Robert Silverberg - He aquí el camino

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—¿Estás bien? —preguntó ella.

—He soñado con los Dientes —dijo él. Sacudió la ca­beza para aclarársela—. ¿Me toca ya?

La mujer asintió.

—En la delantera. En la cabina del conductor.

—¿No ha ocurrido nada?

—Nada. —Pasó la punta de los dedos por la mandíbu­la del hombre con delicadeza. Sus ojos eran amables y brillantes y su sonrisa estaba llena de cariño—. Los Dien­tes están muy lejos.

—Quizá de nosotros, pero no de los demás.

—Vinieron por voluntad del Alma.

—Lo sé, lo sé.

¡Cuántas veces había tenido que aceptarlo! Así lo qui­so, y nos inclinamos ante ello. He aquí vuestro camino, y por él hemos de viajar sin la menor queja. Sin embar­go, sin embargo... se estremeció. El estado de ánimo pro­vocado por el sueño continuaba. Estaba totalmente deso­rientado. Dientes oníricos mordisqueaban su carne. Las cámaras internas de su espíritu retumbaban con los gri­tos de aquellos que yacían en las parrillas, con los ruidos de desgarraduras y violencias, los crujidos insoportables de las ciudades en llamas. En diez días medio mundo ha­bía sido borrado del mapa. Tanto dolor, tanta muerte, tanto cuanto había sido hermoso destruido por salvajes sin freno que no se detendrían hasta que colmaran la medida de su venganza; y sólo el Alma sabría cuándo ocurriría esto. La voluntad del Alma los envía sobre nosotros. De acuerdo. Aceptémoslo. No podía dar con su centro. Sombra lo sujetaba, rodeándole el cuerpo con sus brazos. Al cabo de unos instantes comenzó a sentirse me­nos apenado, pero aun así quedó todavía confuso, pre­sente sólo en parte, con cierta porción de su mente cla­vada quizá por escarpines en aquellos monstruosos cúmu­los de ceniza en que los Dientes habían convertido las bellas y fértiles provincias del este.

La muchacha le tranquilizó.

—Ve, anda —le susurró—. Se está bien allí. Podrás concentrarte en otra ocasión.

El hombre ocupó el puesto de Sombra en la cabina del conductor, pasando en silencio junto a Taco, que ha­bía relevado a Corona en la guardia del punto medio del carromato. Era más de medianoche. En los alrededores todo estaba en calma; la gran puerta de la muralla per­manecía cerrada y nadie había a la vista. A la luz de las estrellas vio Hoja a las yeguas de la noche pastando con­fiadas en el borde de la maleza. Magníficos caballos, casi humanos. Si han de asaltarme pesadillas, pensó, que sean de este tipo [1] El autor juega con las palabras de manera intraducible. Constantemente se ha referido a las «yeguas nocturnas» o «de la noche» con el término nightmares, «pesadillas» literalmente; el tér­mino está formado por night «noche» y mare «yegua». Etimoló­gicamente, sin embargo, parece que nightmare es conjunción de night y mará, «íncubo» en antiguo alto alemán. — (N. del T.) .

Sombra había estado en lo cierto. En la quietud cre­ció su calma y recuperó la medida de las cosas. Los la­mentos no restaurarían el oriente devastado, ni las ex­clamaciones de horror y consternación transformarían a los Dientes en píos agricultores. El Alma había decreta­do caos; sea pues. He aquí el camino en que hemos de mantenernos: ¿quién se atreverá a preguntar por qué? En otro tiempo el mundo fue un todo y a la sazón se encuentra descompuesto; y ello es así porque es como tiene que ser. Su tensión amainó. La angustia fue ale­jándose de su ánimo. Era Hoja otra vez.

Cercana ya la aurora, el mundo abandonó sus perfi­les provocados por la luz de las estrellas; una blanda nie­bla se posó sobre el carromato y llovió durante un rato; ligera, pura lluvia, audible nada más, en todo diferente de la viciada tormenta del día anterior. Bajo la extraña luz que precede al oro, el mundo parecía quedar cu­bierto por una colcha de tono perlado; entre la delicadeza de este tono se materializó una presencia. Hoja vio atravesar la puerta cerrada —atravesar la puerta— una silueta incorpórea y fantasmal. Pensó que podía tratar­se del Invisible que había estado acechando cerca del vagón desde que partieran de Theptis, pero no, se trata­ba de una mujer, vieja y débil, una mujer mínima, más pequeña incluso que Sombra, más delgada también. Hoja supo quién podía ser: la hembra de sangre mixta. La profetisa, la vidente, aquella que había movido a los Her­manos del Árbol a bloquear la autopista. Su piel poseía la textura cerúlea y los brotes pilosos de los Cristales Blancos; la forma de su cuerpo era esencialmente propia de un Hermano del Árbol, enjuta y de brazos largos; al parecer, de su ancestro Invisible había heredado la intangibilidad, aquella forma de existir que se encontra­ba en la frontera entre la alucinación y la realidad, en­tre la niebla y la carne. No eran corrientes los mestizos; Hoja había visto muy pocos y jamás había topado con ninguno que contuviera tantas razas distintas. Se decía que los mestizos poseían dones extraños. Aquella mujer los poseía sin duda. ¿Cómo si no había cruzado la mu­ralla? Ni siquiera los Invisibles podían traspasar la ma­dera sólida. Acaso lo que veía no era más que un sueño o quizá poseyera aquella mujer alguna manera de pro­yectar una imagen propia en la mente del hombre des­de cualquier punto del poblado de los Hermanos del Ár­bol. No lo entendía.

La observó largo rato. Parecía muy real. Se detuvo a unos veinte pasos de la proa del vehículo y observó el ho­rizonte con detenimiento y sus ojos acabaron por posar­se en la ventana de la cabina del piloto. Se había dado cuenta de que era observada y le estaba devolviendo la mirada, ojo contra ojo, observándole sin vacilación nin­guna. Se estuvieron contemplando de aquella manera du­rante algunos minutos. La expresión de la mujer era opa­ca y displicente, pero su rostro se iluminó de pronto y le sonrió con intensidad; una sonrisa que sabía,una sonri­sa tal que Hoja se sintió aterrorizado ante aquella vieja bruja y apartó su mirada avergonzado y vencido.

Cuando volvió a mirar, la bruja había desaparecido. Se pegó a la ventana con el cuello torcido y la descubrió a la altura del centro del carromato. Inspeccionaba su obra exterior, tocando y apreciando la carrocería. Luego se alejó hacia el lugar en que Taco, Sombra y el jefe ha­bían conferenciado y allí se sentó con las piernas cruza­das. Quedóse extraordinariamente inmóvil, como si se hubiera dormido o caído en trance. Justo cuando Hoja comenzaba a creer que no iba a moverse nunca más, la vieja sacó una pipa de hueso tallado de una faltriquera que llevaba a la cintura, la llenó con cierto polvillo gris-azulado y la encendió. Auscultó su rostro buscando hue­llas de revelación, pero nada en él las manifestaba; era más impasible e indescifrable que antes, si cabe. Cuando consumió la pipa, volvió a llenarla y fumó otra mien­tras Hoja seguía observándola con el rostro pegado de manera molesta contra la ventana, el cuerpo cada vez más entumecido. Despuntaban ya los primeros rayos del sol, de un rosado que enseguida se hizo de oro. A medi­da que la luz iluminaba a la bruja, ésta íbase haciendo cada vez menos opaca; estaba desvaneciéndose por mo­mentos y al poco dejó Hoja de ver nada que no fuera la pipa y el pañuelo de la mujer; luego, el espacio quedó vacío. Las largas sombras de las seis yeguas de la noche se proyectaban sobre la empalizada de madera. Hoja sa­cudió la cabeza. Me he dormido, pensó. Ya es de día y todo está bien. Fue a despertar a Corona.

Desayunaron algo ligero. Hoja y Sombra llevaron a los caballos a abrevar a un pequeño y claro torrente a unos cinco minutos de camino en la dirección de Theptis. Taco se introdujo en la espesura en busca de nueces y bayas y, una vez llenó dos recipientes, se echó a dormir en las pieles. Corona permaneció en la sección de los tro­feos y no dijo una palabra a ninguno. En las copas de los árboles de hojas rojizas de la ladera que había detrás de la muralla podían verse algunos Hermanos del Árbol ocupados en vigilar los movimientos del vagón. Nada ocu­rrió hasta media mañana. Entonces, con los cuatro via­jeros ya en el carromato, hizo acto de presencia una do­cena de desconocidos, vanguardia de la tribu de refugia­dos que las intuiciones de Corona habían predicho correctamente. Avanzaban lentamente por la pista, a pie, llenos de polvo y con aspecto cansado, moviéndose rítmi­camente bajo el peso de fardos en que portaban sus perte­nencias y víveres. Eran individuos musculosos, de cabe­za cuadrada, tan altos o más que Hoja, con aspecto de guerreros; llevaban cortas espadas al cinto y tanto hom­bres como mujeres lucían no pocas cicatrices. Su piel era de un gris salpicado de verde pálido y poseían más dedos en manos y pies que lo acostumbrado entre los humanos.

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