Robert Silverberg - Viajes

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Pone el diario doblado debajo del brazo y se dirige hacia la bahía. A una manzana de los muelles encuen­tra una agencia del Bank of America —algunas cosas so­breviven a todas las permutaciones— y entra a cambiar un billete. Es arriesgado, pero siente curiosidad. El cajero toma su billete de cinco dólares sin vacilar y le da cuatro billetes de uno y un montoncito de monedas. Los billetes de un dólar son corrientes y Lincoln, Jefferson y Washington ocupan sus lugares habituales en las monedas de uno, cinco y veinticinco centavos, pero la de diez tiene a Ben Franklin y la de cincuenta muestra los ras­gos de un hombre campechano, más bien joven, de cara redonda y cabellera abundante a quien Cameron no lo­gra identificar.

En la siguiente esquina encuentra una biblioteca pú­blica. Ahora podrá confirmar sus suposiciones. ¡Un alma­naque! Sí, y qué rara parece la lista de presidentes. Roosevelt, se entera, se retiró a causa de su mala salud en 1940 y eso, por lo que puede averiguar, es el punto de di­vergencia entre este mundo y el suyo. El resto era pre­visible. Wendell Willkie, después de derrotar a John Nan­ce Garner en las elecciones de 1940, mantuvo una políti­ca de estricta neutralidad mientras —sí, era lo que había imaginado— los alemanes y los japoneses conquista­ban rápidamente la mayor parte del mundo. Willkie mue­re siendo presidente, durante la campaña de 1944 —¡ah! ¡el del medio dólar es Willkie!— y le sucede por breve tiempo el vicepresidente McNary, quien no desea la pre­sidencia. Una apresurada convención republicana nombra candidato a Robert Taft. Dos períodos presidenciales pa­ra Taft, quien derrota a James Byrnes, y dos para Thomas Dewey, y entonces, en 1960, la larga era republica­na queda clausurada por el senador Lyndon Johnson, de Texas. El compañero de fórmula de Johnson —es una in­versión divertida, piensa Cameron— es el senador John F. Kennedy, de Massachusetts. Después de los dos perío­dos tradicionales, Johnson se hace a un lado y el vice­presidente Kennedy gana las elecciones de 1968. Ha sido reelegido en 1972, naturalmente; en este mundo plácido los vicepresidentes siempre ganan. Por supuesto que aquí no hay ONU, no hubo guerra de Corea, ni movimientos de liberación colonial, ni exploración del espacio. El al­manaque informa a Cameron de que Hitler vivió has­ta 1960 y Mussolini hasta 1958. El mundo parece haberse adaptado con mucha facilidad al dominio del Eje, aun­que un ejército alemán de ocupación sigue estacionado en Inglaterra.

Le tienta la posibilidad de seguir comparando histo­rias, de enterarse de los trasmutados destinos de Hubert Humphrey, Dwight Eisenhower, Harry Truman, Nikita Krushev, Lee Harvey Oswald, Juan Perón. Pero, súbitamen­te, una curiosidad más íntima aflora en él. En una cabina del vestíbulo, consulta el listín telefónico. Hay un tomo que abarca los condados de Alameda y Contra Costa y es mucho más delgado que el listín que, en su mundo, cubre solamente Oakland. Hay dos docenas de Cameron pero ninguno con sus señas, ningún Christopher ni Elizabeth y ninguna permutación plausible de esos nom­bres. Obedeciendo a una corazonada, mira el listín de San Francisco. Allí tampoco hay nada prometedor, pero luego busca a Elizabeth por su apellido de soltera, Dudley, y sí, hay una Elizabeth Dudley en la antigua y fami­liar dirección de Laguna. El descubrimiento le provoca un temblor. Busca en el bolsillo, encuentra su moneda de diez centavos con la cara de Ben Franklin y la mete en la ranura. Escucha. Hay línea. Llama.

X

El apartamento, lo que puede ver espiando por enci­ma del hombro de ella, tiene el aspecto que recordaba: sillones y sillas muy usados, tapizados de rojo y verde oscuros, paredes desnudas, pintadas a la cal, complejas esculturas —hechas por ella— de madera de deriva gris, grandes helechos en macetas colgantes. El contemplar esos objetos en este sitio tira con fuerza de su sentido del tiempo y el espacio, y le aflige con una nostalgia casi insoportable. La última vez que estuvo aquí, si es que al­guna vez estuvo «aquí» en cualquier sentido, fue en 1969, pero los recuerdos son vividos y lo que ve corresponde tan exactamente a lo que recuerda que se siente trans­portado a esa época anterior. Ella está de pie enel umbral, estudiándolo con fría curiosidad, teñida por mal disimuladas sospechas. Lleva ropa sorprendentemente or­dinaria, una blusa blanca bordada v una falda de listas azules. Sus cabellos rubios carecen de brillo y están mal peinados, pero con seguridad es la misma mujer a quien dejó esta mañana, la misma mujer con quien ha compar­tido su vida durante los últimos siete años, una mujer hermosa, una mujer alta, casi tan alta como él —en al­gunas ocasiones parecía más alta—, con una sonrisa serena, ojos verdes calmosos y piel suave y tersa.

—¿Sí?—dice ella, insegura—. ¿Usted es el que llamó por teléfono?

—Sí. Chris Cameron. —Él busca en la cara de ella algún signo de reconocimiento—. ¿No me conoce? ¿No me ha visto nunca?

—Nunca. ¿Tendría que conocerle?

—Quizá. Probablemente no. Es difícil decirlo.

—¿Nos vimos alguna vez? ¿Es eso?

—No estoy seguro de poder explicarle la relación que hay entre nosotros.

—Eso me dijo cuando llamó. ¿La relación que hay en­tre nosotros? ¿Cómo pueden tener una relación dos des­conocidos?

—Es complicado. ¿Puedo entrar?

Ella ríe, nerviosamente, como si la hubieran sorprendi­do en un embarazoso faux pas.

Claro—dice, no sin hacer una rápida estimación, un veloz cálculo de los riesgos. En efecto, el apartamento es­tá casi exactamente como lo había conocido, salvo que no hay un tocadiscos estéreo, sólo una enorme y arcaica Victrola, y su colección de discos es sorprendentemente escasa y hay bastantes menos libros de los que su Elizabeth hubiera tenido. Se enfrentan rígidamente. Él se sien­te tan incómodo como ella en el encuentro, y finalmen­te es ella quien busca algún lubricante social, sugiriendo una copa de vino. Le ofrece tinto o blanco.

—Tinto, por favor —dice él.

Ella va hasta un armario bajo y saca dos vasos bara­tos y toscos. Entonces, sin esfuerzo, levanta una gran garrafa de vino que está en el suelo y comienza a desen­roscar la tapa.

—Parecía muy misterioso cuando llamó por teléfono—dice—, y sigue pareciendo misterioso ahora. ¿Qué lo trajo aquí? ¿Tenemos amigos comunes?

—Creo que no faltaría a la verdad si dijera que sí. Por lo menos, en cierta forma.

—Su forma de hablar es muy vaga, señor Cameron.

—No puedo remediarlo, por ahora. Y, por favor, llá­meme Chris.

Mientras sirve el vino, él la observa atentamente, pen­sando en esa otra Elizabeth, su Elizabeth, pensando cuan bien conoce su cuerpo, el flexible movimiento de los músculos de su espalda, la lustrosa textura de su piel, la firmeza de su cuerpo, y se desplaza instantáneamente a su extraño, absurdamente romántico encuentro, años atrás, en ese mes de junio en que se había marchado solo a la Sierra por una semana, con su mochila, y siguiendo montones de piedras que había confundido con indica­dores, había llegado a un sitio muy alejado de su ruta, un lugar íntimo, un lago helado y oscuro, bordeado por manchas brillantes de nieve tardía, y había empezado a acampar y súbitamente había advertido la presencia de otro campamento a treinta yardas de distancia y de un montón de ropa en la orilla y luego la había visto, na­dando más allá de una pineda, dirigiéndose hacia la ori­lla, emergiendo como Venus de las aguas, desnuda, des­cubriéndolo, sobresaltándose ante su presencia, apren­siva durante un momento y luego, inmediatamente, de­cidiendo que todo iría bien, relajándose, sonriendo, de pie, sin sentir vergüenza, con el agua helada llegándole a la ingle, invitándole a nadar con ella. Esos recuerdos de aquel primer contacto y todo lo que siguió lo excitan terriblemente, porque esta persona que tiene delante es al mismo tiempo la Elizabeth que ama, familiar, unida a él por el vínculo de las experiencias compartidas, y algo nuevo, una desconocida de la que puede extraer ex­periencias nuevas, el maravilloso regalo de la novedad que su Elizabeth ya nunca podría ofrecerle. Mira fija­mente sus hombros y su espalda con un hambre fiera e intensa; ella se vuelve, con los vasos de vino en las manos y antes de que él pueda disimular el resplandor sal­vaje de su deseo, ella lo recibe con toda su fuerza. El im­pacto es inmediato. Ella retrocede. No es la Elizabeth del lago de la Sierra; parece incapaz de manejar seme­jante nivel de voltaje erótico inesperado. Torpemente le alcanzael vino; sus manos tiemblan tanto que derra­ma un poco en su manga. Él coge el vaso y retrocede, un poco aturdido por su propio frenesí emotivo. Con un es­fuerzo, se calma. Hay un largo rato de incómodo silencio mientras beben. La atmósfera psíquica se vuelve menos tórrida; un cierto clima de cortesía remota y profesional nace entre los dos.

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