobre el otro. Frente a nosotros una barrita de masca-chicles de blusas claras contenía la risa y señalaba y trataba de que no se notara. Halcón ni se dignó mirarlas y yo, por mi parte, miré, tratando de que no se notara.

Formas oscuras pasaban veloces por la ventanilla.

Debajo del piso gris zumbaban cosas.

Una vez una sacudida.

Una salvada: afloramos a la superficie.

Afuera, la ciudad se vestia con sus mil lentejuelas, que luego arrojaba tras la arboleda del Fuerte Tryon. Repentinamente, a las ventanas del edificio de enfrente le salieron escamas brillantes. Detrás de ellas fulguraron los rieles de una estación. Llegamos a la plataforma bajo una ligera llovizna. El letrero decía: ESTACION DOCE TORRES.

Sin embargo, en el momento en que llegábamos a la calle, el chubasco habia pasado. Las hojas que asomaban por encima del muro chorreaban agua sobre los ladrillos.

—Si hubiera sabido que traía a un amigo habría hecho que Alex mandara un auto a buscarnos. Le dije que había cincuenta por ciento de probabilidades de que viniera.

—Entonces, ¿te parece que está bien que yo me cuele?

—¿Acaso no viniste aquí conmigo otra vez?

—También estuve aquí una vez antes de eso —dije— Sigues pensando que está.

Me fulminó con la mirada. Bueno, Spinnel estaría encantado de recibir a Halcón aunque llevase a la rastra toda una pandilla de verdaderas rocosas. Con un ladrón más o menos presentable, Spinnel la sacaba barata. A nuestra vera irrumpían las rocas, alejándose rumbo a la ciudad. Detrás del portón, a nuestra izquierda, los jardines ascendían hacia la primera de las torres Los doce inmensos y lujosos edificios de departamentos amenazaban a las nubes más bajas.

—Halcón el Cantor —dijo Halcón al micrófono que estaba al costado de la puerta. Clang y tictictic y Clang. Subimos por la rampa en dirección a puertas y puertas de crlstal.

Un grupo de hombres y mujeres vestidos de fiesta salían del edificio. Tres hileras de puertas más allá nos vieron. Los podías ver fruncir la nariz ante el desharrapado que de algún modo había logrado escurrirse en el vestíbulo (por un momento me pareció que uno de ellos era Maud, porque llevaba una funda de tela evanescente, pero se dio la vuelta; detrás del velo la cara era oscura como café tostado); uno de los hombres lo reconocio, le dijo algo a los otros. Cuando nos cruzamos con ellos estaban sonrientes. Halcón les prestó tanta atención como la que les había prestado a las chicas del subte. Pero cuando se hubieron alejado, me dijo:

—Uno de esos tipos te miraba a ti.

—Sí. Me di cuenta.

—¿Sabes por qué?

—Estaba tratando de recordar si nos habíamos visto antes.

—¿Lo conocías?

Asentí.

—En el mismo lugar en que te encontré a ti, sólo que justo cuando acababa de salir de la cárcel. Te dije que ya antes había estado aquí una vez.

—Oh.

* * *

Una alfombra azul cubría las tres cuartas partes del vestíbulo. Un gran estanque ocupaba el resto donde había una hilera de arriates de tres metros y media de altura, coronados por braseros llameantes. E1 techo del vestíbulo abovedado llegaba hasta el tercer piso y era un caleidoscopio de espejos.

Volutas de humo trepaban en espiral hasta la ornamentada reja. Las imágenes se quebraban y recomponian en las paredes.

La puerta del ascensor nos envolvió con sus pétalos laminados. Se tenía una extraña sensación de inmovilidad mientras setenta y cinco pisos se desplomaban a nuestro alrededor.

Salimos al paisaje de la terraza-jardín. Un hombre de tez moy tostada, muy rubio, que vestía una malla color albaricoque de cuyo cuello emergía una polera negra, bajó por las rocas (artificiales) entre los helechos (naturales) que crecían a la orilla del arroyuelo (agua verdadera; corriente falsa).

—¡Hola! ¡Hola! —Pausa.—Me alegra muchísimo que, después de todo, te hayas decidido a venir. —Pausa.—Por un momento pensé que no vendrias. —Las Pausas tenían por fin darle a Halcón la oportunidad de presentarme. Yo estaba vestido en forma tal que a Spinnel le era imposible saber si yo era un premio Nobel del montón con quien Halcón había estado cenando o un lacayo cuyos modales y principios dejaban aún mucho más que desear que los míos propios.

—¿Quieres darme la chaqueta?—sugirió Alexis.

Lo cual significaba que no conocía a Halcón tan bien como quería hacer creer. Pero sospecho que tenía la suficiente sensibilidad como para captar por las cositas heladas que pasaron por la cara del chico que debía olvidar su ofrecimiento.

Me saludó con una inclinación, sonriendo —casi lo único que podía hacer— y nos acercamos a los invitados.

Edna Silem estaba sentada en un transparente cojín inflable. El cuerpo inclinado hacia adelante, sosteniendo la copa con ambas manos, discutía sobre política con la gente que estaba sentada en el césped frente a ella. Fue la primera persona que reconocí (pelo de plata bruñida: voz de virutas de bronce). Emergiendo de los puños de su traje hombruno, las arrugadas manos que aferraban el copón, temblorosas por las vehemencia de sus argumentos, se hundían bajo el peso de gemas y plata. Al volver la mirada a Halcón, vi a una media docena cuyos nombres-caras vendían revistas, música, llevaban gente al teatro (el crítico teatral de Delta, qué tal), y hasta el matemático de Princeton que, según yo leyera unos meses atrás había encontrado la relación “quasar/quark”.

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