Robert Silverberg - He aquí el camino

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—Todos moriremos tarde o temprano —dijo Hoja—. Pero ésta no es razón para matar a los amigos.

—No hablo de tarde o temprano. Sino de que Corona morirá esta misma noche, tal vez mañana.

—¿Por qué?

—¿Qué puede hacer para salvarse?

—Puede ceder y cruzar la puerta a pie, tal como he­mos hecho nosotros.

—Sabes que nunca abandonará el carromato.

—En ese caso, puede enjaezar a las yeguas y volver hacia Theptis. Por lo menos tendrá una oportunidad de salir a la Pista del Ocaso de esa forma.

—Tampoco puede hacer eso —dijo Sombra.

—¿Por qué no?

—No puede conducir el carromato

—Ya no tiene a nadie que lo haga por él. Está cogido. Por una vez tendrá que tragarse su orgullo y...

—No he dicho que no quiera, sino que no puede. Es incapaz de hacerlo. No puede entrar en contacto mental con las yeguas. ¿Por qué crees que alquila siempre conductores? ¿Por qué insistió tanto en que condujeras tú durante la lluvia morada? Carece de fuerza mental. ¿Has visto alguna vez a un Lago Negro conduciendo yeguas?

Hoja la miró.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Desde el comienzo.

—¿Por eso dudaste en dejarlo en el portón? ¿Cuándo hablaste del compromiso que teníamos con él?

Ella asintió.

—Si los tres lo abandonábamos, lo condenábamos a muerte. No podrá escapar de los Hermanos del Árbol a menos que se obligue a sí mismo a dejar el carromato y no querrá hacerlo. Caerán sobre él y lo matarán, hoy mismo, mañana, de un momento a otro.

Hoja cerró los ojos, cabeceó.

—Me siento un tanto avergonzado. Ahora que sé que lo hemos dejado inerme. Podía habérnoslo dicho.

—Es demasiado orgulloso.

—Sí. Sí. Tampoco él dijo nada. Todos tenemos respon­sabilidades para con los demás, pero hay límites. Tú, yo y Taco no teníamos ninguna obligación de morir sólo porque Corona no quisiera deshacerse de su bonito ve­hículo. Aun así... aun así... —cerró las manos prieta­mente—. ¿Por qué decidiste dejarlo entonces?

—Por la misma razón que acabas de dar. No quería que Corona muriera, pero tampoco creía que le pertene­ciera mi vida. Además, tú dijiste que te ibas y lo demás no importaba.

—Pobre Corona, pobre e idiota.

—Y cuando mató a Taco... vida por vida, Hoja. Todas las deudas están saldadas. No me siento culpable.

—Yo tampoco.

—Creo que me está bajando la fiebre.

—Descansa unos minutos más.

Pasó una hora antes de que Hoja considerase que Sombra se encontraba con fuerzas para proseguir. La carretera ascendía a la sazón en cuesta constante, no muy empinada pero sí lo bastante para obligarles a un gasto continuo de energías, por lo que se desplazaban con mu­cha lentitud. Cuando lo tórrido del día empezó a men­guar, alcanzaron la cresta de la cuesta y se detuvieron otra vez para descansar en un punto desde el que podían ver la carretera que seguía trazando curvas a lo largo de un valle agradable y verde. A lo lejos se veía a los Bus­cadores de Nieve, detenidos también junto a la ribera de un torrente de tamaño regular.

—Humo —dijo Sombra—. ¿No hueles?

—Habrán encendido fuego, supongo.

—No lo creo. Además, no veo ninguno.

—Se tratará entonces de los Hermanos del Árbol.

—Tiene que ser un fuego muy grande.

—Es igual —dijo Hoja—. ¿Puedes continuar ya?

—Oigo un ruido...

De sus espaldas, en la ladera, surgió una voz que dijo:

—Y así termina como de costumbre, en locura y muer­te, y aquello en que Todo-es-Uno se llena de inmensidad.

Hoja se volvió y se puso en pie de un salto. Oyó ri­sas en la ladera y vio ciertos movimientos en los matorrales; al cabo de unos instantes pudo ver una silue­ta apenas definida y se dio cuenta de que se le acerca­ba un Invisible, el mismo, sin duda, que había viajado con ellos desde Theptis.

—¿Qué quieres? —exclamó Hoja.

—¿Querer? ¿Querer? Nada quiero. Pasaba por aquí, nada más. —El Invisible señaló por encima del hom­bro—. Podéis verlo todo desde la cima de este cerro. Vues­tro amigo el gigante ha peleado como un valiente, ha ma­tado a muchos, pero los dardos, los dardos... —El Invi­sible rió—. Está agonizando, pero así y todo no quiere que le quiten el carromato. Qué hombre tan tozudo. Qué loco. Bueno, feliz viaje.

—No te vayas todavía —exclamó Hoja.

Pero la silueta del Invisible desaparecía ya. Sólo quedó la risa y también ésta acabó por desaparecer. Hoja hizo preguntas al aire y, al no recibir respuesta, dio la vuelta y emprendió el ascenso del cerro, sujetándose a los ma­torrales más gruesos. Diez minutos más tarde se encon­traba en la cima y permaneció boqueando, aguzando la vista en dirección del profundo valle que acababan de dejar. ¡Desde el lugar en que se encontraba podía verlo todo con mucha claridad: el pueblo de los Hermanos del Árbol en medio del bosque, la carretera, las cabañas jun­to a ésta, la muralla, el claro más allá de la muralla. Y el vagón. El techo había desaparecido y las paredes esta­ban volcadas. Brillantes lenguas de fuego ascendían a lo alto y una negra y densa nube de humo teñía el aire. Ho­ja contempló la pira de Corona durante largo rato antes de regresar junto a Sombra.

Descendieron hacia el lugar en que los Buscadores de Nieve habían acampado. Rompiendo un largo silencio, dijo Sombra:

—Tuvo que haber un tiempo en que el mundo fuera diferente, cuando todas las personas fueran de la misma especie, y todos vivieran en paz. Una edad de oro, muy remota. ¿Por qué cambió todo, Hoja? ¿Cómo ocurrió to­do esto?

—Nada ha cambiado —dijo Hoja—, salvo el aspecto de nuestros cuerpos. Por dentro todo sigue igual. Nunca hubo edad de oro.

—Hubo un tiempo en que no había Dientes.

—Siempre hubo Dientes, se llamaran como se llama­ran. La paz verdadera nunca dura mucho tiempo. Siem­pre han existido el odio y la codicia.

—¿De veras crees eso?

—Por supuesto. Creo que la humanidad es la huma­nidad, que somos siempre iguales tengamos la forma que tengamos, y que los cambios que sobrevienen son una nadería; y que lo mejor que podemos hacer es buscar nuestro contento por nuestra cuenta siempre que poda­mos, sean como fueren los tiempos.

—Esta época es peor que las demás.

—Quizá.

—Son tiempos muy malos. Y se aproxima el fin de las cosas.

Hoja sonrió.

—Pues que venga el fin. Son los tiempos en que he­mos de vivir, sin preguntar por qué, sin desear otros más holgados. El dolor termina cuando comienza la condes­cendencia. Eso es lo que ahora nos ocurre. Aproveché­moslo al máximo. Éste es el camino en que andamos. Día a día vamos perdiendo aquello que nunca fue nues­tro, día a día nos acercamos a aquello en que Todo-es-Uno, y nada importa, Sombra, nada, salvo aprender a aceptar lo que ocurre. ¿No crees?

—Sí —dijo ella—. ¿A cuánto estamos del Río Medio?

—A unos cuantos días.

—¿Y cuánto hay desde allí hasta tus parientes del Mar Cerrado?

—No lo sé. No importa lo lejos que queda; ¿estás muy cansada?

—No tanto como tendría que sentirme.

—No queda mucho hasta el campamento de los Bus­cadores de Nieve. Dormiremos bien esta noche.

—Corona —dijo ella—. Taco.

—¿Qué ocurre con ellos?

—También ellos duermen.

—Donde Todo-es-Uno —dijo Hoja—. Más allá de las tribulaciones. Más allá de todo dolor.

—Y aquel hermoso vehículo destrozado.

—Si Corona hubiera cedido y lo hubiese entregado voluntariamente nada más saber que iba a morir... Pero entonces no habría sido Corona, ¿no te parece? Pobre Corona. Pobre y loco Corona. —Ante ellos hubo un lige­ro rumor—. Mira. Los Buscadores de Nieve nos han vis­to. Allí está Firmamento. Espada. —Hoja agitó la mano y los saludó. Firmamento saludó a su vez, y también Espada, y asimismo otros—. ¿Podemos acampar con voso­tros esta noche? —gritó Hoja. Firmamento dijo algo, pero el viento alejó las palabras. Lo que dijo empero había sonado de manera amable, pensó Hoja. De manera ama­ble—. Vamos —dijo Hoja, y él y Sombra bajaron por la pendiente.

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