Robert Silverberg - Viajes

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Se miran. Ninguno habla. Durante ese momento silen­cioso Cameron inventa una escena para ambos. Imagina al otro desmontando, examinándole maravillado, andando a su alrededor, estudiando su cara, frunciendo el ceño, meneando la cabeza, finalmente sonriendo y diciendo:

—Caray. No sabía que tenía un hermano gemelo. Pe­ro aquí está usted. Es como mirarme en el espejo.

—No somos gemelos.

—Tenemos la misma cara. Todo igual. Recorte un poco de cabello y nadie podría distinguirme de usted, ni a us­ted de mí. Si no somos gemelos, ¿qué somos?

—Somos más que hermanos.

—No le entiendo, amigo.

—La cosa es así: yo soy usted; usted es yo. Un alma, una identidad. ¿Cómo se llama?

—Cameron.

—Claro. ¿Nombre de pila?

—Kit.

—Una abreviatura de Christopher, ¿no? Yo también me llamo Cameron. Abreviatura de Christopher. Le digo que somos una única y misma persona, salida de dos mundos diferentes. Somos más que hermanos. Más que cualquier cosa.

No se dice nada de esto, sin embargo. En cambio, el hombre de las ropas de cuero pasa lentamente cerca de Cameron se detiene, le lanza una mirada larga y despro­vista de curiosidad y dice simplemente:

—Buenos días. Bonito tiempo. — Y sigue adelante.

—Aguarde —dice Cameron.

El hombre se detiene. Mira hacia atrás.

—¿Qué?

Jamás pida ayuda. Finja siempre. Sonrisa confiada. Mirada dura y firme.

Sí. Cameron recuerda todo eso. Pero, con todo, la in­filtración parece más fácil de lograr en una ciudad. Allí uno puede integrarse. Aquí es más difícil, expuesto como está en el severo paisaje despoblado.

Cameron dice, con el tono más casual posible, usan­do lo que espera sea un acento neutro y sin relieve:

—Vengo de tierra adentro. De muy lejos.

—Hum. No me pareció que fuera de esta comarca. Su ropa.

—Ropa de tierra adentro.

—Su forma de hablar. Es diferente. ¿Y?

—Soy nuevo aquí. Pensé que quizá pudiera indicar­me un lugar donde alquilar un cuarto, hasta que pueda instalarme.

—¿Y llegó hasta aquí a pie?

—Tenía una mula. La perdí en el valle. Perdí todo lo que tenía.

—Hum. Los indios metiéndose de nuevo. Les das un poco de ginebra y se vuelven locos.

El otro sonríe apenas; luego la sonrisa se desvanece y se retira en su impasibilidad, sentado inmóvil con las manos en las caderas, su cara una máscara de paciencia que sólo parece ser una delgada cobertura para la im­paciencia, o algo peor.

¿Indios?

Me hicieron pasar un mal momento —dice Cameron, entrando en la fantasía.

—Hum.

—Me limpiaron y me soltaron.

—Hum.

Cameron advierte que su sensación de compartir una identidad con este hombre disminuye. No hay manera de comprometerlo. Yo soy usted, usted es yo y sin embargo usted no se fija en el extraño hecho de que yo llevo su cara y su cuerpo, aparentemente no le intereso en absoluto. O, si no, usted oculta maravillosamente bien su interés.

Cameron dice:

—¿Sabe dónde podría conseguir alojamiento?

—No hay mucho por aquí. Hay pocos colonos de este lado de la bahía.

—Soy fuerte. Puedo hacer cualquier trabajo. Quizás usted podría...

—Hum. No.

Una fría despedida reluce en los ojos helados. Came­ron se pregunta con qué frecuencia la gente del mundo de su vida anterior vio esa mirada en los suyos. Tira de las riendas. Se ha acabado su tiempo, forastero. El caba­llo gira y sigue ágilmente su camino por el sendero.

Desesperado, Cameron grita:

—¡ Otra cosa!

—¿Hum?

—¿Usted se llama Cameron? — Una chispa de interés.

—Podría ser.

—Christopher Cameron. Kit. Chris. ¿Se llama así?

—Kit. —Los ojos del otro penetran los suyos. La boca se aprieta hasta que los labios se vuelven invisibles; no frunce el ceño, hace un movimiento pensativo, especula. Hay tensión en su forma de sujetar las riendas. Por pri­mera vez, Cameron siente que ha establecido contacto.

—Sí. Kit Cameron. ¿Por qué?

—Su mujer —dice Cameron—. ¿Se llama Elizabeth?

La tensión aumenta. El otro Cameron se envuelve en un silencio explosivo. Algo terrible está creciendo en su interior. Luego, inesperadamente, la tensión se corta. El otro hombre escupe, gruñe, se derrumba en su silla de montar.

—Mi mujer murió —murmura—. Dígame, ¿quién dia­blos es usted? ¿Qué quiere de mí?

—Soy... soy... —Cameron vacila. El miedo y la piedad lo abruman. Un mal comienzo, un lamentable comienzo. Tiembla. No había pensado que podía ser así. Haciendo un esfuerzo se controla y. dice, fieramente—: Tengo que saberlo. ¿Se llamaba Elizabeth?

Como respuesta, el jinete golpea salvajemente los ta­lones contra las costillas de su caballo y se aleja al ga­lope, huyendo como si hubiese tenido un encuentro con Satanás.

V

Vaya, había dicho el anciano. Usted conoce los riesgos. La cosa es así: todo es fortuito, nada está fijado a menos que lo queramos así, y aun en ese caso, el sistema no es tan estable como pensamos. De modo que vaya. Va­ya. Vaya, había dicho y, por supuesto, al oír una cosa así, Cameron fue. ¿Qué otra cosa podía hacer, ahora que poseía su libertad, más que abandonar su universo natal y probar uno diferente? O dos, tres, cinco universos di­ferentes. Era un riesgo, ciertamente. Podía perder todo lo que le importaba y no ganar nada que valiera la pena. ¿Y qué? Cada día está lleno de riesgos así; te juegas la vida cada vez que abres una puerta. Nunca sabes qué puede estar aguardándote, nunca, y sin embargo, eliges seguir jugando. ¿Cómo se puede esperar que un hombre llegue a ser todo lo que puede llegar a ser si se pasa toda la vida recorriendo el mismo patio? Vaya. Haga sus via­jes. El tiempo se bifurca, una y otra y otra vez. Nuevos universos se separan instantáneamente ante cada deci­sión. Tire a la izquierda, a la derecha, haga sonar la bo­cina, cruce con la luz roja, apriete el acelerador, apriete el freno: toda acción hace brotar galaxias completas de posibilidades. Nos movemos a través de una sopa de in­finitos. Si contener un estornudo genera un continuo al­ternativo, ¿cuáles serán entonces las consecuencias de los actos verdaderamente importantes, los asesinatos e inseminaciones, las conversiones, las renuncias? Vaya. Y mientras viaja, medite constantemente sobre estas ideas. Parte del juego es discernir los factores que con­formaron los mundos que visita. ¿Cuál es la historia, aquí? Caminos de tierra, carros de caballos, ropa cosida a mano. No hubo Revolución Industrial, ¿verdad? El hombre de la máquina de vapor —¿cómo se llamaba, Savery, Newcomen, Watt?— ¿ahogado en la cuna? Ni minas, ni fábricas, ni ca­denas de montaje, ni satánicos talleres. Eso debe ser. El aire es tan puro aquí; sólo por eso se sabe que es una era simple. Muy bien, Cameron. Ves rápidamente las pautas. Pero ahora, prueba en otro sitio. Tu propio ser te ha re­chazado aquí y, además, en este lugar no hay Elizabeth. Cie­rra los ojos. Conjura el rayo.

VI

El desfile ha alcanzado un inquietante nivel de fre­nesí. Manifestantes y carrozas llenan ahora las calles la­terales además de la gran avenida y no hay manera de huir de su demoníaco entusiasmo. Llueven gallardetes desde las ventanas de los edificios de oficinas y unas gi­gantescas fotografías del secretario DeGrasse han bro­tado en todas las paredes como oscuras infestaciones de líquenes. Un chico se acerca mucho a Cameron, extiende el puño cerrado, abre los dedos: en la palma de su mano descansa un estuche brillante adornado con gemas, en forma de huevo, del tamaño de un pulgar.

—Esporas de la Patagonia —dice—. Deme diez cambios y serán suyas.

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