El banquero dijo a los dos hombres que volvería a trabajar con ellos, que les proporcionaría nuevos cheques, pero que tardaría cosa de una semana. Les aseguró repetidas veces que seguiría haciendo negocios con ellos. Después de la reunión, Remi y Richard siguieron a los dos hombres hasta la misma casa que había visitado el hombre al que había matado Richard con el espray de cianuro. Era una calle residencial tranquila, poco adecuada para lo que tenía pensado Richard, matarlos de sendos tiros en la cabeza. Pero tendría que arreglárselas. Richard dijo entonces a Remi que se marchara: iba a hacer aquello a solas. Remi se bajó de la furgoneta de buena gana y se alejó andando deprisa y sin mirar atrás. Richard detuvo la furgoneta delante de la casa, pensando cuál sería la manera mejor de hacer aquello.
Si disparaba la pistola, alguien avisaría a la Policía. Llevaba encima un cuchillo de caza y decidió usarlo. Se apeó de la furgoneta y caminó abiertamente hasta la puerta, llamó. Uno de los hombres salió a abrir, y Richard, veloz como un rayo, le puso la pistola automática en la cara, le dijo que guardara silencio y se coló rápidamente en la casa, moviéndose como un bailarín de tangos. Obligó a los dos hombres a tenderse en el suelo. Cortó unos cables de la lámpara y los usó para atarles fuertemente las manos a la espalda. Después les metió unos calcetines en la boca y mató a uno, y después al otro, clavándoles el cuchillo en la nuca, hacia arriba. Temiendo que el doble asesinato pudiera achacarse de alguna manera al banquero, Richard decidió deshacerse de los cadáveres. Para ello, tomó las mantas de dos camas del apartamento, enrolló cada cadáver en una manta, tomó uno y lo echó en la parte trasera de la furgoneta, se cercioró de que no lo miraba nadie, volvió, se echó al segundo sobre el hombro inmenso, lo metió también en la furgoneta, y se alejó despacio. Los automovilistas que iban deprisa llamaban la atención. Richard nunca tenía prisa cuando transportaba cadáveres.
Cuando Richard salía de la ciudad, pasó ante una ferretería donde se veían expuestas escaleras de mano y carretillas de alegres colores; hizo un giro, volvió y compró una pala de mango largo, y siguió su camino. Consiguió llegar a una autopista; siguió por ella durante media hora; salió de la autopista y se puso a buscar un lugar adecuado para deshacerse de los cadáveres, tal como había hecho de chico en Jersey City: la historia se repetía. No había contado con tener que hacer nada de aquello, y no le gustaba, pero lo hacía porque había que hacerlo. No obstante, ahora exigiría una parte mayor del dinero, y tendrían que dársela. Richard no tardó mucho tiempo en encontrar una zona apartada en el bosque. Cavó un hoyo, arrojó rápidamente al hoyo los cadáveres de los dos hombres y lo cubrió de tierra, hojas y ramas. Volvió a la furgoneta y regresó a Zúrich, llamó a Remi y le dijo que todo estaba «arreglado». También le dijo que fuera a recoger la furgoneta para devolverla. Hecho esto, Richard se dio una ducha, se reunió con Remi y devolvieron la furgoneta (después de comprobar que no tenía rastros de sangre), y fueron a cenar a un restaurante francés de cinco estrellas.
Remi estaba impresionado. Le parecía increíble que un solo hombre pudiera ser tan… eficaz a la hora de hacer desaparecer a la gente… los problemas. Ahora miraba a Richard con nuevo respeto. Richard le dijo que quería «un trozo mayor del pastel».
– ¡Claro! ¡Claro! ¡Te lo mereces! -dijo Remi-. ¡Sin duda alguna!
Richard regresó dos días más tarde a Nueva Jersey, volvió a bajar a Georgia, ingresó el último cheque y se volvió a Dumont. El equipo de trabajo se alegró de oírlo al teléfono de nuevo. Polifrone lo llamó por teléfono y por el busca, y Richard volvió a ponerse en contacto con Polifrone por fin el 8 de octubre. Lo llamó desde una casa de comidas. Richard esperaba que Polifrone tuviera ya el cianuro, y se lo preguntó de entrada. Pero Polifrone volvió a darle largas. Richard le preguntó por la mujer del IRA; Polifrone dijo que estaba contenta, que esperaba tener noticias de ella.
– ¿Y lo de ese chico judío? -preguntó Richard.
– Se mueve mucho; viaja mucho. Tendré noticias de él pronto. ¿Estarás por aquí?
– Estaré. El que titubea está perdido, amigo mío -dijo Richard.
– En eso tienes razón.
– Hay que actuar en caliente -dijo Richard.
– Entendido -dijo Polifrone-. Te avisaré cuando llegue el momento.
Colgaron. Richard empezaba a creer que Polifrone era, en suma, un cuentista. Si tuviera lo que decía que tenía o que podía conseguir, ya estaría en la mesa. Richard llegó a la conclusión de que Polifrone no era más que uno de tantos fanfarrones bocazas. Llevaba toda la vida conociendo a hombres así. No era nada nuevo. Esa gente que decía que tenía muchos contactos, que conocía a mucha gente, y luego resultaba que estaban más vacíos que una bolsa de papel usada.
Polifrone pensaba que Richard estaba frío y distante, que quizá llevaba demasiado tiempo dando largas a Kuklinski. Tenía razón. Sabía que si no le entregaba algo pronto, Kuklinski dejaría de prestarle atención, dejaría de atender a sus llamadas.
Y, al parecer, aquello era precisamente lo que había sucedido.
Polifrone llamaba por teléfono, dejaba recados, avisaba a Richard por el busca, sin obtener respuesta. En una ocasión le devolvió la llamada «Tim» (Spasudo), pero aquello no condujo a nada; los del equipo de trabajo sabían que Spasudo no era más que una herramienta de Richard, un gancho suyo. La situación se estaba volviendo insostenible. Bob Carroll hablaba ya de detener a Kuklinski sobre la base de lo que ya tenían, pero al final se decidió que si querían encerrar a Kuklinski de una vez por todas, necesitaban más pruebas. Uno pegó con cinta adhesiva una foto policial de Richard a una botella de Jack Daniels, de la que bebían (con tiento) durante los debates a altas horas de la noche. Aquello se convirtió en un rito. Carroll prometió que cuando atraparan a Kuklinski de verdad, habría botellas de buen champán.
Por fin, a finales de octubre, Richard llamó por fin al agente Polifrone. Le dijo que había estado ocupado, que había perdido el número de Polifrone. Ya no parecía interesado. Polifrone comprendió que estaba a punto de escupir el anzuelo. Dijo a Richard que el chico judío rico había vuelto, que estaba pidiendo material, que lo quería con impaciencia; y que la tía del IRA quería hacer un pedido, un pedido importante, dijo él.
Richard accedió de mala gana a verse otra vez con Polifrone, y acordaron reunirse el 26 de octubre, otra vez en la zona de servicio Vince Lombardi, esta vez dentro del restaurante Roy Rogers de allí. Como en la ocasión anterior, había tiempo suficiente para que el equipo montara un sistema adecuado de vigilancia y de apoyo a Polifrone. Agentes de paisano de la Policía estatal de Jersey se instalaron en el Roy Rogers y en sus alrededores. El duro de Ron Donahue estaba sentado en una mesa del Roy Rogers, ante su segundo café. Era todavía la hora del almuerzo, y el local estaba lleno de público. El tiempo se había vuelto mucho más frío. El cielo estaba cargado, gris y amenazador, como si fuera a descargar una tormenta. Polifrone estaba inquieto. Sabía muy bien que había perdido el impulso que había tenido con Richard. Habia pasado demasiado tiempo y él no había dado más que promesas. Aquello no era nada bueno. Bien podía ser que Richard lo hubiera descubierto y que pensara matarlo. Polifrone se aseguró de tener bien a mano la pistola. Estaba enroscado en sí mismo, como una serpiente de cascabel dispuesta a dar el golpe, dispuesto a pasar a la acción, de una manera o de otra.
A Polifrone lo consolaba la presencia de Roy Donahue. Sabía que, si se hacía preciso reducir a Kuklinski, derribarlo, matarlo, Ron era el hombre más adecuado. Su dureza era legendaria en el mundillo de la Policía. En el aire helado de otoño había una tensión palpable y real.
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