Philip Carlo - El Hombre De Hielo. Confesiones de un asesino a sueldo de la mafia

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Durante más de cuarenta años, Richard Kuklinski, «el Hombre de Hielo», vivió una doble vida que superó con creces lo que se puede ver en Los Soprano. Aunque se había convertido en uno de los asesinos profesionales más temibles de la historia de los Estados Unidos, no dejaba de invitar a sus vecinos a alegres barbacoas en un barrio residencial de Nueva Jersey. Richard Kuklinski participó, bajo las órdenes de Sammy Gravano, «el Toro», en la ejecución de Paul Castellano en el restaurante Sparks. John Gotti lo contrató para que matara a un vecino suyo que había atropellado a su hijo accidentalmente. También desempeñó un papel activo en la muerte de Jimmy Hoffa. Kuklinski cobraba un suplemento cuando le encargaban que hiciera sufrir a sus víctimas. Realizaba este sádico trabajo con dedicación y con fría eficiencia, sin dejar descontentos a sus clientes jamás. Según sus propios cálculos, mató a más de doscientas personas, y se enorgullecía de su astucia y de la variedad y contundencia de las técnicas que empleaba. Además, Kuklinski viajó para matar por los Estados Unidos y en otras partes del mundo, como Europa y América del Sur. Mientras tanto, se casó y tuvo tres hijos, a los que envió a una escuela católica. Su hija padecía una enfermedad por la que tenía que estar ingresada con frecuencia en hospitales infantiles, donde el padre se ganó una buena reputación por su dedicación como padre y por el cariño y las atenciones que prestaba a los demás niños… Su familia no sospechó nada jamás. Desde prisión, Kuklinski accedió conceder una serie de entrevistas.

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Al final, Bob Carroll decidió ponerse de parte de Polifrone y darle algo más de tiempo. Lo último que quería era actuar de manera precipitada. La acusación tenía que ser a prueba de bombas, tenía que estar perfectamente organizada. Solo iban a tener una oportunidad, y tenían que dar en el blanco.

– Vamos a mandar a Kane a que le haga otra visita, a ver qué pasa -dijo-. La última vez dio resultado.

El día 22 de noviembre de 1986, dos días antes de la fiesta de Acción de Gracias, Richard seguía en Europa esperando el mayor cheque que había recibido hasta entonces. Barbara fue a comprar todo lo necesario para una comida de Acción de Gracias. Entró por el camino particular de su casa de Dumont con el coche cargado de bolsas de provisiones. La madre de Barbara solía servir lasaña antes del pavo, pero todos se llenaban con el primer plato y no se comían el pavo, de modo que Barbara había dejado de hacer la lasaña.

Su hija Chris se estaba viendo por entonces con un tipo llamado Matt. Era el único hombre al que había querido, y las relaciones íntimas con él eran «especiales», no eran un acto de rebeldía como en los años anteriores. Su hermana, Merrick, iba a casarse con Mark, su nuevo novio. Barbara lo apreciaba y estaba encantada de que Merrick hubiera encontrado a «un chico agradable», como lo consideraba ella. Cuando Barbara llegó ante su casa con el coche aquel día, salió Matt para ayudarle a meter las cajas de provisiones. Era un joven fornido, apuesto, siempre muy educado. Barbara lo apreciaba, y Richard también. Mientras Matt, Chris y Barbara metían en la casa todas las bolsas de alimentos, los detectives Pat Kane y Ernest Volkman aparecieron como surgidos de la nada y subieron por el camino de acceso.

– Perdone, señora Kuklinski -dijo Kane-. Soy el detective Kane, y este es el detective Volkman.

Los dos le enseñaron sus placas doradas relucientes.

– Estamos buscando a su marido -dijo Volkman. Sabían que Richard estaba fuera. Su coche no estaba. Si hacían aquello era por un motivo: para azuzar a Richard, para hacerlo reaccionar, para alterarlo, para alterar su vida familiar. El equipo de trabajo sabía que Richard quería a Barbara, que era muy protector con ella y con su familia. Aquello se apreciaba claramente en las llamadas telefónicas que habían interceptado.

Barbara, sobresaltada, los miró con sorpresa, que se convirtió rápidamente en desdén.

– ¿Es que pasa algo? -les preguntó, molesta por aquella presencia repentina, inesperada. ¿Quién demonios se habían creído que eran?

– Tenemos que hablar con él -dijo Kane.

– ¿De qué? -preguntó ella.

– ¿Está en casa? -preguntó Volkman, cortante y con cara de pocos amigos… grosero, pensó ella.

Barbara seguía siendo una mujer de mucho carácter, seguía teniendo una lengua cortante, una actitud algo altiva.

– ¿Sabe usted dónde está? -preguntó Kane.

– No -dijo ella.

– ¿Se puede poner en contacto con él?

– Acabo de decirle que no sé dónde está… ¿a qué viene todo esto? -exigió saber ella, más que preguntó.

– ¿Tiene usted un número suyo de contacto? -intervino Volkman.

– No lo tengo. No sé donde está, ¿me han oído? -dijo ella.

Entonces salió de la casa Matt. Chris, con expresión preocupada, estaba de pie ante la puerta sujetando del collar al perro de la familia, Shaba, un perro lobo irlandés que ladraba a los dos detectives.

– ¿Qué pasa, mamá? -dijo Chris en voz alta.

Los dos detectives se dirigieron hacia Matt.

– ¿Es usted Richard Kuklinski? -le preguntó Volkman.

– No -dijo él.

– ¿Cómo se llama? ¿Qué hace aquí? -le preguntó Volkman.

Barbara, ya muy enfadada, se interpuso entre los dos detectives y Matt.

– ¡No es asunto suyo! -dijo-. ¿Dónde quieren ir a parar? ¿A qué viene todo esto? -volvió a preguntar.

– Tenemos que hablar con su marido de un par de asesinatos -dijo Kane.

– ¿Cómo? ¿Asesinatos? -repitió ella.

– Asesinatos que creemos que ha cometido él -añadió Kane.

Barbara no daba crédito a sus oídos. Se sentía como si le hubieran dado una bofetada con una mano al rojo vivo.

– ¿Tienen una orden judicial para estar aquí, en mi casa? -les preguntó.

– No.

– ¡Pues largo de aquí! -exclamó ella.

Los dos se quedaron en el sitio.

– Chris, ¡suelta al perro! -dijo Barbara.

Chris se quedó inmóvil. No sabía qué hacer, sujetando al perro enorme que ya intentaba soltarse por todos los medios.

– ¡He dicho que sueltes al perro! -repitió Barbara con veneno en la voz.

Si Chris hubiera soltado a Shaba, Kane lo habría matado de un tiro. Se dispuso a sacar la pistola. Sabía que aquello irritaría de verdad a

Richard. Pero Chris tuvo el buen sentido de no soltar el collar enorme de Shaba. Los detectives habían conseguido ya lo que querían, sembrar agitación. Kane sacó una tarjeta de visita y se la entregó a Barbara.

– Señora Kuklinski -le dijo-, cuando vuelva a casa su marido, haga el favor de decirle que me llame.

Los detectives se volvieron hacia su coche, subieron y se pusieron en camino despacio, sabiendo que no tardarían en tener noticias de Richard Kuklinski.

– Una señora dura -dijo Volkman.

– Tiene que ser dura para estar casada con Rich -dijo Kane.

Barbara estaba fuera de sus casillas. Pensaba que aquellos detectives habían echado a perder intencionadamente la fiesta de Acción de Gracias de la familia.

Cuando Richard, que seguía en el Hotel Zúrich, se enteró de que Kane y Volkman habían acosado a su esposa, a su adorada Barbara, de que le habían dicho que era sospechoso de haber matado a gente, de haber cometido asesinatos, tuvo un ataque de rabia. Hizo agujeros en los tabiques a puñetazos. Rompió muebles. Tomó el primer vuelo de vuelta a los Estados Unidos. Sentía, más que nunca, el deseo de matar a Kane, la necesidad de matarlo. No tenía derecho a hablar a Barbara de ese modo, a decirle esas cosas repugnantes.

Aquel año, la fiesta de Acción de Gracias fue sombría y silenciosa en casa de los Kuklinski. Richard apenas hablaba, apenas comía. Había adquirido una palidez notable. Estaba allí, sentado a la cabecera de la mesa, pero parecía como si estuviera en otra parte. Nadie era capaz de alegrarlo, ni siquiera Merrick. Se cernía una nube sobre la mesa. Después de la comida subió a su despacho, se sentó ante su mesa y se quedó mirando la tarjeta de Kane. Había salido de Zúrich con tanta precipitación que ni siquiera se había traído el cheque. Este debía ser de setecientos mil dólares.

Se quedó allí sentado, albergando fantasías de matar a Kane, de descuartizarlo, de pegarle tiros, de torturarlo, de ahorcarlo, de echarlo a las ratas. Pero sabía que no se podía permitir ninguno de estos lujos. La única manera de asesinar a Kane impunemente y con limpieza era con cianuro; una ráfaga rápida en la cara cuando estuviera cambiando una rueda. Eh, amigo… pssst. Y se acabó. Caso cerrado. Parecería una muerte natural; él podría salirse con la suya.

Según razonaba, cuando ya no estuviera Kane, el caso se derrumbaría. Richard suponía, con razón, que por mucho que hubieran dicho Barbara Deppner y Percy House, no bastaría para que lo detuvieran a él; de lo contrario, ya lo habrían detenido.

Richard llamó a Kane y le dijo que dejara de venir por su casa, que no tenía derecho a hacer aquello, que si quería hablar con él, se lo dijera, y se pasaría él por el cuartel con su abogado. Richard procuró estar amable; no quería alarmar a Kane en ningún sentido. Kane dijo que lo comprendía y que haría lo que le pedía Richard. También él estuvo amablé.

– Muchas gracias -dijo Richard, y colgó el teléfono.

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