Robert Silverberg - Viajes

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Después del segundo vaso de vino, ella dice:

—Bueno. ¿Dónde me ha conocido y qué quiere de mí?

Brevemente, él cierra los ojos. ¿Qué puede decirle? ¿Cómo explicarle? No ha ensayado ninguna táctica. Ya ha conseguido alarmarla con una sola mirada impruden­te; ¿qué efecto puede provocar una confesión de apa­rente locura? Pero nunca ha usado tácticas con Elizabeth, nunca ha recurrido a tácticas, más que a la táctica de la total franqueza. Y ésta es Elizabeth. Lentamente, dice:

—En otra existencia, tú y yo estamos casados, Elizabeth. Vivimos en las colinas de Oakland y somos muy fe­lices juntos.

—¿Otra existencia?

—En un mundo separado de éste, un mundo donde la historia tomó otro rumbo hace una generación, donde el Eje perdió la guerra, Donde John Kennedy era presi­dente en 1963 y fue asesinado, donde tú y yo nos conoci­mos en un lago de la Sierra y nos enamoramos. Hay una cantidad infinita de mundos, Elizabeth, uno al lado del otro, mundos donde todas las posibles variaciones de to­dos los hechos posibles tienen lugar. Mundos en los que tú y yo nos hemos casado y somos felices, en los que tú y yo nos hemos casado y divorciado, en los que tú y yo no existimos, en los que tú existes y yo no, en los que nos encontramos y nos odiamos, en los que... ¿entiendes, Elizabeth?, hay mundos para todo y yo he estado via­jando de un mundo a otro. He visto un desierto donde tendría que estar San Francisco y he encontrado jine­tes mongoles en las colinas de East Bay, y he visto toda esta zona devastada por una guerra atómica, y... ¿todo esto te parece disparatado, Elizabeth?

—Un poco—Sonríe. La antigua Elizabeth, impertur­bable, juiciosa, interpretando una de sus especialidades, la aceptación condicional de lo increíble, para no arruinar una conversación divertida —Continúa. Has estado sal­tando de mundo en mundo. No te preguntaré cómo. ¿De que huyes?

—No lo veo de ese modo. Corro hacía algo.

—¿Hacia qué?

—Una infinita cantidad de mundos. Una inacabable variedad de experiencias posibles.

—Eso es difícil de tragar. ¿No te basta con explorar un mundo?

—Evidentemente no.

—Tenías todo el infinito —dice ella—. Pero elegiste venir a mí. Presumiblemente soy el único punto familiar en este mundo en que todo te resulta extraño. ¿Por qué viniste aquí? ¿Qué sentido tiene tu vagabundeo si bus­cas lo familiar? Si lo único que querías era encontrar a tu Elizabeth, ¿por qué la dejaste? ¿Eres tan feliz con ella como dices?

—Puedo ser feliz con ella y desearla de otras ma­neras.

—Parece que algo te ha impulsado.

—No —dice él—. No más que a Fausto. Creo que la búsqueda puede ser una forma de vida. No la búsqueda de algo, la simple búsqueda. Y es imposible detenerse. De­tenerse es morir, Elizabeth. Mira a Fausto, siguiendo siempre adelante, llegando hasta la misma Helena de Troya, experimentando todo cuanto el mundo puede ofre­cer y buscando siempre más. Cuando Fausto finalmente grita, Es esto, esto es lo que buscaba, aquí es donde quiero quedarme, Mefistófeles gana su apuesta.

—Pero ése fue para Fausto el momento de suprema felicidad.

—Es verdad. Pero cuando la alcanza, entrega su alma al diablo, ¿recuerdas?

—De modo que sigues y sigues, un mundo tras otro, buscando quién sabe qué, sólo buscando, incapaz de de­tenerte. Y sin embargo dices que nada te impulsa.

Él menea la cabeza.

—Las máquinas son impulsadas. Los animales son im­pulsados. Yo soy un ser humano autónomo, que actúa se­gún su libre albedrío. No hago este viaje porque tenga que hacerlo sino porque quiero hacerlo.

—O porque piensas que tienes que hacerlo.

—Estoy movido por mis sentimientos, no por cálculos y prejuicios intelectuales.

—Eso suena muy bien —le dice ella. Él se siente herido por sus palabras y desvía la mirada hacia su vaso vacío. Ella indica que debe servirse más vino—. Lo sien­to —dice, suavizando un poco su tono. Él dice:

—De todos modos, estaba en la biblioteca y había un listín y te encontré. Aquí vivías, en mi mundo, antes de que nos casáramos.

Vacila.

—¿Te importa que te pregunte...?

—¿Qué?

—¿No estás casada?

—No. Vivo sola. Y me gusta.

—Siempre fuiste muy independiente.

—Hablas como si me conocieras muy bien.

—He estado casado contigo durante siete años.

—No. No conmigo. Nunca conmigo. No me conoces.

Él asiente.

—Tienes razón. En realidad no te conozco, Elizabeth, por más que piense que sí. Pero quiero conocerte. Me siento atraído por ti con tanta fuerza como por la otra Elizabeth, aquel día en la montaña. El mejor momento es siempre al comienzo, cuando dos desconocidos se acer­can, cuando salta la chispa y se acorta el abismo... —Tiernamente dice—: ¿Puedo pasar la noche aquí?

—No.

De algún modo, la negativa no es una sorpresa. Él dice:

—Una vez, tu respuesta fue distinta cuando te lo pedí.

—A mí no. A otra persona.

—Disculpa. Para mí es difícil manteneros separadas en mi mente, Elizabeth. Pero, por favor, no me rechaces. He venido desde tan lejos para estar contigo...

—Viniste sin que te invitara. Además, me sentiría tan rara contigo... sabiendo que estarías pensando en ella, comparándome con ella, midiendo nuestras diferencias, nuestras similaridades...

—¿Qué te hace pensar que haría eso?

—Lo harías.

—Creo que ésa no es una razón suficiente para echar­me.

—Te daré otra —dice ella. Sus ojos brillan con picar­día—. No me gustan los enredos con hombres casados.

Ahora se está burlando de él. Y él dice, riendo, con­fiando en que va a ceder:

—¡Ésa es la excusa más rebuscada que he oído en mi vida, Elizabeth!

—¿Tú crees? Siento un gran parentesco con ella. Cuen­ta con toda mi simpatía. ¿Por qué iba a ayudarte a en­gañarla?

—¿Engañarla? ¡Qué palabra tan anticuada! ¿Crees que le importaría? Nunca supuso que me mantendría casto en este viaje. Se sentirá halagada, encantada de saber que vine a buscarte aquí. Y querrá saber todo lo que hu­bo entre nosotros. ¿Cómo podría sentirse herida al saber que estuve contigo, cuando tú y ella sois...?

—Sin embargo, me gustaría que te marcharas. Por fa­vor.

—No me has dado una razón convincente.

—No tengo por qué hacerlo.

—Te amo. Quiero pasar la noche contigo.

—Amas a alguien que se me parece —replica ella—. Te lo he repetido. Y, en todo caso, yo no te amo. No me pareces atractivo.

—Oh. A ella sí, pero a ti... no. Ya veo. ¿Cómo me en­cuentras? ¿Feo? ¿Abrumador? ¿Repelente?

—Te encuentro inquietante —dice ella—. Me das un poco de miedo. Eres demasiado intenso, demasiado con­trolado, peligroso quizá. No eres mi tipo. Y probable­mente, yo no soy el tuyo. Recuerda que yo no soy la Eli­zabeth que conociste en el lago de la montaña. Quizá se­ría más feliz si lo fuera, pero no lo soy. Ojalá nunca hu­bieras venido aquí. Y ahora, por favor, vete. Por favor.

XI

Adelante. Este sitio es todo torres resplandecientes y puentes aéreos, la fantasía resplandeciente de una ciu­dad. Allá arriba flotan burbujas de cristal, silenciosos ve­hículos aéreos para pasajeros que contienen dos o tres cada uno, repantigados en posturas elegantemente rela­jadas. Chicas y chicos bronceados yacen desnudos jun­to a altísimas fuentes que escupen espuma turquesa y escarlata. Orquídeas gigantes de tropical voluptuosidad estallan en los muros de hoteles colosales. Pajarillos me­cánicos giran y se precipitan por el aire suave, como ba­las doradas, emitiendo dulces sonidos agudos. De la par­te superior de los edificios más altos llega una música más oscura, unas notas por debajo de los cien ciclos que oscilan alrededor de un persistente redoble central. Éste es un mundo que lleva dos siglos de ventaja al suyo, por lo menos. Nunca podría infiltrarse aquí. Ni siquiera po­dría ser un turista. El único papel que puede desempeñar es el del salvaje que viene de visita, Jemmy Button en­tre los londinenses, y ¿cuál fue, después de todo, el des­tino de Jemmy Button? No muy bueno. ¡Patagonia! ¡Patagonia! Esto fillete no fale aquí, siñor. Rayos de colo­res danzan en el cielo, rojos, verdes, azules, estallando, inundando la ciudad con imágenes trascendentales. Cameron sonríe. No se dejará abrumar, aunque este mun­do es más confuso que el de los coches semioruga. Garbosamente, se planta en el centro de un pequeño parque, entre dos sendas de tránsito abundante y silencioso. Es un jardín formal y exuberante, con helechos agresivos de color naranja y cilindros de cactos sinuosos y llenos de espinas. Las parejas pasan junto a él, cogidas del brazo, ofreciéndose mutuamente tragos de frascos verdes y bri­llantes, cubiertos de escarcha; parecen tubos de jade pulimentado. Delicadamente, balancean uvas azules ante los labios del otro, sonríen, arquean sus cuellos, y cogen el cebo saltando ansiosamente; luego ríen, se besan, se de­jan caer en la hierba espesa y húmeda que tiembla y on­dula y emite suaves melodías rítmicas. Este lugar le gus­ta. Vagabundea por los jardines pensando en Elizabeth, pensando en la primavera y llega, finalmente, a un arro­yo sinuoso en el que se reflejan las altas torres de la ciu­dad como agujas invertidas; se arrodilla para beber. El agua es fresca, dulce, áspera, muy parecida al vino fres­co. Un instante después de que toque sus labios, surge un mecanismo de la tierra esponjosa, cinco esbeltas co­lumnas de bronce, tres con sensores visuales que brotan por todos sus costados, una marcada con un dibujo de rayas oscuras, otra que exhibe un conjunto de luces de color que guiñan. Del dibujo surgen palabras ominosas en un incomprensible lenguaje. Se trata de alguna máquina policíaca que le pide sus documentos; eso es evi­dente.

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