Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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La cara del monje perdió su color. Dejó el telegrama sobre la mesa y se sentó de nuevo con los labios muy apretados.

— ¿Sabe lo que es el Quo Peregrinatur?

— Sé de qué se trata, dómine, pero no conozco los detalles.

— Bueno, se proyectó como un plan para enviar a algunos sacerdotes con un grupo de colonizadores a Alfa Centauro. Pero no dio resultado porque se necesitaban obispos para ordenar sacerdotes, y después de la primera generación de colonizadores habría que enviar más sacerdotes y así sucesivamente. La cuestión se complicó con discusiones acerca de si las colonias se mantendrían y, de ser así, había que hacer arreglos para asegurar la sucesión apostólica en los planetas colonizados sin necesidad de recurrir a la Tierra. ¿Sabe lo que esto significa?

— Supongo que enviar a por lo menos tres obispos.

— Sí, y esto parecería un poco absurdo. Los grupos colonizadores han sido siempre muy reducidos. Pero durante la última crisis mundial, el Quo Peregrinatur se convirtió en un plan de emergencia para la perpetuación de la Iglesia en los planetas colonizados si lo peor llegase a ocurrir en la Tierra. Tenemos una nave.

— ¿Una nave interestelar?

— Exactamente. Y tenemos una tripulación capaz de manejarla.

— ¿Dónde?

— Aquí mismo.

— ¿En la abadía? ¿Pero quién…? — Joshua se calló. Su cara tomó una tonalidad grisacea —. Pero, dómine, mi experiencia en el espacio ha sido únicamente en vehículos orbitales, no en naves interestelares. Antes de que Nancy muriese y yo entrase en el Císter…

— Lo sé. Hay otros con experiencia en naves interestelares. Ya les conoce. Hasta se hacen bromas acerca del número de ex espaciales que parecen sentir la vocación por nuestra orden. No es accidental, claro. Y recuerde cuando usted era postulante cómo se le embromaba acerca de su experiencia en el espacio.

Joshua asintió.

— También debe recordar que se le preguntó si aceptaría ir al espacio si la orden se lo pedía.

— Sí.

— ¿Entonces no ignoraba totalmente que se le había asignado condicionalmente al Quo Peregrinatur si llegaba a suceder?

— Creo… creo que me lo temía, reverendo.

— ¿Temía?

— Mejor dicho, sospechaba. Pero temer también, un poco, porque tenía la esperanza de poder terminar mis días en la orden.

— ¿Cómo sacerdote?

— Esto… pues no lo había decidido aún.

— El Quo Peregrinatur no significa que se libere de sus votos o deba abandonar la orden.

— ¿La orden también va?

Zerchi sonrió.

— Y la Memorabilia con ella.

— Todos los… ah, se refiere a los microfilms. ¿A qué lugar?

— La colonia Centauro.

— ¿Cuánto tiempo estaremos fuera, dómine?

— Si se van, será para no volver.

El monje respiró profundamente y miró sin verlo el segundo telegrama. Se rascó absorto la barba.

— Tres preguntas — dijo el abad —. No las conteste ahora, pero empiece a pensar en ellas y hágalo seriamente. Primera, ¿quiere ir? Segunda, ¿tiene vocación para el sacerdocio? Tercera, ¿acepta conducir al grupo? Y al decir quiere no me refiero a la obediencia sino al entusiasmo o la voluntad de entusiasmarse. Piénselo, tiene tres días para hacerlo… quizá menos.

Los cambios modernos habían hecho pocas variaciones en los edificios y terrenos del antiguo monasterio. Para proteger a los edificios antiguos de la intrusión de una arquitectura más impaciente, se habían hecho nuevas adiciones extramuros y también al otro lado de la carretera… a veces a expensas de la conveniencia. El viejo refectorio fue desechado debido a un techo pandeado, y para llegar al nuevo era necesario cruzar la carretera. La inconveniencia se veía algo mitigada por el paso subterráneo, a través del cual los hermanos se dirigían diariamente a efectuar sus comidas.

Con siglos de antigüedad, pero recientemente ampliada, la carretera era la misma empleada por los ejércitos paganos, peregrinos, campesinos, carros de mulas, nómadas, jinetes salvajes del este, artillería, tanques y camiones de diez toneladas. Su tráfico había fluido, escurrido, goteado según la época y la estación. Una vez, hacía mucho tiempo, tuvo seis pistas y tráfico computerizado. Este tráfico desapareció, el suelo se cubrió de grietas y la hierba se había abierto paso entre ellas después de alguna lluvia ocasional. El polvo lo cubría todo. Los moradores del desierto excavaron su destrozado hormigón para construirse chozas y barricadas. La erosión lo convirtió en una senda en el desierto, que cruzaba terrenos salvajes. Pero ahora había seis pistas y un robot dirigiendo el tráfico, como antes.

— Esta noche hay poco movimiento — dijo el abad cuando salía por la antigua entrada —. Vamos a cruzar por arriba. Este túnel puede resultar sofocante después de una tormenta de polvo. ¿No tiene ganas de pasar entre los coches?

— Vamos — aceptó el hermano Joshua.

Camiones de suspensión baja con las luces cortas — útiles sólo como aviso — pasaban raudos por su lado, con las ruedas chirriantes y las turbinas ruidosas. Con sus antenas cóncavas vigilaban la carretera y sus calibradores magnéticos medían las bandas — guías de acero colocadas en la base de la carretera — Así se les guiaba cuando pasaban presurosos a lo largo del rojizo y fluorescente río de grasiento hormigón. Corpúsculos económicos en una arteria de la humanidad, los monstruos cargaron descuidadamente hacia los monjes, que los evitaron de una pista a la otra. Ser derribado por uno de ellos era ser aplastado por un vehículo tras otro, hasta que la patrulla de seguridad encontraba la huella de un hombre estampada en el piso de la carretera y se detenía para limpiarla. Los sensibles mecanismos de los autopilotos eran mejores detectando masas de metal que masas de carne y hueso.

— Fue un error — dijo Joshua cuando llegaron al islote central y se detuvieron para descansar —. Mire quién está ahí.

El abad hizo un esfuerzo para distinguirla y después se dio un golpe en la frente.

— ¡La señora Grales! Lo olvidé. Es su noche para acecharme. Ha vendido sus tomates al refectorio de las monjas y ahora viene de nuevo a por mí.

— ¿A por usted? Estaba aquí anoche y anteanoche también. Creí que esperaba que alguien la llevase. ¿Qué quiere?

— En realidad no es nada. Estafó a las hermanas en el precio de los tomates y ahora me dará la ganancia extra para mis pobres. Es un pequeño ritual. Esto no tiene importancia, lo malo es lo que sigue después. Ya lo verás.

— ¿Nos volvemos atrás?

— ¿Y herir sus sentimientos? Tonterías. Ya nos ha visto. Vamos.

Se hundieron de nuevo en la tenue corriente de coches.

La mujer de las dos cabezas y su perro de seis patas esperaban junto a la puerta nueva, al lado de una canasta vacía de verduras. La anciana le cantaba suavemente al perro. Cuatro de las patas del animal eran perfectas, pero un par extra colgaban inútiles a los lados. En cuanto a la mujer, una cabeza era tan inútil como las patas extras del perro. Era una cabeza pequeña, una cabeza querubínica, que nunca abría los ojos. No daba señales de compartir el aliento o la comprensión. Se balanceaba inútil sobre un hombro, ciega, muda, sorda y sólo vegetativamente viva. Quizá carecía de cerebro, pues no mostraba ningún signo de conciencia independiente o de personalidad. Su otra cara había envejecido, se había arrugado, pero la cabeza superflua retenía las facciones de la infancia, aunque endurecidas por el viento arenoso y oscurecidas por el sol del desierto.

La anciana se inclinó al verles acercarse y su perro se echó hacia atrás dando un bufido.

— Buenas, padre Zerchi — dijo arrastrando las palabras —, buenas noches para usted… y para usted, hermano.

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