PRIMER REPORTERO: Su excelencia, el delegado Jerulian ha culpado en la reunión a la Coalición Asiática de fabricar proyectiles de hidrógeno en el espacio profundo y dice que nuestro Consejo Ejecutivo lo sabe y no hace nada. ¿Es verdad esto?
MINISTRO DE DEFENSA: Creo que es verdad que la portavoz de la oposición hizo estos ridículos cargos, sí.
PRIMER REPORTERO: ¿Por qué es ridículo el cargo? ¿Porque no hacen misiles espacio — tierra en el espacio? ¿O porque se hace algo al respecto?
MINISTRO DE DEFENSA: Ridículo por las dos cosas. Quisiera señalar, sin embargo, que la fabricación de armas nucleares ha estado prohibida por tratado desde que fueron redescubiertas. Prohibida en todas partes, en la tierra y en el espacio.
SEGUNDO REPORTERO: Pero no hay ningún tratado que proscriba la puesta en órbita de materiales fisionables, ¿verdad?
MINISTRO DE DEFENSA: Claro que no. Los vehículos espacio — espacio funcionan con energía atómica. Tienen que ser propulsados.
SEGUNDO REPORTERO: ¿Y no hay ningún tratado que prohíba poner en órbita otros materiales con los que las armas nucleares pueden ser fabricadas?
MINISTRO DE DEFENSA (irritadamente): Que yo sepa, la existencia de la materia fuera de nuestra atmósfera no ha sido considerada ¡legal por ningún tratado o acto parlamentario. Tengo entendido que el espacio está atiborrado de cosas como la Luna y los asteroides, que no están hechos de queso verde.
SEÑORA PERIODISTA: ¿Sugiere, su excelencia, que las armas nucleares pueden ser fabricadas sin materiales extraídos de la tierra?
MINISTRO DE DEFENSA: No sugería eso, no. Aunque, por supuesto, es teóricamente posible. Decía que ningún tratado o ley prohíbe la puesta en órbita de cualquier material especial en estado natural, sólo armas nucleares.
SEÑORA PERIODISTA: Si se hubiese producido un disparo de prueba recientemente en Oriente, qué considera más probable: ¿una explosión subterránea que salió a la superficie o un misil espacio — tierra con una cabeza de torpedo defectuosa?
MINISTRO DE DEFENSA: Señora, su pregunta es una hipótesis tal, que me obliga a decir: «Sin comentarios».
SEÑORA PERIODISTA: Me limitaba a repetir las palabras de sir Rische y del delegado Jerulian.
MINISTRO DE DEFENSA: Ellos tienen la libertad de exponer los puntos de vista más extravagantes. Yo, no.
SEGUNDO PERIODISTA: A riesgo de desagradarle, ¿qué opina su excelencia del clima?
MINISTRO DE DEFENSA: Bastante caluroso en Texarkana, ¿no le parece? Tengo entendido que tiene algunas fuertes tormentas de polvo en el sudoeste… Quizá nos lleguen aquí algunos resabios.
SEÑORA PERIODISTA: ¿Está a favor de la maternidad, lord Tagelle?
MINISTRO DE DEFENSA: Me opongo severamente a ella, señora. Ejerce una influencia maligna sobre la juventud, particularmente sobre los nuevos reclutas. Los servicios militares tendrían soldados superiores si nuestros luchadores no hubiesen sido corrompidos por la maternidad.
SEÑORA PERIODISTA: ¿Podemos citar estas palabras?
MINISTRO DE DEFENSA: Por supuesto, señora… pero sólo en mi obituario, no antes.
SEÑORA PERIODISTA: Gracias, lo tendré preparado.
Como otros abades antes que él, dom Jethrah Zerchi no era por naturaleza un hombre contemplativo, aunque como maestro espiritual de su comunidad estaba comprometido a fomentar el desarrollo de ciertos aspectos de la vida contemplativa entre su rebaño, y, como monje, a intentar cultivar una disposición contemplativa en su propio ánimo. Dom Zerchi no lo hacía demasiado bien. Su naturaleza lo empujaba a la acción aun de pensamiento; su mente se negaba a quedarse tranquila y contemplativa. Había en él una cualidad de impaciencia que le condujo al mando del rebaño; lo convirtió en un gobernante audaz, en ocasiones un superior de mayor capacidad que algunos de sus antecesores, pero la misma impaciencia podía fácilmente convertirse en un riesgo y hasta en defecto.
La mayoría de las veces, Zerchi vagamente se daba cuenta de su propia inclinación hacia la prisa o la acción impulsiva cuando se enfrentaba a dragones invencibles. En aquel momento, de todas maneras, la conciencia de ello no era vaga sino aguda. Operaba en infausta retrospectiva. El dragón ya había mordido a san Jorge.
El dragón era un abominable autoescriba, y su maligna enormidad, electrónica por disposición, llenaba varias unidades cúbicas del hueco de la pared y un tercio del volumen de la mesa del abad. Como de costumbre, el artefacto estaba oscilando. Quitaba mayúsculas, puntos e intercambiaba las palabras entre sí. Hacía un momento había cometido una lése majesté eléctrica en la persona del soberano abad, quien, después de llamar a un técnico en computadoras y esperar durante tres días a que apareciese, decidió arreglar él mismo la abominación estenográfica. El suelo de su estudio estaba cubierto de hojas de prueba con dictados. Típica entre ellas era la que tenía la información:
pRobando proBando, ¿probaNdo? ¿conDenacióN? que sE debe IA locUra de las mayúSCUlas = ahora, ¿ha llegaDo, el MoMENto paRa que toDos lOs buenos memorizADORES se Unan al, DOLOr de lOs conTRabanDIsTas De liBRos?, ¿pueDEs hAcERlo MeJOR en lAtín? = ahOrA traDuce; nECCesse Est epistULam sacri coLLegio mittendAm esse statim dictem? ¿Qué le oCurre a esTa malDita cOSA?
Zerchi se sentó en el suelo en medio de los papeles y trató de cortar el temblor involuntario de su antebrazo, que acababa de recibir una sacudida eléctrica al explorar las regiones intestinales del autoescriba. El temblor muscular le recordó la respuesta galvánica de una pata de rana seccionada. Ya que prudentemente se había acordado de desconectar la máquina antes de meter mano en ella, sólo pudo suponer que el malvado que había inventado el artefacto le había proporcionado el modo de electrocutar a los clientes aún sin estar conectada. Mientras torcía y tiraba de las conexiones en busca de cables sueltos, fue asaltado por un filtro de alto voltaje, que se aprovechó de una oportunidad para descargarse a tierra a través de la persona del reverendo padre abad, cuando el codo de éste rozó el chasis. Pero Zerchi no tenía modo de saber si había sido víctima de una ley de la naturaleza para los filtros o de una trampa para incautos, astutamente planeada, colocada para desanimar a los clientes manipuladores. Fuese como fuere había caído en ella. Su postura en el suelo se había producido de modo involuntario. Su única muestra de competencia en el arreglo de aparatos para la traducción polilingüística se basaba en su orgulloso registro de haber extraído una vez un ratón muerto del circuito del almacenamiento de informes, corrigiendo con ello una tendencia misteriosa de la máquina a escribir sílabas dobles (sísilalabasbas dodoblesbles). El haber encontrado aquella rata muerta, le autorizaba ahora a buscar a tientas cables sueltos y esperar que el cielo le hiciese el don del carisma de un curador electrónico. Pero evidentemente no era así.
— ¡Hermano Patrick! — llamó hacia la oficina exterior, poniéndose trabajosamente de pie.
— ¡Oiga, hermano Pat! — gritó de nuevo.
Esta vez la puerta se abrió y su secretario miró los compartimientos abiertos con su impresionante amasijo del circuito computador, observó de reojo el suelo tapizado y después estudió cautamente la expresión de su director espiritual.
— ¿Debo llamar de nuevo al técnico en reparaciones, padre abad?
— ¿Por qué molestarse? — gruñó Zerchi —. Los ha llamado tres veces. Han hecho tres promesas. Hemos esperado tres días. Necesito un estenógrafo. ¡Ahora! Preferiblemente que sea cristiano. Esta máquina — hizo un gesto irritado hacia el abominable autoescriba — es una maldita infiel o algo peor. Deshágase de ella. La quiero fuera de aquí.
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