Trató de abrirse paso a través del vidrio elástico para salvarla del bisturí, pero era demasiado tarde. Despertó de la pesadilla, blasfemó con un estremecimiento y se quedó un rato rezando; pero tan pronto se quedó dormido, allí estuvo de nuevo la señora Grales.
Fue una noche agitada, una noche que pertenecía a Lucifer. Fue la noche del asalto Atlántico contra las instalaciones espaciales asiáticas.
En un ágil contraataque. Una antigua ciudad murió.
«Ésta es su red de Aviso de Emergencia — decía el locutor cuando Joshua entró en el despacho del abad después de maitines al día siguiente —, emitiendo para ustedes el último boletín sobre el Fallout del asalto enemigo con misiles sobre Texarkana…»
— ¿Me ha mandado llamar, dómine?
Zerchi le hizo un gesto indicándole silencio y un asiento. La cara del sacerdote parecía seca y sin sangre, una máscara acerada y grisácea del helado autocontrol. A Joshua le dio la impresión de haber disminuido de tamaño, de haber envejecido desde la caída de la noche. Escucharon sombríos la voz, que aumentaba y disminuía a intervalos de cuatro segundos cuando las estaciones transmisoras eran conectadas y desconectadas para impedir que el enemigo detectase el lugar donde estaba situado el equipo.
«…pero en primer lugar, una noticia proporcionada hace unos instantes por el Mando Supremo. La familia real está a salvo. Repito: se sabe que la familia real está a salvo. Se dice que el Consejo de Regencia estaba ausente de la ciudad cuando el enemigo atacó. Fuera de la zona de desastre no se han producido desórdenes civiles y no se espera ninguno.
»Una orden de cese el fuego ha sido dada por la Corte Mundial de Naciones, con orden de sentencia de muerte contra los jefes del Gobierno de ambas naciones. La sentencia se hace aplicable sólo en caso de que el decreto sea desobedecido. Ambos gobiernos cablegrafiaron a la Corte su inmediato reconocimiento de la orden y hay, además, una probabilidad de que el conflicto haya terminado unas horas después de haber empezado como descarga preventiva contra ciertas instalaciones espaciales ilegales.
Dando un golpe por sorpresa, las fuerzas especiales de la Confederación atacaron anoche tres puntos ocultos de misiles asiáticos localizados en el lado oculto de la Luna y destruyeron totalmente una estación espacial enemiga que se dedicaba a conducir un sistema de misiles espacio — tierra. Se esperaba que el enemigo se vengaría en nuestras fuerzas en el espacio, pero el bárbaro asalto de nuestra capital fue un acto de desesperación que nadie anticipó.
»Boletín especial: Nuestro Gobierno acaba de anunciar su intención de hacer honor al alto el fuego durante diez días si el enemigo acepta una inmediata reunión de ministros de Relaciones Exteriores y comandantes militares en Guam. Se espera que el enemigo acepte.»
— Diez días — dijo roncamente el abad —. No nos dan demasiado tiempo.
«La radio asiática, sin embargo, sigue insistiendo en que el reciente desastre termonuclear de Itu-Wan, que ha causado unas ochenta mil víctimas, se debió a un proyectil atlántico fuera de control. Y que la destrucción de la ciudad de Texarkana fue, por lo tanto, una especie de represalia…»
El abad apagó de un golpe el receptor.
— ¿Cuál será la verdad? — preguntó en voz baja —. ¿Qué hay que creer? ¿Tiene importancia? Cuando al asesinato en masa se contesta con el asesinato en masa, violación por violación, odio con odio, no sirve de mucho preguntar qué hacha es la más ensangrentada. Mal en el mal y sobre el mal. ¿Cómo justificar nuestra «acción policíaca» en el espacio? ¿Cómo podemos saberlo? Ciertamente no hay justificación para lo que han hecho… ¿o la hay? Sólo sabemos lo que esa cosa dice y esa cosa es un prisionero. La radio asiática tiene que decir lo que desagradará menos a su Gobierno y la nuestra tiene que decir lo que desagradará menos a nuestro buen y patriótico pueblo obstinado. Lo cual es por coincidencia lo que el Gobierno quiere que sea dicho. Así que, ¿dónde está la diferencia? Dios mío, debe de haber medio millón de muertos, si le dieron a Texarkana con una de las grandes. Tengo ganas de decir palabras que ni siquiera había oído antes. Estercolero de sapos, pus asquerosa. Gangrena del alma, podrido cerebro inmortal. ¿Me comprende, hermano? Y Cristo respiró con nosotros el mismo aire de carroña. ¡Qué sumisa la majestad de nuestro Dios Todopoderoso! ¡Qué infinito sentido del humor! ¡Que Él se convirtiese en uno de nosotros! Rey del Universo, clavado en una cruz como un Yiddish Schlemiel por alguien como nosotros. Dicen que Lucifer fue expulsado por negarse a adorar al Verbo Encarnado. ¡Al loco debía faltarle el sentido del humor! ¡Dios de Jacob e incluso Dios de Caín! ¿Por qué lo hacen de nuevo?
»Perdóneme, deliro — añadió, dirigiéndose, no tanto a Joshua como a la talla de madera de san Leibowitz que estaba en un rincón de su despacho.
Se había detenido en la mitad de su paseo para observar la cara de la imagen… Era una talla vieja, muy vieja. Algún superior anterior de la abadía la había enviado al sótano para que se quedase entre el polvo y la oscuridad mientras una ávida podredumbre corroía la madera, comiéndose el grano de primavera y dejando el de verano de tal modo que la cara parecía estar profundamente marcada. El santo sonreía de modo ligeramente satírico. Zerchi la rescató del olvido debido a aquella sonrisa.
— ¿Vio anoche al pordiosero del refectorio? — preguntó de pronto sin dejar de mirar con curiosidad la sonrisa de la estatua.
— No, dómine, ¿por qué?
— No tiene importancia, deben de ser imaginaciones mías.
Pasó los dedos por los haces de leña sobre los que estaba colocado el santo.
«Aquí es donde nos hallamos todos ahora — pensó —. En la gran fogata de los pecados pasados. Y algunos de ellos son míos. Míos, de Adán, de Herodes y judas, de Hannegan y míos. De todos. Siempre se culmina en el coloso del Estado, tendiendo sobre sí el manto de la bondad, siendo abatidos por la ira del cielo. ¿Por qué? Lo dijimos lo suficientemente alto… Dios debe ser obedecido tanto por las naciones como por los hombres. César debe ser el policía de Dios, no su sucesor plenipotenciario, no su heredero. En todas las épocas, todos los pueblos. «Quien exalte a una raza o un Estado de credo particular, a los depositarios del poder… quien eleve estas nociones sobre su valor común y las divinice hasta el nivel idólatra, distorsiona y pervierte un orden del mundo planeado y creado por Dios…» ¿De dónde había salido esto? De Pío XI — se dijo aunque no estaba seguro —, hacía dieciocho siglos. Pero cuando César obtuvo los medios para destruir el mundo, ¿no estaba ya divinizado? Sólo con el consentimiento del pueblo, la misma chusma que gritó: «Non habemus regem nisi Caesarern», cuando enfrentándose con Él, el Dios Encarnado, se burlaron de él y le escupieron. La misma chusma que martirizó a Leibowitz…»
— La divinidad de César aparece de nuevo.
— ¿Dómine…?
— No me hagas caso. ¿Están los hermanos todavía en el patio?
— Cuando pasé había más de la mitad. ¿Quiere que vaya a verlo?
— Vaya y vuelva. Antes de que nos unamos a ellos quiero decirle algo.
Antes de que Joshua volviese, el abad sacó los documentos del Quo Peregrinatur de la caja de seguridad.
— Lea la compilación — le dijo al monje —. Vea la tabla de organización y lea las bases del procedimiento. Más tarde tendrá que estudiar detalladamente el resto.
El interfono sonó con fuerza mientras Joshua leía.
— Por favor, con el reverendo padre Jethra Zerchi, abad — zumbó la voz del operador robot.
— Al habla.
Читать дальше