Robert Silverberg - He aquí el camino

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Hoja nunca había visto antes a aquella especie.

—¿Los conoces? —preguntó a Taco.

—Buscadores de Nieve —dijo Taco— Estrechamente emparentados con los Formadores de Arena, según creo. Casta de tipo medio y se dice que son hostiles para con los extraños. Viven al sur de Theptis, en la zona mon­tañosa.

—Es extraño que no hayan estado a salvo allí —dijo Sombra.

Taco se encogió de hombros.

—Nadie está a salvo de los Dientes. Ni siquiera en las colinas más altas. Ni en las junglas más densas.

Los Buscadores de Nieve dejaron caer sus equipajes y miraron a su alrededor. Lo primero que los atrajo fue el carromato; parecían impresionados por su opulencia. Lo observaron maravillados, tocándolo como había he­cho la bruja y estudiándolo punto por punto. Cuando descubrieron las caras que los observaban desde el inte­rior, se hicieron señas entre sí, señalaron y se cuchichea­ron, pero no sonrieron ni saludaron. Al cabo de un rato siguieron hasta alcanzar la muralla, que observaron con la misma curiosidad infantil. Pareció que frustraba sus propósitos. La recorrieron de punta a punta, la empu­jaron con las manos, con los hombros, probaron a rom­per los maderos, tiraron de las burdas ligaduras de en­redadera. Por entonces habían llegado otros doce y tam­bién éstos se arracimaron en torno del vagón e hicieron lo que los primeros hasta detenerse ante la muralla. A medida que pasaban los minutos iban llegando más y más Buscadores de Nieve en grupos de tres o cuatro. Tres de ellos que se mantenían aparte daban la impre­sión de formar la jefatura de la tribu; se consultaron, asintieron y congregaron a los demás miembros de la tribu con gestos elocuentes.

—Salgamos y parlamentemos —dijo Corona. Se puso su mejor armadura y seleccionó sus armas de paseo más elegantes. Dio a Taco un delgado estilete. Sombra no re­cibió ninguna y Hoja prefirió armarse tan sólo del pres­tigio de un Pura Sangre. Su condición de miembro de una raza ancestral, consideró, le servía tan bien como una espada en casi todos los encuentros con extraños.

Los Buscadores de Nieve —unos cien a la sazón y otros tantos que iban acudiendo— parecieron manifestar cierta aprensión cuando Corona y sus compañeros salie­ron del carromato. El tamaño de Corona y su fanfarria de gladiador parecieron asustarles más de lo que habían asustado a los Hermanos del Árbol, y también la pre­sencia de Hoja les impresionó. Lentamente fueron con­formando un semicírculo en torno de sus tres jefes; per­manecían muy juntos y se murmuraban cosas con nerviosismo mientras sus manos quedaban cerca de las em­puñaduras de las espadas.

Corona avanzó hacia ellos.

—Cuidado —dijo Hoja en voz baja—. Están muy ner­viosos. No hagas que se precipiten.

Pero Corona con un despliegue de florituras diplomá­ticas poco frecuentes en él, tranquilizó enseguida a los Buscadores de Nieve con un cordial gesto de bienvenida —las manos apretadas contra los hombros, las palmas hacia fuera, los dedos bien abiertos— y unas cuantas pa­labras a modo de saludo. Intercambiaron presentaciones. El portavoz de la tribu, un hombre de rostro férreo con ojos indiferentes y pómulos endurecidos, resultó llamar­se Firmamento; los nombres de los otros capitanes eran Espada y Escudo. Firmamento hablaba con voz tranqui­la, uniforme. Parecía vacío de toda energía, como si hubiera penetrado en un reino de cansancio total, mucho más allá de la simple fatiga. Habían caminado durante tres días y tres noches casi sin parar, explicó Firmamen­to. La semana última, un nutrido grupo de Dientes ha­bía partido hacia el oeste por las tierras costeras que rodeaban Theptis y una de las bandas, unos cuantos cen­tenares de soldados, se había perdido dirigiéndose hacia el sur y penetrando en el país de las colinas. Como merodeadores, sin rumbo fijo, los Dientes cayeron sobre el retirado pueblo de los Buscadores de Nieve, originán­dose una terrible batalla en la que había perecido más de la mitad de la gente de Firmamento. Los supervivien­tes, que habían huido hasta el bosque, pusieron rumbo a la Pista de la Araña por caminos vecinales y, aturdi­dos por la conmoción y el dolor, se habían puesto en ca­mino igual que máquinas en dirección del Río Medio, esperando encontrar nuevas laderas en los territorios de población dispersa del lejano noroeste. Ya no podrían regresar a su antiguo hogar, afirmó Escudo, pues había sido profanado por las orgías de los Dientes.

—Pero, ¿qué ocurre con esta muralla? —preguntó Fir­mamento.

Corona se lo explicó, hablando a los Buscadores de Nieve de los Hermanos del Árbol y su profetisa y de la promesa que les había hecho respecto de la obligación que todos los refugiados tenían de entregar sus perte­nencias.

—Nos están esperando con los dardos dispuestos —di­jo Corona— Nosotros cuatro nada podíamos contra ellos. Pero ahora no se atreverán a enfrentarse a tanta gente. ¡Antes de que llegue la noche habremos destrozado la muralla!

—Se dice que los Hermanos del Árbol son enemigos muy feroces —observó Firmamento con calma.

—No son más que monos —dijo Corona—. Nada más desnudemos la espada se subirán corriendo a los árboles.

—Y nos rociarán con una lluvia de flechas envenena­das —murmuró Escudo—. Amigo, tenemos poco ánimo para afrontar más contiendas. Han muerto muchos de los nuestros durante esta última semana.

—¿Qué haréis entonces? —exclamó Corona—. ¿Entre­garles las espadas, las túnicas, los anillos de vuestras mu­jeres, las sandalias con que calzáis los pies?

Firmamento permaneció inmóvil, cerró los ojos y guar­dó silencio durante un buen rato. Al cabo, sin abrir los ojos, dijo con voz que surgía del centro de un hueco in­menso :

—Hablaremos con vosotros más tarde —y dio la vuel­ta—. Descansaremos ahora y esperaremos a que vengan los Hermanos del Árbol.

Los Buscadores de Nieve se retiraron, esparciéndose junto a la maleza debajo mismo de la muralla. Quedaron formando filas con los ojos fijos en tierra, aguardando. Corona gruñó, farfulló y sacudió la cabeza.

—Tienen pinta de guerreros —dijo volviéndose a Ho­ja—. Hay algo que señala a un guerrero y lo hace distin­to de los demás hombres; sé qué es ese algo y puedo de­cirte que los Buscadores de Nieve lo tienen. Tienen ente­reza; tienen poder; albergan en ellos el espíritu de la batalla. Y sin embargo, míralos. Acurrucados igual que gordos Dedos cuando tienen miedo.

—Han recibido golpes graves —dijo Hoja—. Han sido expulsados de su tierra. Saben lo que es mirar por en­cima del hombro y ver las hogueras en que se cuece la carne de la propia estirpe. Esto abate el ánimo belicoso de cualquiera Corona.

—No. Las pérdidas hacen que el fuego brille con mayor intensidad. Hace que hiervas de deseo de venganza.

—¿De veras? ¿Qué sabes tú de pérdidas? Jamás fuiste derrotado por ningún enemigo.

Corona lo miró fijamente.

—No me refiero a los duelos. ¿Crees que no me ha afectado la invasión de los Dientes? ¿Qué estoy hacien­do entonces en esta sucia carretera con todas mis pro­piedades metidas en un solo carromato? Pero no soy un muerto que anda como estos Buscadores de Nieve. No estoy huyendo. Voy a formar un ejército. Cuando lo ten­ga volveré al este y me vengaré. Mientras que éstos... que tienen miedo de los monos...

—Han caminado día y noche —dijo Sombra—. La llu­via morada tuvo que cogerles de lleno. Se han agotado mientras nosotros hemos marchado en tu vagón. Una vez hayan descansado, acaso...

—¡Tienen miedo a los monos!

Corona cabeceó con rabia. Se paseó arriba y abajo de­lante del carromato golpeándose los muslos con los pu­ños. Hoja temió que corriera hasta los Buscadores de Nieve y los forzara a aliarse con él. Comprendía el estado de ánimo de aquella gente: por muy agotados que estu­vieran, podían irritarse peligrosamente si Corona los tra­taba con excesiva dureza. Quizá después de algunas ho­ras, como Sombra había sugerido, se sintieran más dispuestos a ayudar a Corona a pasar por la muralla de los Hermanos del Árbol. Pero no todavía. No todavía.

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