Robert Silverberg - Viajes

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Robert Silverberg

Viajes

Este sendero tiene corazón? Todos los sen­deros son iguales: no llevan a ninguna parte. Son senderos que atraviesan los matorrales, que entran en los matorrales. En mi propia vida, podría decir que he seguido senderos muy, muy largos, pero no estoy en ninguna parte... ¿Este sendero tiene corazón? Si lo tiene, el sendero es bueno; si no, es inútil. Ambos senderos llevan a ninguna parte, pero uno tiene corazón y el otro no. Uno sirve para hacer un viaje gozoso; mientras lo recorres, te con­fundirás con él. El otro hará que maldigas tu vida.

Las enseñanzas de Don Juan

I

El segundo lugar adonde se llega —el primero se había demostrado insatisfactorio, por una u otra razón— es una ciudad que casi podría ser San Francisco. Quizá lo es, asentada allí en la península, entre el océano y la bahía, edificios blancos trepando sobre colinas increí­blemente empinadas. En su espacio psíquico ocupa el lu­gar que San Francisco ha ocupado siempre, aunque en realidad todavía no sabe cómo se llama a sí misma esta ciudad. Quizá lo descubra dentro de poco.

Usted avanza. Lo primero que siente es la rareza de lo familiar y luego la total y desalmada familiaridad de lo raro. Los automóviles, por ejemplo, y hay muchos, son todos semiorugas: sedanes bajos, lustrosos, sexys, que tienen el llamativo diseño de Detroit, los cromados ha­bituales, la línea aerodinámica habitual, las ventanas ba­jas y brillantes, pero sólo dos ruedas, ambas delante, con un par de cadenas de transmisión que giran intermina­blemente detrás. ¿Será un buen diseño para la ciudad? ¿Quién sabe? Evidentemente, alguien lo cree aquí. Y des­pués, los periódicos: el formato es el mismo, columnas angostas, titulares llamativos y escandalosos, millas de tipografía negra sobre un papel ordinario blanco grisáceo, pero los nombres y los lugares han cambiado. Usted exa­mina la primera página de un diario en el escaparate de la máquina vendedora automática que hay en el bordillo. Gran foto del Secretario DeGrasse haciendo de anfitrión en una recepción en honor del embajador de Patagonia. Un relato de las masacres tribales en las mesetas de Dzungaria. Detalles de la epidemia de soledad que está devastando Persépolis. Cuando los semiorugas se atascan en las laderas de las colinas, cosa que sucede con frecuen­cia, los otros conductores hacen sonar campanadas ar­gentinas, expresando cortésmente su impaciencia. Hom­bres que tienen aspecto de navajos cantan lo que pare­cen sutras en las esquinas. Las luces de tránsito son azu­les y anaranjadas. Las ropas tienden hacia lo prosaico, grises y azul oscuro, pero el corte y la factura de las cha­quetas masculinas tienen un aspecto anguloso, formal, siglo XVIII, que raya en la pomposidad. Levanta usted una moneda brillante que está tirada en la calle; es vaga­mente metálica pero gomosa, como si pudiera compri­mirla entre sus dedos y sus gruesos cantos tienen una inscripción grabada: «A Dios debemos nuestras espadas». En la manzana contigua un edificio achaparrado de dos pisos está en llamas y unos agitados empleados interpretan una danza desesperada. El coche de los bomberos es de un verde brillante y su bomba parece un cañón diabólico, embellecido con majestuosas pestañas; despide una resplandeciente espuma amarilla que devora las llamas y, oxidándose, corre por la cuneta un hilo de fluido azul inerte. Aquí, todo el mundo usa gafas; todo el mundo. En un café con mesas en la acera, pálidas camareras sirven jarras de leche hirviente en las que los silenciosos e impasibles clientes ponen canela, mostaza y lo que parece ser tabasco. Ofrece usted su moneda y prueba una muestra, imitando lo que hacen, y todos se echan a reír. La chica que hay detrás de la barra empu­ja hacia usted un grueso montón de billetes, para darle la vuelta: República Federal Unida Colombiana reza ca­da billete. Válido para un intercambio. Firmas ilegibles. Retrato de un primitivo dirigente de la república, tan fa­moso que ningún rótulo lo identifica; lleva peluca, tiene ojos descoloridos y aire extático. Bebe usted su leche, so­plándola suavemente. Una ligera espuma comienza a for­marse en su superficie moteada. Unas sirenas empiezan a gemir. Alrededor de usted, los demás bebedores de le­che se agitan inquietos. Se acerca un desfile. Trompetas, tambores, cánticos lejanos. Mire. Cuatro muchachos des­nudos llevan una litera abierta y cubierta de brocado en la que se apoya un inmenso bloque de hielo, un gran cu­bo cubierto de escarcha, misterioso, impenetrable.

—¡Patagonia! —gritan tristemente los mirones. Es co­mo si les arrancaran la palabra—:¡Patagonia!

Luego, andando, solitario, avanza un obispo mitrado, todo él de verde, haciendo reverencias a la multitud, arro­jando vivaces bendiciones, como si fueran flores.

—¡Olvidad vuestros pecados! ¡Pagad vuestras deudas! ¡Todo vuelve a ser nuevo! ¡Todo es bueno!

Se estremece usted y estudia atentamente sus ojos cuando pasa a su lado, esperando que lo escoja para abrazarlo. Es terriblemente alto pero canoso y frágil, de algún modo, a pesar de su agilidad y energía. Le recuer­da a Norman, el hermano mayor de su mujer y usted se pregunta si le podrá dar noticias de Elizabeth, la Elizabeth de este sitio, pero usted no dice nada y él sigue de largo. Y entonces llega un tremendo cadalso de madera sobre ruedas, un verdadero monstruo destructor de hom­bres en cuya cima se yergue una estatua pulimentada, labrada en una resplandeciente piedra negra: una figu­ra humana masculina, gorda, con los brazos intrincadamente cruzados, rostro complaciente. La estatua emana una sensación de amplia calma sumeria. La cara es la del secretario DeGrasse.

—Morirá en la primera niebla —murmura un hombre a su izquierda.

Otro, volviéndose bruscamente, dice con fuerza

—No; se hará como corresponde. Durará hasta el tiempo de los accidentes, tal como se espera. Apuesto a que será así.

Instantáneamente están casi tocándose, mirándose fu­riosos y después apuestan... un ritual tenso y complica­do que incluye golpes en las palmas de las manos, inter­cambios de trozos de papel, escupitajos formales, exhor­taciones histéricas a los testigos. El clima emocional de aquí parece un poco excesivo. Decide usted marcharse. Cautelosamente se aleja del café, mirando en todas direcciones.

II

Antes de que empezara sus viajes se le dijo que era esencial definir el papel que pensaba desempeñar. ¿Iba a ser turista, o explorador, o un infiltrado? Ésas son las opciones que se plantean a cualquiera que llega a un sitio nuevo. Cada una presenta riesgos especiales.

Optar por ser un turista es elegir la senda más fácil y despreciable; en el fondo es también la más peligrosa, en cierto sentido. Hay que aceptar los epítetos que co­rresponden al papel: pensarán en usted como un turis­ta tonto, un turista ignorante, un turista vulgar, un sim­ple turista. ¿Quiere ser considerado simple? ¿Es capaz de aceptar eso? ¿Es ésa realmente la imagen que prefiere... desconcertado, perplejo, dejándose llevar de la nariz? Contratará excursiones, llevará guías y cámaras, irá a la catedral, al museo y al mercado y se quedará siempre fuera de las cosas, viendo mucho, no experimentando na­da. ¡Qué desperdicio! Se verá disminuido justamente por el viaje que creyó iba a ampliar su vida. El turismo lo vacía y lo reseca. Todos los lugares se convierten en uno solo: un hotel, un guía sonriente, atezado, de gafas ne­gras, un autocar, una plaza, una fuente, un mercado, un museo, una catedral. Usted se transforma en una cosa débil, marchita, hecha a base de folletos de viaje pega­dos entre sí; estaría desnudo si no fuera por las visas; la suma de las aventuras de su vida es una caja de monedas sobrantes de muchas tierras imposibles de distin­guir.

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