Arthur Clarke - La ciudad y las estrellas

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Los hombres habían construido ciudades antes, pero ninguna como Diaspar. Diaspar: porque Diaspar tenía una leyenda. Era la última ciudad construida en la Tierra por el poder de quienes también pudieron conquistar las estrellas. Pero la grandeza de Diaspar acabó desapareciendo. Desde los más oscuros límites del Universo los Invasores atacaron el imperio creado por el hombre y lo confinaron otra vez a la Tierra. Quien fuera que abandonara la Tierra caería bajo la ira de los Invasores. Esta era la leyenda de Diaspar. Una leyenda de un billón de años…

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Aquellas palabras devolvieron un poco de confianza a la capacidad mental de Alvin y su rostro mostró una sonrisa de simpatía hacia su camarada de aventuras.

— No puedo descubrir bien qué es Vanamonde… continuó —. Es una criatura que posee un tremendo conocimiento; pero da la impresión de poseer una pequeña inteligencia. Por supuesto — añadió— su mente puede ser de un orden tan diferente que no podamos comprenderla muy bien y con todo, de alguna forma, no creo que esta sea la explicación correcta de los hechos.

— Bien ¿y qué es lo que has aprendido? — preguntó Alvin con cierta impaciencia —. ¿Sabe algo respecto a los Siete Soles?

La mente de Hilvar daba la impresión de hallarse todavía muy alejada de allí.

— Fueron construidos por muchas razas, incluida la nuestra — dijo como ausente —. He podido sacar eso en consecuencia; pero no parece comprender su significación. Creo que es la consciencia del Pasado sin tener la capacidad para interpretarlo. Todo lo que ha ocurrido, parece bullir conjuntamente en su mente como algo caótico y sin ordenación comprensible.

Se detuvo pensativamente por unos instantes y después su rostro se iluminó.

— Hay sólo una cosa que debemos hacer, de una u otra forma, y es llevarle a la Tierra para que nuestros filósofos puedan estudiarlo.

— ¿Sería eso una medida razonable y segura? — preguntó Alvin.

— Sí. Vanamonde es una criatura amistosa. Más que eso, de hecho, parece incluso afectiva.

Y súbitamente, el pensamiento que durante todos aquellos momentos había estado rondando por el borde de la consciencia de Alvin, se hizo claro como la luz del día. Recordó a Krif y a todos los animales que escapaban continuamente para molestia o alarma de los amigos de Hilvar. Y recordó —¡qué lejos le parecía aquello! — el propósito zoológico que se escondía detrás de su expedición a Shalmirane.

Hilvar había encontrado otro animal doméstico.

CAPÍTULO XXII

Qué inimaginable, murmuró para sí Jeserac, habría resultado aquella conferencia, sólo unos cuantos días antes. Los seis visitantes procedentes de Lys, estaban sentados frente al Consejo de Diaspar, en la abertura de la mesa en forma de herradura de la gran mesa del Consejo de la Ciudad. Resultaba irónico recordar, que Alvin había permanecido en aquel mismo sitio y escuchando al Consejo dictaminar que Diaspar sería cerrada de nuevo para el resto del mundo. Y ahora, el mundo había roto aquella disposición como una especie de venganza, y no sólo el resto de la Tierra, sino del Universo.

El Consejo había cambiado en sí mismo también. Faltaban cinco de sus miembros, incapaces de encararse con las responsabilidades y problemas con que ahora tenían que enfrentarse, habiendo seguido el mismo camino que Khedrom ya había tomado poco antes. Aquello era, según pensó Jeserac, una demostración de que Diaspar había fracasado, si sus más eminentes ciudadanos se sentían faltos de valor para dar cara al desafío que se les planteaba en millones de años. Muchos miles de ellos ya se habían apresurado a dirigirse al breve olvido de los Bancos de Memoria, con la esperanza de que al volver a cobrar vida en el futuro, la crisis hubiera ya pasado y Diaspar les resultase familiar otra vez. Pero se encontrarían, a no dudarlo, totalmente decepcionados.

Jeserac había sido invitado a ocupar uno de los asientos vacantes del Consejo. Su presencia había sido acogida con satisfacción y nadie sugirió la menor idea de excluirle del alto Tribunal de la Ciudad. Tomó asiento a uno de los extremos de la mesa en forma de herradura, dándole ciertas ventajas. No sólo podía estudiar los perfiles de los visitantes, sino ver además las expresiones de sus conciudadanos… y tales expresiones resultaban altamente instructivas.

No existía la menor duda de que Alvin había tenido razón, y el Consejo iba digiriendo la verdad incontrovertible de los hechos. Los delegados de Lys podían pensar con una asombrosa rapidez, superior, en mucho, a las mentes más agudas de Diaspar. No sólo era aquélla su única ventaja, ya que disponían además de un alto grado de coordinación que Jeserac supuso se debería a la utilización de sus poderes telepáticos. Quiso saber si estarían ya leyendo los pensamientos de los Miembros del Consejo; pero decidió finalmente que no romperían su solemne juramento, sin el cual aquella reunión habría sido imposible.

Jeserac no pensó que se harían muchos progresos. El Consejo, que apenas si admitía, ni había admitido nunca la existencia de Lys, todavía parecía incapaz de darse cuenta de lo que estaba sucediendo realmente. El resultado es que se mostraban profundamente afectados con el temor, hecho en sí extensible igualmente a los visitantes, aunque éstos se las arreglaban mucho mejor en tal aspecto.

El propio Jeserac no se hallaba tan aterrado como él mismo supuso de antemano; sus temores aún permanecían latentes; pero se encaró valientemente con ellos al fin. Algo de la propia decisión de Alvin, o tal vez de su mismo valor contagioso había comenzado a cambiar su mentalidad y a ensanchar el perfil de sus concepciones en un nuevo horizonte. Seguía creyendo que no se atrevería a poner un pie fuera de las fronteras de Diaspar; pero entonces comprendió, al menos, qué fuerza era la que había impulsado a Alvin a hacerlo.

La declaración primera del Presidente del Consejo, les cogió de sorpresa, de la que Jeserac se repuso inmediatamente.

— Creo — dijo— que esta situación no se hubiera producido antes por una predeterminada idea. Sabemos que han existido catorce Únicos anteriormente, y que ha debido existir un plan definido y específico tras su creación. Este plan, a mi entender, se concibió para asegurar que Lys y Diaspar no permaneciesen apartados eternamente. Alvin lo ha visto y comprendido por alguna misteriosa intuición; pero además, ha hecho algo que no puedo imaginar que existiese en el propósito original de su personalidad al ser creada. ¿Podría confirmar esto el Computador Central?

La voz impersonal de la maravillosa máquina replicó en el acto.

— El Consejero sabe que no puedo comentar nada respecto a las instrucciones que me dieron mis constructores.

Jeserac aceptó la suave reprobación del Computador Central.

— Sea cual sea la causa, no podemos disputar sobre los hechos. Alvin ha salido al espacio exterior del Universo. Cuando vuelva, podéis impedirle que vuelva a salir de nuevo, aunque dudo mucho que la medida tenga éxito, ya que ha debido aprender muchas cosas. Y si lo que teméis ha sucedido, no hay nada por nuestra parte que podamos hacer. La Tierra se halla totalmente indefensa… como lo ha estado durante millones de siglos.

Jeserac hizo una pausa y miró a los reunidos en la gran asamblea. Sus palabras no parecía haberle gustado a nadie, aunque tampoco había esperado que así sucediera.

— Pero así y todo — continuó no veo por qué razón deberíamos sentirnos alarmados. La Tierra no está ahora en mayor peligro de lo que lo ha estado antes. ¿Por qué tendrían dos simples hombres que han viajado en una nave espacial traernos la maldición de los Invasores de nuevo sobre nosotros? Si somos honestos con nosotros mismos, tenemos que admitir que los Invasores nos habrían destruido hace ya mucho tiempo.

Se produjo entonces un silencio desaprobador. Aquello era como una herejía, cosa que el propio Jeserac, en otros tiempos, lo habría condenado por sí mismo.

El Presidente interrumpió, frunciendo el ceño pesadamente.

— ¿No existe acaso una leyenda que dice que los Invasores dejaron en paz a la Tierra, sólo a condición de que el Hombre no volviese de nuevo al espacio? ¿Y no hemos roto tales condiciones ahora?

— Una leyenda, en efecto — dijo Jeserac —. Aceptamos muchas cosas sin discusión, y ésta es una de ellas. Sin embargo, no tenemos de todo esto la menor prueba. Encuentro difícil de creer que nada de ello se encuentre, siendo de tanta importancia, registrado en los Bancos de Memoria del Computador Central, quien no sabe absolutamente nada de semejante pacto. Lo he preguntado, aunque sólo a través de las máquinas de información. El Consejo puede ahora hacer la pregunta directamente.

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