Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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— Tenía que haberlo sabido — murmuró el intelectual para todo el mundo.

El anciano sacerdote avanzó vengativo hacia su huésped.

— ¿Entonces sólo somos criaturas de criaturas, señor filósofo? Hechos por dioses menores que Dios y, por lo tanto, comprensivamente menos perfectos, sin ser culpa nuestra, claro está.

— Son sólo conjeturas, pero explicarían muchas cosas — dijo el thon tercamente, deseando continuar la discusión.

— Y lo perdonaría todo, ¿verdad? La rebelión del hombre contra sus hacedores fue, sin lugar a dudas, un tiranicidio justificable contra el infinitamente malvado hijo de Adán, entonces.

— Yo no he dicho…

— ¡Muéstreme, señor filósofo, esta sorprendente referencia!

Thon Taddeo rebuscó apresuradamente entre sus notas. La luz no dejaba de parpadear, pues los novicios de la noria se esforzaban en escuchar. El pequeño auditorio del intelectual se mantuvo perplejo hasta que la tempestuosa entrada del abad agitara la consternación envarada del auditorio. Los monjes susurraban entre sí, alguien se atrevió a reír.

— Aquí está — anunció thon Taddeo, entregándole diversas notas al abad.

Dom Paulo le miró brevemente y empezó a leer. El silencio era torpe.

— Encontró esto en la sección «no clasificada», supongo — dijo después de unos segundos.

— Sí, pero…

El abad siguió leyendo.

— Bien, supongo que debo ir a terminar mi equipaje — murmuró el intelectual, y empezó a reunir sus papeles.

Los monjes respiraron con alivio, como deseando salir silenciosamente fuera de allí. Kornhoer cavilaba apartado de los demás.

Satisfecho, después de unos minutos de lectura, dom Paulo le tendió abruptamente las notas a su prior.

— ¡Lege! — le ordenó bruscamente.

— Pero… ¿qué?

— Parece un fragmento de una obra o de un diálogo. Lo he visto antes. Es algo acerca de unos hombres que crean a unos seres artificiales como esclavos. Y los esclavos se levantan contra sus creadores. Si thon Taddeo hubiese leído De Inanibus, del venerable Boedellus, habría encontrado esta nota clasificada como «probable fábula o alegoría». Pero quizás el thon prestaría poca atención a las valoraciones del venerable Boedellus, cuando puede hacer las suyas.

— Pero qué clase…

— Lege!

Gault se hizo a un lado con las notas. Paulo se volvió de nuevo hacia el intelectual y habló educadamente, informativamente, enfáticamente:

— «A la imagen de Dios los creó: macho y hembra los creó.»

— Mis palabras son simples conjeturas — dijo thon Taddeo —. La libertad de especular es necesaria para…

— «Y Dios tomó al hombre y lo puso en el paraíso de placer para cuidarlo y conservarlo. Y…

— …el avance de la ciencia. Si quisiese tenernos enredados por adherencia ciega y dogma no razonado, entonces preferiría usted…

— »Dios lo ordenó diciendo: «Comerás de cada árbol del paraíso, pero del árbol del bien y del mal no…»

— …dejar el mundo en la misma oscura ignorancia y superstición contra la cual dice que su orden…

— …comerás. Porque en el día sea cual fuese que lo comas, morirás».

— …ha luchado. Ni podríamos nunca vencer el hambre, la enfermedad o la «monstruosidad de nacimiento» o hacer el mundo un poco mejor de lo que ha sido durante…

— …Y la serpiente le dijo a la mujer: «Dios sabe que en el día sea cual fuere que comáis de ello, vuestros ojos se abrirán y seréis como dioses, conociendo el bien y el mal».

— …doce siglos, si cada dirección de especulación debe ser cerrada y cada pensamiento nuevo denunciado…

— Nunca fue mejor, nunca será mejor. Será sólo más rico o más pobre, más triste, pero no más sensato, hasta el último día.

El estudioso se encogió de hombros, impotente.

— ¿Ve usted? Sabía que se ofendería, pero me dijo… ¿Pero de qué sirve? Tiene su historia de ello.

— La historia que yo estaba señalando, señor filósofo, no lo era de un modo de creación, sino la narración del modo cómo la tentación condujo a la caída. ¿No lo comprendió así? «Y la serpiente le dijo a la mujer.»

— Sí, sí, pero la libertad de especulación es esencial…

— Nadie ha tratado de privarle de ella ni nadie se ha ofendido. Pero engañar el intelecto por razones de orgullo, vanidad o eludir la responsabilidad, es fruto del mismo árbol.

— ¿Duda usted de la honorabilidad de mis motivos? — preguntó el thon, sombríamente.

— A veces llego a dudar de la mía. No le acuso de nada. Pero pregúntese esto: ¿Por qué goza tanto saltando a esas conjeturas tan impetuosas desde un trampolín tan frágil? ¿Por qué quiere desacreditar al pasado, llegando hasta a deshumanizar a la última civilización? ¿Para que usted no necesite aprender de sus errores? ¿O se debe a que no se resigna a ser sólo un redescubridor y necesita también sentirse «creador»?

El thon murmuró un juramento.

— Estos documentos deberían estar en manos de gente competente — dijo, furioso —. ¡Vaya una ironía!

La luz chisporroteó y se apagó. El fallo no era mecánico. Los novicios de la noria habían dejado de trabajar.

— Traigan velas — dijo el abad.

Aparecieron las velas.

— Baje — le dijo el abad al novicio que estaba en lo alto de la escalera —, y descuelgue esto. ¿Hermano Kornhoer? ¿Hermano Korn…?

— Hace un momento ha entrado en el almacén, dómine.

— Pues llámelo.

Don Paulo se volvió de nuevo hacia el intelectual, tendiéndole el documento que había sido encontrado entre los efectos del hermano Claret.

— Lea esto, señor filósofo, aunque sea a la luz de las velas.

— ¿Un edicto gubernamental?

— Léalo y alégrese de su apreciada libertad.

El hermano Kornhoer volvió de nuevo a la sala. Llevaba el pesado crucifijo que había sido quitado del arco para dejar sitio a la nueva lámpara. Le tendió la cruz a dom Paulo.

— ¿Cómo sabía que la quería?

— Decidí que ya era hora, dómine — dijo, encogiéndose de hombros.

El anciano subió a la escalera y colocó el crucifijo en su gancho de hierro. El cuerpo brilló dorado a la luz de las velas. El abad se volvió y llamó a sus monjes.

— ¡De ahora en adelante quien lea en el cubículo que lo haga ad Lumina Christi!

Cuando bajó de la escalera, thon Taddeo guardaba el último de sus papeles en una gran caja para embalarlo después. Miró cautelosamente al abad, pero no dijo nada.

— ¿Ha leído el edicto?

El intelectual asintió.

— Si por algún motivo improbable desea usted asilo político en este lugar…

El intelectual denegó.

— ¿Puedo entonces pedirle que aclare usted sus palabras acerca de colocar nuestros papeles en manos más competentes?

Thort Taddeo bajó la vista.

— Fue dicho en el calor de la discusión, padre. Lo retiro.

— Pero no deja de pensarlo. Lo ha pensado siempre.

El thon no lo negó.

— Entonces sería fútil repetir mi petición de que interceda usted en nuestro beneficio… cuando sus oficiales le comuniquen a su primo la perfecta guarnición militar que podría resultar esta abadía. Pero en su propio bien, dígale que cuando nuestros altares o la Memorabilia se han visto amenazados, nuestros predecesores no dudaron en resistir con la espada. — Hizo una pausa —. ¿Se marcha hoy o mañana?

— Será mejor que lo haga hoy — dijo suavemente thon Taddeo.

— Ordenaré que le preparen las provisiones. — El abad dio media vuelta para retirarse, pero se detuvo y dijo gentilmente -: Cuando esté de vuelta, trasmítales un mensaje a sus colegas.

— Por supuesto. ¿Lo ha escrito ya?

— No. Dígales tan sólo que el que desee estudiar aquí, será bienvenido, a pesar de la mala iluminación. Especialmente thon Maho o thon Esser Shon con sus seis ingredientes. Creo que los hombres deben rebuscar entre el error para separarlo de la verdad, siempre y cuando no se apoderen hambrientos del error, porque es agradable. Dígales también, hijo mío, que cuando llegue el momento, como seguramente llegará, no sólo los sacerdotes, sino también los filósofos necesitan un santuario, dígales que aquí nuestros muros son gruesos.

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