Kuklinski enseñó entonces a Dominick a montar el silenciador. Manejaba el arma con soltura de experto. Estaban en un rincón apartado, cerca de unas cabinas telefónicas. Richard se ocultaba tras la puerta del maletero abierto de su coche para que nadie pudiera ver lo que hacía. Polifrone le entregó los mil cien dólares, que le había proporcionado el Estado de Nueva Jersey. Esto fue lo que se grabó:
– Escucha, Rich. ¿Recuerdas que me dijiste cómo usas el cianuro?
– ¿Y qué?
– Pues mira, es que yo conozco a un chico judío rico al que he estado sirviendo cocaína. Ahora quiere que le entregue dos kilos, y yo puedo, pero el puto chaval me tiene hasta los cojones, ¿sabes? Así que, lo que yo te pregunto es… ¿crees que es posible echar cianuro en la coca?
– Desde luego.
– Lo que había pensado yo es que podíamos dar un golpe rápido. Nos quitamos de en medio al muchacho y vamos a medias en el dinero que traiga para los dos kilos.
– ¿Viene siempre solo?
– Sí, siempre viene solo.
– ¿Y trae dinero al contado?
– El chico es rico por su viejo. Está podrido de dinero. El dinero no es problema. El problema es él. Ya no trago a ese cabrón.
– Muy bien. Tú dime cuando. Dom, has entendido que el precio de estas armas sube después de esta, ¿verdad? Esta ha costado cien mil, pero desde ahora todas son a mil quinientos, aunque sea en cantidad.
– ¿Sin la nariz? |La «nariz» es el silenciador.]
– No, con la nariz. Lo mismo que esta, solo que costarán mil quinientos, no mil cien.
– ¿De qué calibre?
– Ni lo he preguntado. Probablemente del 22.
– Eh, ¿y qué me importa a mí? Se trata del dinero de la tía irlandesa, no del mío. A mí me importa un pito. La verdad es que me importa una mierda la causa por la que luchan allí. Hoy te pago tu precio de hoy. El precio de mañana será problema de ella.
– Es igual; yo simplemente te lo digo, Dom. Y lo de ese otro tipo, parece muy interesante, joder; estoy dispuesto a cargarme a un judío en cualquier momento. ¿A quién coño le importa?
– Eso es.
– Y no solo eso, sino que, según dices, podemos sacar de esto una buena tajada.
– Es lo que te estoy diciendo, Rich. ¿Sabes lo que podemos hacer? No sé si estás dispuesto a hacer esto, pero puedo traerme al chico por aquí algún día. Quedaré con él para tomar café, y tú puedes venirte por aquí para echarle una ojeada si quieres.
– Sin problema. Dile que lo verás aquí, junto a los teléfonos, y yo aparcaré allí para ver qué aspecto tiene.
– Bien, bien. Solo que, Rich, no quiero que lo mates de un tiro. A su viejo le sale el dinero por las orejas. Contrataría a investigadores privados y toda la pesca. Por eso tiene que parecer una sobredosis. ¿Sabes cómo te digo?
– Sin problema. Puedo hacerlo, pero tú tienes que conseguirme el cianuro. Yo lo prepararé o se lo echaré a la cara. Puedo hacer el… ya sabes; y entonces, un solo golpe y se acabó. Se echa a dormir.
– O podemos ponerlo en la cocaína. A mí me importa una mierda, en realidad, con tal de que la palme y parezca una sobredosis.
– Hay más de una manera de hacerlo, amigo. Si no quieres que le pegue un tiro, podemos hacerlo de otra manera. Hay millones de maneras.
– Una sobredosis, eso es lo que yo quiero.
– Bueno, también podemos ponerle mierda pura y que tenga una sobredosis de verdad.
– Como sea. Ahora me tengo que largar, pero volveremos a hablar de esto. ¿Vale, Grandullón?
– Entendido. Hasta luego.
Richard y Polifrone se separaron. Richard se subió a su coche y salió del área de servicio. Carroll estaba alborozado. Ya tenían pruebas claras para detener a Kuklinski por conspiración para cometer un asesinato. La lista de acusaciones se iba alargando, tal como él deseaba; y Bob Carroll pensaba que, gracias a la confianza evidente que había depositado Kuklinski en Polifrone, podrían llevar el caso más lejos, reforzar las pruebas que ya tenían contra Kuklinski. Carroll había pensado en servirse de Paul Smith, que estaba sentado a su lado en esos momentos, para que representara el papel del chico judío rico que quería comprar cocaína. Carroll ya tenía suficiente para detener a Richard inmediatamente, pero quería más. Quería estar seguro de que, cuando detuvieran a Richard, tendrían pruebas irrefutables en su contra; de que moriría en la cárcel, de viejo o ejecutado; esto último, a ser posible.
Mientras el equipo de trabajo Hombre de Hielo planeaba su próximo movimiento, Richard volvió a salir para Zúrich, sin que los del equipo, una vez más, tuvieran la menor idea de que se hubiera ido a alguna parte. Si Richard hubiera sabido lo que pasaba, que Solimene le había traicionado, quién era en realidad Polifrone, se habría quedado en Zúrich. Seguía creyendo que Polifrone compraría un gran cargamento de armas y que le ayudaría a preparar una encerrona a aquel chico judío rico. Todavía no sospechaba nada. Polifrone era para él un medio para conseguir algo: más dinero, y cianuro. Después de aquello, podría darse por muerto.
Remi y Richard se reunieron en un café con grandes ventanales en el centro de la ciudad, y Richard volvió a oír de nuevo la historia de que otro hombre de aquella «banda» quería extorsionar al banquero asiático.
– Ahora tiene mucho miedo, ¿sabes? -dijo Remi-. Está hablando de dejarlo y volverse a Japón, y entonces estaremos perdidos. Debemos impedirlo. Tienes que hacer tu magia otra vez. Sé que conoces a la gente adecuada.
– Yo soy la gente adecuada -dijo Richard con voz grave, con seriedad mortal, con una leve sonrisa en su cara eslava de grandes pómulos.
Remi se quedó atónito.
– Tú… no me lo puedo creer.
– No es para tanto -dijo Richard.
Remi abrió mucho los ojos. Parpadeó varias veces. No sabía cómo asimilar aquella… revelación.
– Cielo santo -dijo.
– Vale; escucha. Dile al banquero que esté tranquilo; dile que nosotros nos encargaremos de todo. Lo que más me preocupa a mí es lo de esa banda que no deja de aparecer. Tienes que enterarte de cuánta gente sabe lo del banquero y de quiénes son. Lo que habría que hacer sería quitarse de en medio a todos de una sola vez.
– Sí, sí, claro… ¿Tú… tú puedes hacer una cosa así? -preguntó Remi con incredulidad.
Richard sonrió. Aquello le divertía.
– Claro que puedo. Ningún problema, amigo. ¿Crees que puedes conseguirme una pistola? -preguntó Richard, y dio un bocado a un cruasán de almendras espolvoreado de azúcar.
– Sí -dijo Remi.
– De acuerdo. Tú me consigues la pistola, me enseñas dónde está esa banda, y yo me encargo del resto -dijo Richard.
– ¿De verdad? -dijo Remi, mirando a Richard de una manera completamente distinta, lleno de asombro y de susto. Había comprendido que a los dos primeros miembros de la banda los había matado el propio Richard-. Me parece que eres un hombre fuera de lo común, ¿sabes?
– No hay muchos como yo por ahí -dijo Richard.
– Cielos, no -dijo Remi.
– Dile al tipo del banco que reúna a todos los miembros de la banda en un solo sitio. Que nosotros nos encargaremos de esto.
– ¿Estás seguro?
– Claro que sí.
– Ya veo -dijo Remi-. De acuerdo.
Como Richard estaba en Zúrich, las escuchas telefónicas en su casa no daban ningún resultado de momento. Polifrone avisó a Richard por el busca varias veces, le dejaba recados que él no respondía. El equipo de trabajo Hombre de Hielo estaba perplejo.
Remi proporcionó a Richard una Walther P calibre 38 con el cargador lleno y una caja de balas. Era una pistola que Richard conocía bien. Ya armado, hizo que Remi alquilara una furgoneta, y desde ella vieron cómo se reunía el banquero asiático con dos hombres en un café de la ciudad.
Читать дальше