— ¿El APLAC?
— El APLAC. Véndasela a un ateo. No, esto no sería justo. Véndala como chatarra. Estoy cansado de ella. ¿Por qué, por el amor del cielo, el abad Boumous, Dios se apiade de su alma, compró este absurdo aparato?
— Pues, dómine, dicen que su predecesor era un enamorado de los aparatos y es muy conveniente poder escribir cartas en idiomas que uno no domina.
— ¿De verdad? Querrá decir que sería. Este aparato… Oiga, hermano, aseguran que piensa. Al principio no lo creía. El pensamiento implica una idea racional, implica alma. ¿El principio de una «máquina de pensar» hecha por el hombre puede ser un alma racional? ¡Bah! Al principio me pareció una noción completamente pagana. Pero ¿sabe qué?
— ¿Padre?
— ¡Nada podría ser tan perverso sin premeditación! ¡Debe pensar! Conoce el bien y el mal, se lo aseguro, y escoge el último. Deje esa sonrisita, ¿quiere? No es divertido. La idea ni siquiera es pagana. El hombre hizo el instrumento, pero no creó su principio. ¿No es verdad que hablan del principio vegetativo como de un alma? ¿Un alma vegetal? ¿Y el alma animal? Entonces el alma humana racional, y es todo lo que registran en el modo de encarnar principios vivificantes, ángeles con el alma separada del cuerpo. Pero ¿cómo sabemos que este registro es comprensivo? Vegetativo, animador racional, pero después, ¿qué más? Aquí tiene el «qué más». Este aparato. Y siente. Sáquela de aquí. Pero primero tengo que conseguir que salga un radiograma hacia Nueva Roma.
— ¿Traigo un bloc, reverendo padre?
— ¿Habla alleghiano?
— No.
— Yo tampoco, y el cardenal Hoffstraff no comprende más que este idioma.
— ¿Por qué no lo envía en latín?
— ¿Qué latín? ¿El vulgar o el moderno? Yo no me fío de mi propio anglo — latín, y si lo hiciese, lo más probable es que él no se fiase del suyo.
Miró ceñudo la mole del robot estenógrafo.
El hermano Patrick frunció el ceño con él, después se adelantó hacia los compartimientos y empezó a escudriñar entre el amasijo de los diminutos elementos del circuito.
— No hay ningún ratón — le aseguró el abad.
— ¿Para qué sirven todos estos botones pequeños?
— ¡No los toque! — gritó el abad Zerchi cuando su secretario tocó con curiosidad una de las varias docenas de la serie de «Controles del subchasis».
Los controles del «subchasis» estaban montados en perfecto orden encuadrados en una caja, la cubierta de la cual el abad había quitado y que llevaba el aviso irresistible: «Sólo para ajustar por la fábrica».
— No lo movió, ¿verdad? — preguntó, yendo al lado de Patrick.
— Quizá lo moví un poco, pero creo que está de nuevo en su sitio.
Zerchi le mostró el aviso sobre la tapa.
— ¡Oh! — dijo Pat, y ambos se quedaron mirándolo.
— ¿Se trata de la puntuación, reverendo padre?
— Eso y algunas mayúsculas y palabras un poco confusas.
Contemplaron aquella serie de artefactos en un silencio mistificado.
— ¿Oyó hablar alguna vez del venerable Francis de Utah? — preguntó por fin el abad.
— No recuerdo el nombre, ¿por qué?
— Espero que en este momento esté en condiciones de rezar por nosotros, aunque no creo que haya sido canonizado. Mire, vamos a tratar de levantar un poco ésos; al azar.
— El hermano Joshua tenía algo que ver con la ingeniería, no recuerdo qué. Pero estaba en el espacio. Tiene que saber mucho sobre computadoras.
— Ya lo he llamado. Teme tocarlo. Mire, quizá se necesite…
Patrick se apartó.
— Si me perdona, reverendo, yo…
Zerchi miró retroceder a su secretario.
— ¡Qué poca fe! — dijo moviendo otro «ajuste de fábrica».
— Me parece que he oído a alguien afuera…
— Antes de que el gallo cante tres veces… Además, tocó el primer botón, ¿verdad?
Patrick se acobardó.
— Pero había quitado la cubierta y…
— Hinc igitur effuge. Fuera, fuera, antes de que decida que ha sido culpa suya.
Lo intentó una vez más. Zerchi cogió la clavija de la pared, se sentó ante su mesa, y después de rezarle una pequeña oración a san Leibowitz (que en los últimos siglos había alcanzado una mayor popularidad como patrono de los electricistas que la lograda como fundador de la Orden Albertiana de San Leibowitz), deslizó el conmutador. Oyó unos ruidos chisporroteantes y silbantes, pero no salió nada. únicamente le llegó el débil chasquido de los relés de detención y el ronroneo familiar de los motores cronometradores cuando tomaban velocidad. Los olisqueó. No pudo detectar ni humo ni ozono. Finalmente abrió los ojos. Hasta las luces indicadoras del cuadro de controles que tenía sobre la mesa estaban encendidas como de costumbre. ¡Vaya con los «sólo para ajustar por la fábrica»!
Algo tranquilizado, insertó el selector de formato en «radiogramas», le dio la vuelta al selector de programa hasta «grabación de dictado», la unidad de traducciones del Sudoeste a Allegheniano, se aseguró de que el interruptor de transcripciones estuviese apagado, giró el botón de su micrófono y empezó a dictar:
Prioridad urgente: A su reverendísima eminencia, sir Eric cardenal Hoffstraff, designado vicario apostólico, vicariato provisional extraterrestre, Sagrada Congregación de Propaganda, Vaticano, Nueva Roma…
Eminentísimo señor: En vista de la reciente renovación de la tensión mundial, de las insinuaciones de una nueva crisis internacional y hasta informes de una carrera clandestina de armamento nuclear, nos honraría en gran manera que su eminencia considerase prudente aconsejarnos con referencia al estado actual de ciertos planes mantenidos en suspenso. Tengo noticias de los que fueron esbozados en el Motu proprio del papa Celestino VIII, de feliz memoria, dados en la Festividad de la Divina Protección de la Santísima Virgen, anno Domini 3735 — hizo una pausa y rebuscó unos papeles en su mesa — y que empezaban con las palabras: «Ab hac planeta nativitatis aliquos filios Ecclesiae usque ad planetas intelligimus». Referencia también del documento confirmativo del anno Domini 3749 Quo peregrinatur grex, pastor secum, autorizando la adquisición de una isla, uh… y ciertos vehículos. Finalmente referencia del Casu belli nunc remoto, del papa Paul, anno Domini 3756 y la correspondencia que siguió entre el padre santo y mi predecesor, culminando con una orden en la que se nos transfería la obligación de mantener el plan Quo Peregrinatur en un estado de, uh… animación suspendida pero sólo en tanto su eminencia lo aprobase.
Nuestra preparación absoluta para el Quo Peregrinatur ha sido mantenida, y en caso de que fuese necesaria la ejecución del plan, necesitaríamos quizá saberlo con unas seis semanas de anticipación.
Mientras el abad dictaba, el abominable autoescriba no hizo más que grabar su voz y traducirla a un fonema cifrado sobre una cinta. Cuando terminó de hablar, conectó el selector de programas a «análisis», presionó un botón marcado «proceso de textos». La luz indicadora parpadeó apagándose. La máquina empezó su trabajo. Mientras tanto, Zerchi estudió los documentos que tenía ante sí.
Un timbre sonó. La luz indicadora se encendió de nuevo en un parpadeo. La máquina se había detenido. Con sólo una mirada nerviosa al «sólo para ajustar por la fábrica», el abad cerró los ojos y presionó el botón de «escribir».
Claterli-chap-chap-spat-pit poperti cac-jub-clo. La máquina automática de escribir parloteó lo que él esperó fuese el texto del radiograma. Escuchó esperanzado el ritmo de las teclas. El primer claterli-chap-chap-spat-pip le pareció muy seguro. Trató de oír el ritmo de la lengua allegheniana mezclado con el sonido de las teclas, y después de un rato decidió que había verdaderamente un cierto tono allegheniano en el tecleteo. Abrió los ojos. Al otro lado de la habitación, el robot estenográfico trabajaba briosamente. Dejó su mesa y se acercó a observarlo. Con suma claridad, el abominable autoescriba escribía el equivalente allegheniano de:
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