Robert Silverberg - Viajes

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Ser un explorador es hacer la elección del 1 macho. Usted entra contoneándose, decidido a conquistar, por­que ¿acaso cualquier descubrimiento no es una especie de conquista? Su posición existencial, como la de cual­quier turista, queda fuera del centro de las cosas, pero usted no siente vergüenza por eso y mientras los turistas son esencialmente pasivos el papel del explorador es activo: un explorador se propone controlar ese centro, tomar posesión, exprimirlo. En el papel del explorador, usted se cubre conscientemente con las galas del poder: seguridad en sí mismo, cuenta en el banco bien nutrida, variedad de tarjetas de crédito. Usted capitalizará el atrac­tivo de ser un forastero. Su curiosidad es invencible; ha­ce preguntas desvergonzadas acerca de los temas más íntimos, sin abandonar el contacto visual ni por un ins­tante. Usted abre puertas cerradas con llave y dirige lu­ces brillantes hacia cuartos llenos de cortinas. Usted es Magallanes, es Malinowski, es el capitán Cook. Usted ga­nará mucho pero —¡ah, éste es el precio!— siempre será temido y odiado, nunca se le permitirá llegar al auténti­co centro. Y la superficialidad no es el peor peligro. Re­cuerde que Magallanes y el capitán Cook dejaron sus hue­sos en playas tropicales. A veces los nativos se impacien­tan con los exploradores.

Pero... ¿el infiltrado? Es, al mismo tiempo, el papel más difícil y el más provechoso. ¿Será el suyo? Considé­relo. Tendrá que acertar con él cuando llegue a su des­tino, aprender las reglas instantáneamente, encontrar el camino como si fuera un veterano, descubrir la ubica­ción de tiendas y carreteras y hoteles, adivinar la unidad monetaria, las reglas de conducta social... y todos esos conocimientos deberán ser dominados subrepticiamente, sólo por medio de la observación, mientras se mueve en silencio, disfrazado, sin pedir ayuda jamás. Debe trans­formarse en parte del mundo en el que ha ingresado y la manera de hacerlo es que todos supongan que usted ya es parte de él, que siempre ha formado parte de él. Ate­rrice donde aterrice tendrá que reconocer que la vida ha seguido su camino durante millones de años; la vida si­gue, regularmente, con o sin usted. Usted es el intruso y si no quiere sentir su intrusismo será mejor que aprenda deprisa cómo encajar allí. Por supuesto que no es fácil. El infiltrado no tiene el privilegio de comprar estabilidad haciéndose el tonto. No podrá decir «¿Cuánto cuesta el billete del tranvía?» No podrá decir «Soy forastero y ten­go esta clase de dinero, dólares, peniques, níqueles, rea­les; ¿son de curso legal aquí?» No se atreverá a identifi­carse como forastero en ninguna circunstancia. Si no co­noce los modismos o le falta el acento, puedes decirles que se crió fuera de la ciudad, pero eso es lo máximo que puede revelar. La verdad es su eterno secreto, aun cuando tenga problemas, especialmente si tiene problemas. Cuan­do esté acorralado no tendrá tiempo de decir: «Mire, yo no he nacido en este universo, ¿sabe? Llegué zumbando desde otro lugar, de modo que perdóneme, excúseme, com­padézcame». No, no, no; no puede hacer eso. No le cree­rán y, aunque lo hagan, será peor para usted cuando lo sepan. Si quiere infiltrarse, Cameron, tiene que fingir hasta el fin. Sonrisa confiada; mirada dura y firme. Y tiene que infiltrarse. Lo sabe, ¿verdad? En realidad, no puede elegir.

La infiltración también tiene sus peligros. La parte dura llega cuando lo descubren, y siempre será descu­bierto. Entonces reaccionarán rencorosamente ante su en­gaño; golpearán con furia ciega. Si tiene suerte, se habrá marchado antes de que descubran su grasiento secretito. Antes de que encuentren el libro de frases desechado en el cuarto de la pensión, antes de que tropiecen con las páginas arrancadas de su diario íntimo. Le descubrirán. Siempre lo hacen. Pero en ese momento usted ya estará en otro sitio, o así lo espera, fuera del alcance de su ira y su pena, fuera de su alcance, fuera de su alcance.

III

Suponga que le enseño, como documento A, la forma en que Cameron reacciona ante una situación extraordi­naria. Usted puede comprobar su propia resistencia, tratando de imaginarse en su situación. En la mente de Cameron hubo una sensación muy parecida a la de la extinción del cosmos: el ruido de un trueno, oscuridad, un vacío, oscuridad total. Todo seguido por la vuelta de la luz, fluyendo hacia dentro sobre él, como la marea alta en las costas celestiales, una corriente de luminosidad moviéndose con inexorable certeza. Está de pie, atontado, en la parte alta de la ladera de una colina desnuda, a la cálida luz de un sol temprano. La casa... madera de se­coya, ventana panorámica, esculturas de madera de deri­va, cuadros, discos, libros, nevera, garrafas de vino tin­to, alfombras, tejas, plantas de aguacate en tiestos de madera, cobertizo para el coche, calzada... todo desapa­reció. Las casas contiguas desaparecieron. La calle sinuo­sa desapareció. El bosque de eucaliptos que tendría que estar detrás de él, subiendo hasta la cima de la colina, desapareció. Abajo no hay Oakland, no hay Berkeley; sólo unas toscas chozas de colonos, esparcidas desordenada­mente a lo largo de senderos sin pavimentar que bajan hacia la bahía de puro color azul. Atravesando el agua no está el puente; en la costa lejana no está San Francisco. El Golden Gate no cubre la brecha entre la ciudad y el promontorio de Marín. Cameron está atónito, no porque no esperara algo así, sino porque la transformación es tan completa, tan absoluta. Si ya no quiere a su mundo, había dicho el anciano, bien puede largarse, ¿no? Largarse, de­jarlo. ¿Acaso no puede? Claro que puede. Así que Came­ron se ha largado. Ahora está totalmente en otro lugar. Esté donde esté ahora, no está en casa. Las extensas ciu­dades y villas de la zona de la bahía no están aquí, nun­ca estuvieron. Adiós San Leandro, San Mateo, El Cerrito, Walnut Creek. Ve un paisaje de suaves colinas desiertas, praderas onduladas, la hierba seca y marrón del verano; la marca de la mano del hombre sólo se ve ocasional­mente. Comienza a adaptarse. Después de todo, esto debe ser lo que quiso, y aunque se siente conmovido por el choque de la transición se está recuperando rápidamente; se está adaptando; ya siente que podría ser de este lugar. Explorará este mundo nada familiar y si descubre que es bueno, encontrará un hueco donde instalarse. El aire es dulce. No hay nubes en el cielo. ¿Habrá ido, realmen­te, a un lugar nuevo o sigue en el antiguo y es todo lo demás lo que se ha ido? Es fácil. Él se ha ido. Todo lo de­más se ha ido. El cosmos ha entrado en una fase de tran­sición. Ya nada es estable. De ahora en adelante, la exis­tencia de Cameron es un asunto condicional, sujeto a rá­pidas alteraciones. ¿Qué había dicho el anciano? Vaya donde quiera. Defina su mundo como le gustaría que fuera y vaya allí; si descubre que no le gusta esto o no ne­cesita lo otro, vaya a otra parte. Este universo no es más que viajes. ¿Qué otra cosa hay? No hay más que viajes. Sólo viajes. De modo que aquí está, amigo. ¡Nuevos marcos! ¡Nuevas pautas! ¡ Nuevo!

IV

Hay un ruido a su izquierda, el crujido de la hierba seca pisada y Cameron se vuelve, mirando directamente hacia el sol naciente y ve un hombre a caballo que se acer­ca a él. Es alto, delgado, más o menos de la estatura y la talla de Cameron, parece, pero quizá sea un poquitín más ancho de hombros. Sus cabellos, como los de Cameron, son rubios, pero mucho más largos; caen lacios sobre sus hombros y le llegan hasta el pecho. Tiene una barba es­pesa y rizada, sin recortar pero pulcra. Lleva un som­brero de ala ancha, pantalones de piel y una chaqueta de cuero tostado. A causa del sol, al principio Cameron no distingue bien sus rasgos, pero después de un mo­mento sus ojos se adaptan y ve que la cara del otro es muy parecida a la suya, labios delgados, nariz fuerte y afilada, barbilla partida, fríos ojos azules debajo de unas gruesas cejas. Claro. Tu cara es mi cara. Tú y yo, yo y tú, atraídos por el mismo sitio, en el mismo momento, atravesando muchos mundos. Cameron no había esperado esto, pero ahora que había sucedido, parecía ser inevi­table.

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