Robert Silverberg - Viajes

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—Lo siento —dice él—. No entiendo lo que dice.

Otras máquinas están brotando de los árboles, del le­cho del arroyo, del centro de los helechos más espesos.

—Está bien —dice él—. No haré nada malo. Dadme una posibilidad de aprender vuestro lenguaje y prometo ser un ciudadano útil.

Una de las máquinas lo espolvorea con una niebla azu­lada. Otra introduce una pequeña aguja en su antebrazo y extrae una gota de sangre. Se está reuniendo una multi­tud. Lo señalan, ríen despreciativos, se hacen guiños. La música de los edificios se ha vuelto más aguda, más si­niestra en su textura; agita el aire dulce y lo amenaza de forma personal.

—Dejad que me quede —suplica Cameron, pero la mú­sica lo empuja, lo acorrala con una mano plana eirresis­tible, que lo aparta inexorablemente de este mundo. Es demasiado primitivo para ellos. Es demasiado tosco; lle­va consigo demasiados microbios anticuados. Muy bien. Si eso es lo que quieren se marchará, no por temor, no porque lo hayan intimidado, sino por simple cortesía. Se despide con gestos vistosos, haciendo una reverencia dig­na de Raleigh, enviando un beso a la máquina de las cinco columnas, sonriendo, hasta haciendo unos pasos de danza. Adiós. Adiós. La música llega a un salvaje cres­cendo . Oye trompetas celestiales y truenos lejanos. Adiós. Adelante.

XII

Aquí ha surgido una especie de mercado oriental, ma­loliente, abigarrado, medieval. Ancianos de piel, morena y barba blanca con gruesas vestiduras grises aguardan pacientes, sentados junto a sacos abiertos de arpillera que contienen especias y grano. Leprosos y lisiados de piernas largas, que sólo llevan taparrabos y aretes tinti­neantes de cobre brillantes, se mueven majestuosamente entre la multitud, trazando órbitas solitarias, sin hablar, sin comprar nada; sus pieles son de un tono rojizo oscuro, sus rostros, delgados; sus rasgos solemnes están finamente moldeados. Tienen el porte de príncipes incas. Quizá sean príncipes incas. En los regateos y parloteos del mercado, Cameron no oye hablar ninguna lengua co­nocida. Ve brillar el oro cuando se ultima una transac­ción. Las mujeres llevan enormes paquetes en la cabeza y cuando sonríen muestran dientes brillantes. Usan faldas de retazos que cubren sus tobillos pero dejan sus pechos desnudos. Algunas lanzan miradas provocativas a Came­ron, pero no se atreve a devolver sus rápidas exploracio­nes hasta no saber qué es lo que resulta aceptable aquí. En el extremo opuesto de la escuálida plaza descubre a una mujer que bien podría ser Elizabeth; le da la espal­da pero reconocería esos hombros fuertes en cualquier parte, ese porte erguido, esa cascada de cabellos rubios sueltos. Se dirige hacia ella, deslizándose con dificultad, entre los clientes apiñados. Cuando todavía tiene que atra­vesar la mitad de la plaza para llegar hasta ella, advierte a un hombre, a su lado, un hombre alto, un hombre de su misma talla y estatura. Lleva una túnica suelta negra y un pañuelo oscuro cubre la mitad inferior de su cara. Sus ojos son severos y hoscos y una terrible cicatriz, an­cha y rodeada de marcas de puntos, va desde su mejilla izquierda hasta el nacimiento del pelo. El hombre mur­mura algo a la mujer que podría ser Elizabeth; ella asien­te y se vuelve, de modo que ahora, Cameron puede verle la cara y, sí, la mujer parece ser Elizabeth, pero luce una cicatriz igual, horrible, desagradable, en el lado de­recho de su cara. Cameron contiene la respiración. El hombre de la cicatriz, súbitamente, señala algo y grita. Cameron siente un movimiento a un lado y se da la vuel­ta justo a tiempo para ver a un hombre bajo y grueso que viene corriendo hacia él, agitando una cimitarra. Du­rante un instante, Cameron ve la escena como si fuera una fotografía; tiene tiempo de examinar sin prisa la gra­sienta barba de su atacante, su nariz ganchuda y llena de vello, sus dientes amarillos, las piedras baratas que parecen de vidrio incrustadas en la empuñadura de la cimitarra. Luego el terrible filo desciende mientras el ase­sino insulta a gritos a Cameron, en lo que parece ser ára­be. Es una bienvenida lamentable. Cameron no puede prolongar esta investigación. Un momento antes de que la cimitarra lo parta en dos, se marcha a otra parte, lamentándolo.

XIII

Adelante. A un lugar donde no hay solidez, donde el mismo planeta se ha desvanecido y nada a través del es­pacio, cayendo pacíficamente, yendo de ninguna parte a ninguna parte. Está rodeado por una brillante luz verde que emana de todos lados al mismo tiempo, como un men­saje de la estructura del universo. Sintiendo una gran tranquilidad, cae a través de ese alegre resplandor durante días y días, o lo que parecen ser días y días, deri­vando, ladeándose, corrigiendo su rumbo con pequeños movimientos de sus codos y rodillas. No le importa dón­de va; aquí, todo es igual a todo. El brillo verde lo sos­tiene y lo soporta y lo alimenta, pero le provoca inquie­tud. Juega con él. Con su pegajosa sustancia consigue formar imágenes, caras, diseños abstractos: conjura a Elizabeth para sí mismo, evoca sus propios rasgos angulo­sos, llena los cielos con una legión de chinos que mar­chan con anchos sombreros de paja, los tacha con grue­sas líneas diagonales, hace que un río de plata corra por el firmamento y descargue su resplandeciente torren­te por la ladera de una montaña de varias millas de alti­tud. Gira. Flota. Se desliza. Libera todas sus fantasías. Ésta es la libertad total, aquí, en este lugar que no es un mundo. Pero no es suficiente. Se fatiga de la vacie­dad. Se fatiga de la serenidad. Le ha sacado a este sitio todo lo que puede ofrecer, demasiado pronto, demasiado pronto. No está seguro de que el fracaso esté en él o en el lugar, pero siente que debe marcharse. Por lo tanto: adelante.

XIV

Campesinos aterrorizados corren gritando cuando se materializa en medio de ellos. Ésta es una especie de al­dea de labradores, situada en la costa este de la bahía: campos verdes cuidados, un montón de chozas de rnimbre alejándose de una plaza central, niños desnudos an­dando vacilantes y llorando, una activa subpoblación de cabras, gansos y gallinas. Es mediodía; Cameron ve el reflejo del agua en los canales de riego. Esta gente traba­ja mucho. Se han dispersado a su llegada pero ahora vuel­ven cautelosamente, agachados, prontos a huir nuevamen­te si hace algún otro milagro. Éste es otro de esos mun­dos bucólicos en los que San Francisco no ha sucedido, pero no puede identificar a estos colonos, ni puede dis­cernir la serie de acontecimientos que los trajo aquí. No son indios, ni chinos, ni peruanos; tienen un aspecto europeo, algo eslavo, pero ¿qué estarán haciendo estos eslavos en California? ¿Serán granjeros rusos, que la co­lonizaron viniendo desde Siberia? Eso podría ser —su piel oscura, su estructura facial enérgica, sus cuerpos ba­jos y fornidos—, pero son curiosamente primitivos, están medio desnudos, llevan apenas unas polainas de piel, co­mo si no fueran súbditos del zar sino más bien citios o cimerios, trasplantados de los pantanos prehistóricos del Vístula.

—No temáis —les dice, levantando y abriendo los bra­zos hacia ellos. Ahora parecen un poco menos asustados, se acercan tímidamente,, lo miran con sus grandes ojos oscuros—. No os haré daño. Me gustaría visitaros, nada más.

Murmuran. Una mujer empuja audazmente a una ni­ña hacia él, una niña de unos cinco años, desnuda, con rizos negros y grasientos y Cameron la coge, la alza, la acaricia, le hace cosquillas y vuelve a dejarla en el sue­lo. Instantáneamente toda la tribu lo rodea; ya no le temen, tocan su brazo, se arrodillan, acarician su en­trepierna. Un chico le trae una escudilla de madera con gachas. Una anciana le da una jarra de vino dulce, una especie de hidromiel. Una jovencita esbelta coloca una estola de pieles doradas sobre sus hombros. Bailan, can­tan; su miedo se ha transformado en amor; es su huésped de honor. Es más que eso: es un dios. Lo llevan a una choza desocupada, la más grande de la aldea. Piado­samente le traen ofrendas de incienso y grano. Cuando oscurece, encienden una inmensa hoguera en la plaza y él se pregunta, vagamente preocupado, si lo devorarán cuando se cansen de honrarlo, pero sólo devoran ganado, cediéndole los mejores trozos y luego vienen hasta su puerta y cantan himnos enérgicos y discordantes. Esa noche, tres chicas de la tribu, sin duda las más bellas vírgenes disponibles, le son enviadas y por la mañana encuentra el umbral cubierto de pimpollos recién arran­cados. Después dos artesanos de la tribu, uno cojo y el otro ciego, se ponen a trabajar con hachas de piedra y cinceles, labrando un inmenso retrato suyo notablemen­te parecido en un tronco de secoya colocado en el centro de la plaza.

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