Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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— Claro que sí, reverendo.

— Tome sus baños en este lado del letrero.

— Muy bien.

— Mortifíquese por haber ofendido la modestia de las hermanas. Me doy cuenta de que usted no tiene conciencia de este problema. Tengo entendido, además, que le es muy difícil pasar junto a los depósitos de agua sin echarse a nadar tal como Dios lo trajo al mundo.

— ¿Quién se lo ha dicho, reverendo? Quiero decir… Yo sólo he vadeado.

— ¿Ah, sí? Bueno, olvídelo. ¿Por qué me llamó?

— Usted quería que me comunicase con Spokane.

— Sí, ¿lo ha hecho?

— Sí. — El monje se arrancó un trocito de papel de la comisura de los labios resecos por el viento e hizo una pausa incómoda —. He hablado con el padre Leone. También lo han notado.

— ¿El aumento en las radiaciones?

— Y no sólo eso… — El monje dudó de nuevo, no le agradaba tener que decirlo. Comunicar un hecho parecía otorgarle siempre una existencia total.

— ¿Y bien?

— Tiene que ver con el mismo incidente sísmico de hace unos días. Los vientos altos lo traen hacia esta dirección. Considerados todos los datos, parece un Fallout a baja altura de una explosión de varios megatones.

— ¡Oh! — Zerchi suspiró y se cubrió los ojos con una mano —. ¿Luciferum ruisse mihi dicis?

— Sí, dómine, me temo que se trate de un arma.

— ¿No puede haber sido un accidente industrial?

— No.

— Pero de haber una guerra, lo sabríamos. ¿Una prueba ¡lícita? Tampoco puede ser, podrían haberla hecho en la otra cara de la Luna o mejor en Marte y nadie se habría enterado.

Joshua asintió.

— ¿Adónde nos lleva esto? — continuó el abad —. ¿Una demostración? ¿Una amenaza? ¿Un tiro de aviso lanzado sobre el arco?

— Es lo único que se me ha ocurrido.

— Esto explicaría la alerta de la defensa. De todas maneras, los periódicos no hablan sino de rumores y negativas a hacer comentarios. Y Asia mantiene un silencio de muerte.

— Pero el disparo tiene que haber sido detectado por alguno de los satélites de observación. A menos… no me agrada sugerir esto, pero…, a menos que alguien haya descubierto un sistema para disparar un misil espacio — tierra y capaz de pasar los satélites sin ser detectado hasta dar en el blanco.

— ¿Es posible esto?

— Se ha hablado un poco de ello, padre abad.

— El Gobierno sabe lo que ocurre, tiene que saberlo. Varios de ellos lo saben y sin embargo no oímos nada. Se nos protege de la histeria. ¿No es así cómo lo llaman? ¿Maníacos? En los últimos cincuenta años el mundo ha vivido en un estado permanente de crisis. ¿Cincuenta? ¿Qué es lo que digo? Ha estado así desde el principio… pero desde hace medio siglo es casi insoportable. Por el amor de Dios, ¿cuál es la causa de ello? ¿Cuál es la base de la irritación, la esencia de la tensión? ¿Filosofías políticas? ¿Economía? ¿Presión de la población? ¿Disparidad de culturas y credos? Pregunte esto a una docena de técnicos y obtendrá una docena de respuestas. Ahora, de nuevo Lucifer. ¿Está la especie humana congénitamente insana, hermano? Si hemos nacido locos, ¿dónde queda la esperanza del cielo? ¿Sólo a través del cielo? ¿O es que ya no existe? Que Dios me perdone, no quise decir esto. Escuche, Joshua…

— ¿Padre?

— Tan pronto como termine venga aquí… Este radiograma… Tengo que enviar al hermano Pat a la ciudad para que lo traduzcan y lo envíen por cable regular. Quiero tenerlo a usted aquí cuando llegue la respuesta. ¿Sabe de qué se trata?

El hermano Joshua denegó con un gesto.

— Quo Peregrinatur Grex.

El monje fue palideciendo lentamente.

— ¿Para ser cumplido, dómine?

— Quiero enterarme de las condiciones del plan. No se lo mencione a nadie. Como es natural le afectará a usted. En cuanto acabe, venga a verme.

— De acuerdo.

— Chris'tecum.

— Cum spiri'tuo.

El circuito se abrió y la imagen se desvaneció. La habitación estaba caldeada, pero Joshua se estremeció. Miró por la ventana hacia un prematuro atardecer oscurecido por el polvo. No podía ver más allá de la valla protectora cercana a la carretera, donde una procesión de faros producía una serie de halos en movimiento en el aire polvoriento. Pasado un rato se dio cuenta de que había alguien de pie cerca del puente, donde la carretera se unía a la autopista. La silueta era apenas visible cuando la aureola de los faros la iluminaba al pasar.

Joshua se estremeció de nuevo.

No había duda de que se trataba de la señora Grales. Sólo ella podía ser reconocida con tan poca luz: la forma del bulto encapuchado en su hombro izquierdo y el modo de inclinar la cabeza hacia la derecha convertían las líneas de su cuerpo en algo inconfundible. La anciana señora Grales. El monje corrió las cortinas y encendió la luz. La deformidad de la anciana no le repelía, el mundo estaba ya cansado de ver tales abortos genéticos y reacciones de genes. Su propia mano izquierda lucía aún una tenue cicatriz, donde un sexto dedo le había sido amputado en su infancia. Pero la herencia del Diluvium Ignis era algo que en aquel momento prefería olvidar y la señora Grales era una de sus más conspicuas herederas.

Pasó las manos por un globo terráqueo que había sobre su mesa. Lo hizo girar hasta llegar al océano Pacífico y al este de Asia. ¿Dónde? ¿En qué punto preciso? Hizo que el globo girase más aprisa, empujándolo ligeramente de vez en cuando, hasta que el mundo giró como una ruleta, más aprisa y más aprisa, hasta que los continentes y los océanos se convirtieron en una masa borrosa. «Hagan juego, señoras y señores, ¿dónde?» Detuvo abruptamente el globo con el pulgar. «Banco, la India paga. Cobre, señora.» El resultado era descabellado. Hizo girar de nuevo el globo hasta que su armazón empezó a vibrar. Los días se deslizaron como breves instantes. De pronto, se dio cuenta de que lo hacía girar en sentido contrario. Si la madre Gaia hacía piruetas en el mismo sentido, el Sol y otros paisajes en tránsito saldrían por el oeste y se pondrían por el este. ¿Retrocedería así el tiempo? Dijo el homónimo de mi homónimo: «No te muevas, oh Sol, hacia Gabaón, ni tú, Luna, hacia el valle…», un buen truco, pensándolo bien, y además conveniente en esta época. «Levántame de nuevo, oh Sol, et tu, Luna, recedite in orbitas reversas…» Siguió haciendo girar el globo al revés, como si esperase que el simulacro de tierra poseyese el poder de remontar el tiempo. Un tercio de un millón de vueltas podían ser suficiente para hacerlos volver al Diluvium Ignis.

Sería mejor colocarle un motor y hacerlo retroceder hasta el principio del hombre.

Lo detuvo de nuevo con el pulgar, y el resultado fue otra vez absurdo.

Sin embargo, se entretuvo en el despacho, pues temía el momento de volver a casa. La «Casa» estaba únicamente al otro lado de la carretera, en los embrujados vestíbulos de aquellos antiguos edificios, cuyas paredes contenían aún piedras que habían sido los restos de hormigón de una civilización desaparecida hacía ya dieciocho siglos. Cruzar la carretera hacia la vieja abadía era como cruzar un eón. Allí, en los nuevos edificios de vidrio y aluminio, él era un técnico en su mesa de trabajo, en la que los acontecimientos eran sólo fenómenos, para ser observados atendiendo a su cómo sin preguntarse su por qué. En este lado de la carretera la caída de Lucifer era sólo una inferencia derivada por fría matemática del decir de los contadores de radiaciones o de la súbita oscilación de la pluma del sismógrafo. Pero en la vieja abadía, dejaba de ser un técnico para convertirse en un monje de Cristo, un contrabandista de libros y un memorizador de la comunidad de Leibowitz. Allí, la pregunta sería: «¿Por qué, Señor, por qué?». La pregunta había llegado y el abad había dicho: «Venga a verme».

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