Robert Silverberg - Viajes

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Cortésmente, Cameron declina la oferta. Una mujer que lleva un vestido azul y naranja lo coge del brazo y dice en tono urgente:

—Todos los rumores son ciertos, ¿sabe? Han sido con­firmados. ¿Qué va a hacer respecto a eso? ¿Qué va a hacer?

Cameron se encoge de hombros, sonríe y se suelta. Un hombre que lleva botones brillantes pregunta:

—¿Le gusta el festival? Lo he vendido todo y el pró­ximo Diadedios me mudo a la autopista.

Cameron asiente y murmura enhorabuenas, esperando que sean lo que corresponde. En una esquina se enfren­ta, una vez más, con el obispo que se parece al herma­no de Elizabeth, que es, concluye, el hermano de Elizabeth. «Olvidad vuestros pecados», sigue gritando. «¡Pagad vuestras deudas!» Cameron mete la cabeza entre dos chi­cas regordetas que están en el bordillo e intenta llamar­lo, pero su voz falla, emite sólo un ruido ronco e incom­prensible y el obispo sigue de largo. Será mejor marchar­se, se dice Cameron. Este lugar le agota. Ha llegado a él demasiado pronto y su carácter maniático es más de lo que quiere enfrentar. Encuentra un callejón silencioso y se queda allí, respirando hondo hasta que está suficien­temente en calma para partir. Muy bien. Adelante.

VII

Las praderas vacías se extienden hasta el horizonte. Esto podría ser el desierto de Gobi. Cameron no ve ciu­dades, ni pueblos, ni aldeas; sólo seis o siete tiendas ne­gras y bajas, armadas formando un círculo en el claro entre dos montecillos gris verdoso, a pocos cientos de yardas del lugar donde se encuentra. Mira más allá, al otro lado de las tierras suavemente onduladas, y espía oscuras figuras animales en el límite de su visión: unos doce caballos, muy juntos, hocico con hocico, flanco con flanco, caballos con jinetes. O quizá sean una congrega­ción de centauros. Todo es posible. Sin embargo, decide que serán indios, quizás una patrulla guerrera de jóvenes bravos, que acampan en estas llanuras desoladas. Le ven.

Muy posiblemente lo vieron un poco antes de que él los viera. Sin prisa, el grupo se deshace, gira, se pone en marcha hacia él.

Él aguarda. ¿Por qué iba a huir? ¿Dónde podría ocultarse? Su paso se acelera, del paso al trote, del trote al galope; ahora se zambullen hacia él con fluida feroci­dad y una terrible impaciencia. Usan chaquetas abiertas de piel y toscas polainas de cuero; llevan lanzas, arcos, hachas de guerra y sables curvos; montan caballos pe­queños y ágiles, poco más que poneys, incansables pa­quetes de energía. Lo rodean, tirando de las riendas; los pequeños y fieros corceles se encabritan y relinchan. Lo miran atentamente, señalan, ríen, intercambian comen­tarios duros y despreciativos en un lenguaje misterioso. Luego, solemnemente, los caballos echan a andar con lentitud, formando un círculo a su alrededor. Tienen ca­ras planas, narices pequeñas, barbas, pómulos anchos y prominentes; la coronilla de sus cabezas está afeitada, pero largos cabellos negros cubren sus orejas y sus nu­cas. Los pesados pliegues de sus párpados superiores dan a sus ojos un aspecto oblicuo. Sus pieles son cobrizas pero con un tinte amarillento, como si no fueran indios, sino... ¿qué? ¿Japoneses? ¿Un grupo de samurais? No, probablemente no son japoneses. Pero tampoco son in­dios.

Continúan rodeándolo, moviéndose cada vez más deprisa. Charlan entre sí y ocasionalmente gritan lo que pa­recen ser preguntas. Parecen fascinados por él, pero al mismo tiempo despreciativos. En una súbita demostración de manejo del caballo, uno de ellos rompe la formación circular y, obligando a su pony a galopar instantáneamen­te, pasa velozmente junto a Cameron, inclinándose para golpearle el brazo con el dedo. Luego lo hace otro, y otro, pasando como rayos a través del círculo, empujándole, tirándole del pelo, atropellándole casi. Sacan sus espadas y las agitan en el aire, justo por encima de su cabeza. Lo amenazan, o fingen hacerlo, con sus lanzas. Mientras ha­cen todo eso, ríen. Él se queda inmóvil. Esta ordalía, sospecha, es para poner a prueba su valor. Y es aprobado. El lunático galope se detiene; tiran de las riendas y va­rios de ellos desmontan.

Son hombres pequeños, que le llegan a la altura de los hombros, pero más fuertes de pecho y hombros que él. Uno saca una bota de cuero y se la ofrece con gesto ine­quívoco: toma, bebe. Cameron sorbe con cautela. Es un fluido espeso y grisáceo, al mismo tiempo dulce y agrio. ¿Leche fermentada? Siente náuseas, hace una mueca, se obliga a beber otro sorbo; lo miran atentamente. La se­gunda vez no es tan malo. Bebe un tercer sorbo, sin es­fuerzo y, gravemente, devuelve la bota. Los guerreros ríen, pero ahora no se burlan, aprueban, y el hombre que le había dado la bota palmea admirativamente el hom­bro de Cameron. Y vuelve a tirarle la bota. Luego monta de un salto y, abruptamente, todos se alejan. Mongoles, comprende Cameron. Los hijos de Gengis Khan, galopan­do hacia el horizonte. ¿Un imperio mundial? Sí, y éste debe ser el salvaje oeste para ellos, la frontera donde los jóvenes celebran sus ritos de pasaje. Allá en Europa, después de siete siglos de dominio mongol, deben vivir en ciudades, domesticados, bebiendo vino, yendo al tea­tro, cultivando jardines, pero aquí siguen las costum­bres de sus antepasados, los conquistadores. Cameron se encoge de hombros. Aquí no hay nada para él. Bebe un último trago de leche y tira la bota en la hierba. Ade­lante.

VIII

Aquí no crece la hierba. Ve los muñones de los edifi­cios, los troncos ennegrecidos de los árboles muertos, los montones de ladrillos y tejas rotas. El olor de la muerte está en el aire. Todos los puentes se han hundido. La nie­bla se acerca, desde el otro lado de la bahía, densa y grasienta, y se convierte en una pantalla en la que hay imá­genes vivas. Estas ruinas están habitadas. Hay figuras que se mueven en ellas. Son los muertos vivos. Mirando a la espesa niebla tiene una visión de la onda explosiva, retro­cede cuando las partículas alfa se derraman sobre su piel. Contempla a los supervivientes emergiendo de sus casas destruidas, chapoteando en las calles que arden lentamente, desnudos, atónitos, sus cuerpos chamuscados, sus ojos vidriosos, algunos de ellos con los cabellos ardiendo. Los muertos que andan. Nadie habla. Nadie pregunta por qué ha sucedido esto. Está mirando una película muda. El fuego apocalíptico ha tocado la tierra; el suelo está ardiendo. Llamas azules y fosforescentes se levantan del terreno. El juicio final, el día de la ira. Ahora oye una mú­sica terrible que empieza, una marcha fúnebre, toda violoncelos y contrabajos; las notas oscuras llegan después de largos intervalos: uum, uum, uum, uum. Y luego, el tempo se acelera, la música se convierte en una danza macabra sincopada, vivaz, de timbres aún oscuros, de ritmo fúnebre: uum, uum, uum, di-duum, di-duum, di-duum, di-duum, di-duum, espasmódico, caótico, salvaje­mente alegre. La melodía distorsionada de la Oda a la Alegría acecha en algún lugar de los harapos de sonido. Las víctimas moribundas estiran las manos descarnadas hacia él. Él menea la cabeza. ¿Qué favor puedo haceros? La culpa le asalta. Él es un turista en su tierra de dolor. Sus ojos se lo reprochan. Los abrazaría, pero teme que se derrumben si los toca y deja que la procesión pase a su lado sin hacer nada por cruzar el abismo que los se­para. «¿Elizabeth?» murmura. «¿Norman?» No tienen ca­ras; sólo ojos. ¿Qué puedo hacer? No puedo hacer nada por vosotros. Ni siquiera llegan las lágrimas. Desvía la mirada. Aunque hablo con las lenguas de los hombres y los ángeles y no tengo caridad, me he vuelto como un metal sonoro o un tintineante címbalo. Y aunque poseo el don de la profecía y entiendo todos los misterios y todo el conocimiento; y aunque poseo toda la fe, de modo que podría mover las montañas, como no tengo caridad no soy nada. Pero este mundo está más allá del alcance del amor. Desvía la vista. Aparece el sol. La niebla se desvanece. Las visiones se borran. No ve más que la tierra muerta, las cenizas, las ruinas. Muy bien. Aquí no tenemos la prolongación de una ciudad, pero buscamos una que vendrá. Adelante, adelante.

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