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Samuel Delany: El tiempo considerado como una helice de piedras semipreciosas

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Samuel Delany El tiempo considerado como una helice de piedras semipreciosas

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Premios Nebula 1969 y Hugo 1970 al mejor relato.

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Ella sonrió y su sonrisa se desvaneció detrás del velo.

—La información sólo es significativa cuando se la comparte —dijo una voz que era la suya desde el sitio donde estaba su cara.

—Epa, mira, yo…

—Es posible que muy pronto te caiga un buen taco de dinero. Si mis cálculos son correctos, haré que un helicóptero repleto de la flor y nata de la ciudad llegue para llevarte lejos cuando lo recibas en tus ávidas manitas. Esto es información…

Dio un paso atrás. Alguien se interpuso entre nosotros.

—¡He, Maui…!

—Puedes hacer lo que quieras con ella.

* * *

El bar estaba lo bastante atestado como para que el moverse con rapidez significara hacerse de enemigos. No sé.,, la perdí y me hice de enemigos, Algunos tipos estrafalarios allí: con pelo grasiento que les colgaba en chuzas, y tres de ellos tenían dragones tatuados en los hombros esqueléticos, otro más con un parche sobre un ojo, y todavía otro que me arañó la cara con las uñas negras de alquitrán (tuvimos dos minutos de una furiosa piedra libre para todos, por si te perdiste la transición. yo me la perdí) y algunas de las mujeres gritaban. Yo pegaba y esquivaba. y de pronto el tenor de la barahúnda cambió, Alguien cantó:

—¡Jaspe!

en la forma en que tiene que ser cantada. Y quería decir que la jauría (el Servicio Regular ordinario y chambón que yo había estado esquivando estos siete años) se venía al humo. La camorra se volcó a la calle. Yo quedé atrapado entre dos roñas que se hacían mutuamente lo que correspondía, pero logré zafarme del tumulto sin más heridas que las que uno puede hacerse al afeitarse. La pelea se había dividido en secciones. Salí de una y me metí en otra que, lo advertí un momento después, no era más que un círculo rodeando a alguien que al parecer estaba de veras hecho un estropicio.

Alguien estaba tratando de contener a la gente.

Otro le estaba dando vuelta.

Hecho un ovillo en un charco de sangre estaba el hombrecillo a quien no había visto en dos años, el que solía ser tan hábil para deshacerse de cosas que no eran mías.

Tratando de no golpear a la gente con mi maletín, me escurrí entre la sartén y el fuego. Cuando vi a mi primer policía ordinario me esforcé en poner cara de alguien que acababa de acercarse para ver a qué se debía el alboroto.

Me salió bien.

Doblé por la Novena Avenida y había dado tras pasos en una fuga disimulada, pero veloz…

—¡Epa, espera! Quédate allí…

—Reconocí la voz (después de dos años, aparecerse así, la reconocí) pero seguí andando.

—¡Espera! ¡Soy yo, Halcón!

Y me detuve.

Todavía no has oído su nombre en esta historia; Maud mencionó a el Halcón, que es un pistolero multimillonario con base de operaciones en una región de Marte en la que nunca estuve (aunque tiene las zarpas hundidas hasta los espolones en ilegalidades a todo lo largo y lo ancho del sistema) y que no tiene nada que ver con éste.

Retrocedí tres pasos hacia el portal.

Y allí una risa juvenil:

—Oh, viejo. Tienes cara de haber estado haciendo lo que no debes.

—¿Halcón? —le pregunté a la sombra.

Estaba todavía en la edad en que dos años de ausencia significan unos cuantos centímetros más de talla.

—¿Todavía andas por aquí? —le pregunte.

—A veces.

Era un chico sorprendente.

—Mira, Halcón, tengo que salir de aquí.—Volví la cabeza para echar una mirada a la trifulca.

—Vete. —Bajó la acera.—¿Puedo ir contigo?

Curioso.

—Claro.—Me hace sentir muy raro que me pregunte una cosa así—. Vamos.

* * *

A la luz del farol de la calle, media cuadra más allá, vi que su pelo era todavía pálido como virutas de pino. Se lo podía tomar por un roña: chaqueta de terciopelo negro, mugrienta; sin camisa; pantalones yin negros remaduros… hasta en la oscuridad se notaba. Estaba descalzo; y la única forma de saber en una calle oscura que alguien ha andado descalzo por Nueva York durante días y días es saberlo de antemano. Cuando llegábamos a la esquina, levantó la cabeza y me sonrió a la luz del farol y se ajustó la chaqueta por, sobre las costras y costurones que le surcaban el pecho y el estómago. Los ojos eran verdísimos. ¿Lo reconoces? Si por una de esas fallas de la red de información a través de los mundos y mundillos no lo has reconocido, te diré, caminando a mi lado a la orilla del Hudson iba Halcón el Cantor.

—Eh, ¿cuánto hace que estás de vuelta?

—Unas pocas horas —le dije.

—¿Qué has traído?

—¿De veras quieres saber?

Hundió las manos en los bolsillos y echó atrás la cabeza con insolencia.

—Seguro.

Yo bufé como un adulto irritado por un chiquillo.

—Está bien. —Habíamos caminado una cuadra por la ribera; no había nadie por allí.—Siéntate.

—Se sentó a horcajadas en la viga costanera, balanceando un pie sobre la reluciente negrura del Hudson, Me senté frente a él y pasé el pulgar por el borde del maletín.

Halcón encorvó los hombros y adelantó el torso.

—A la flauta… —Me acribilló a mudas preguntas verdísimas.— ¿Puedo tocar?

Me encogí de hombros.

—Date el gusto.

Toqueteó con dedos que eran puro nudillo y uña comida. Tomó dos, las volvió a dejar, tomó tres.

—¡A la flauta! —murmuró—. ¿Cuánto puede valer todo esto?

—Unas diez veces más de lo que espero conseguir, Tengo que sacármelas de encima cuanto antes.

—Miró el pie que se balanceaba sobre el agua.

—Siempre te queda el recurso de tirarlas al río.

—No seas pesado. Andaba buscando a un tipo que solía rondar por el bar. Era muy eficiente.—Y por el medio del Hudson una chata-aliscafo rozó la espuma. Sobre su cubierta estaban posados una docena de helicópteros, destinados a la Base Patrullera cercana al Verrazano, sin duda. Pero por algunos momentos miré ahora al muchacho, ahora al transporte, lleno de sentimientos paranoides a causa de Maud. Pero la barca se perdió con un zumbido en la oscuridad.—Esta noche me lo hicieron picadillo.

Halcón metió las puntas de los dedos en los bolsillos y cambió de posición.

—Lo cual me deja en la estacada. No pensé que se quedaría con todas pero al menos me hubiera mandado a otra gente que quizá sí.

—Esta noche voy a una fiesta —hizo una pausa para mordisquearse el resto de la uña del meñique— donde tal vez puedas venderlas. Alex Spinnel da una fiesta en honor de Regina Abolafia en la Cúpula.

—¿La Cúpula…?

Hacía tiempo que no parrandeaba con Halcón.

A las diez Caldera del Diablo; Cúpula a medianoche..

—Yo voy porque va a estar Edna Silem.

Edna Silem es la decana de las Cantoras neoyorkinas.

El nombre de la senadora Abolafia ya me habia pasado por los ojos esa noche en una cinta de luz. Y en alguna de las interminables revistas que me tragué cuando volvía de Marte, recuerdo el nombre de Alexis Spinnel asociado a un párrafo que hablaba de una cantidad fabulosa de dinero.

—Me gustaría volver a ver a Edna —dije con displicencia—. Pero ella no se va a acordar de mí— La gente como Spinnel y su clase tiene su jueguito, y yo lo descubrí durante la primera etapa de mi amistad con Halcón. El que puede reunir bajo un mismo techo la mayor cantidad de Cantores de la Ciudad, gana. Hay cinco Cantores en Nueva York (comparte el segundo puesto con Lux de Iapetus). Tokio va a la cabeza con siete —¿Es una fiesta de dos Cantores?

—Más bien de cuatro… si voy yo.

El baile inaugural del alcalde tiene cuatro.

Alcé la ceja correspondiente.

—Edna me tiene que pasar la Palabra. Cambia esta noche.

—Está bien —dije—. No sé lo que te propones, pero soy pierna.

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