Richard se presentó a la hora acordada, las dos en punto, al volante de un viejo Oldsmobile, el coche de Barbara. Llevaba gafas de sol, cosa que a Polifrone no le gustaba, porque no se le veían los ojos.
– Hola, Dom, ¿qué hay de nuevo? -dijo Richard saludando al agente, con aire reservado, nada amistoso. Polifrone dijo que tenía hambre.
– ¿Te apetece algo, Rich? -dijo, indicando el restaurante.
– Para mí, nada… solo café -dijo Richard. Polifrone pidió dos cafés y, para él, patatas fritas y una hamburguesa. Se sentaron. El agente, mientras comía, preguntó a Richard por más equipos para golpes, cuántos podía proporcionarle y cuándo podría recogerlos.
– Puedes recoger todos los que quieras -dijo Richard-; pero están allá en Delaware. Yo no pienso pasarlos por la frontera del Estado.
Así estaba la cosa. Richard daba marcha atrás; estaba claro que no estaba tan amistoso como antes.
– Claro; los recogeré yo; sin problema. Pero dime dónde, ¿vale? ¿Puedo llevarme diez?
– Puedes llevarte todos los que quieras, amigo -dijo Richard, pronunciando la palabra clave, «amigo», que indicaba que Polifrone tenía los días contados. Polifrone le había estado hablando desde el principio de hacerle una compra importante, de mucho dinero; pero ahora solo se quería llevar diez equipos. Está lleno de cuentos, pensó Richard. Puro cuento.
Polifrone volvió a servir a Richard la historia del chico judío rico, le dijo que quería dos kilos de cocaína, incluso tres quizá; y volvió a acosar a Richard a preguntas sobre cómo funcionaba el cianuro; y Richard volvió a tragarse el cebo y le describió cómo bastaba con echarlo a la cara de una persona, y todo había terminado.
– Yo lo he usado -dijo-. He echado el espray a tipos, y a los pocos minutos ya estaban muertos.
– ¿De verdad? -dijo Polifrone, abriendo mucho los ojos-. Caray.
– De verdad.
– Vale; entonces, cuando nos ocupemos del chico, tú acabas con él con eso; pero el cadáver, tenemos que deshacernos del cadáver -dijo Polifrone, animando a Richard a hablar todavía más.
– ¿Por qué librarse de él? -dijo Richard, tragándose el cebo, pronunciando palabras que quedarían inmortalizadas-. Lo dejamos ahí sin más. Parecerá que duerme… que murió de muerte natural. Todo limpio y en orden.
– Vale; parece perfecto. Vamos a hacerlo -dijo Polifrone; y le explicó que quedaría con el chico judío rico en el área de servicio, y que Richard podía venir para verlo y echarle una ojeada. Richard dijo que estaría disponible, que le avisara cuando llegara el momento.
Richard, todavía sin tener en cuenta que Polifrone podía ser policía, pensaba matar al «chico judío» y a Polifrone al mismo tiempo, y quedarse el dinero. Polifrone había acabado por indigestársele y no veía la hora de matarlo… si es que existía de verdad un chico judío con dinero y que quería comprar droga. Tenía sus dudas. Acordaron volver a hablarse pronto y Richard se marchó.
El 30 de octubre Polifrone habló con Richard y le dijo que estaría con el comprador de cocaína en el área de servicio Lombardi a las diez de la mañana siguiente. Richard dijo que estaría allí.
El 31 de octubre hacía también un día frío y gris que parecía más propio de mediados de febrero. Un viento helado azotaba el área de servicio Lombardi. A las diez de la mañana, Polifrone y el detective Paul Smith, este último en el papel del chico judío rico, estaban sentados en una mesa al aire libre en la zona de césped. Hacía tanto frío que se les formaban nubes de vapor en el aliento. El área de servicio estaba rodeada por equipos de policías. Polifrone hizo como que daba al agente Smith una bolsa de cocaína. El detective hizo como que la comprobaba. No sabían si Richard estaba por allí, observándolos desde lejos, o no.
Aquello era completamente ridículo, de hecho. Richard no se iba a convencer en un sentido ni en otro por haber visto aquella farsa superficial. Pero Bob Carroll y Polifrone habían pensado que valía la pena probarlo. Sin embargo, según todos los equipos de vigilancia, Richard no estaba por los alrededores. Por fin, después de haber pasado media hora al aire, pasando frío, Polifrone y Smith salieron en direcciones opuestas sin saber si Richard los había visto o no.
Aquel día, Richard no estaba siquiera en Nueva Jersey. Tenía un encargo de asesinato pendiente en Carolina del Sur. Otro jugador había pedido prestado dinero a quien no debía y se negaba a pagar, amenazando llamar a la Policía. Enviaron para allá a Richard, que mató al hombre cuando volvía a su casa del supermercado; le pegó un tiro con una pistola del 22 con silenciador cuando se bajaba de su coche. Regresó a Dumont y se llevó a Barbara de compras. Barbara ya hablaba de las navidades, del tipo de árbol que quería aquel año, de los regalos que compraría, de qué regalos recibiría cada uno, hasta de cómo pensaba decorar las ventanas. Richard la escuchaba en silencio. Ella sabía que las fiestas de Navidad nunca lo habían emocionado mucho, pero en esta ocasión estaba más alejado todavía de lo que le estaba diciendo. Richard había cambiado. ¿Qué le pasaba? se preguntó. Se lo preguntó a él.
– Nada -dijo él.
– ¿Te encuentras bien?
– Estoy bien; solo estoy pensando -dijo él.
– ¿En qué? -insistió ella.
– En negocios -dijo él con tono tajante, poniendo fin a la conversación.
Aquella noche la familia hizo una buena cena, carne asada a la milanesa con puré de patatas, uno de los platos favoritos de Richard; pero este estaba callado y retraído, se limitaba a masticar la comida con la vista perdida en un punto que solo veía él. Después de cenar, Merrick le preguntó si quería ir a echar de comer a los patos.
– No; ahora no -dijo él, y se sentó ante el televisor a ver un programa concurso, pensando en quitarse de en medio a Pat Kane, pensando en dinero… en ganar el dinero suficiente para dejar la vida, para ir por el camino recto. El dinero era la clave. Siempre lo había sido. Al día siguiente iba a salir para Zúrich, y pensaba presionar a Remi para que consiguiera los cheques con más frecuencia. Ahora no quería estar con gente, ni siquiera con su propia familia. Quería estar solo.
Al día siguiente, Richard se subió a su Camaro, fue al aeropuerto sin que lo observaran y tomó un avión para Zúrich. Una de las primeras cosas que preguntó a Remi cuando lo vio fue si conocía a alguien que pudiera conseguirle cianuro.
El equipo de trabajo dejó otra vez de oír a Richard hablar por teléfono. Pasaron los días. Mantuvieron una reunión la tarde del 13 de noviembre. Por entonces, Dominick llevaba dos semanas sin tener noticias de Richard.
Polifrone quería esperar, no acosar a Richard. Dijo que Kuklinski era astuto, que se había ido lejos para desconcentrar a la víctima. El jefe Buccino estaba preocupado: ¿y si Kuklinski volvía a matar? ¿Y si conseguía cianuro por algún otro medio? ¿Y si saltaba a la opinión pública que podían haberlo detenido pero que no lo habían hecho, y que había matado a alguien?
– ¡No podemos dejar a este tipo en la calle mucho más tiempo! -dijo.
Su postura era válida. Pero Ron Donahue estaba de acuerdo con Polifrone: dijo que debían tener paciencia, que la paciencia era la primera regla del buen cazador.
– Este tipo es caza mayor, y así es como tenemos que tratarlo, tenemos que trabajárnoslo -dijo.
Así fueron exponiendo sus opiniones respectivas los miembros del equipo de trabajo mientras se servían discretamente de la botella de Jack Daniels que tenía pegada la foto de Richard.
Debatieron la posibilidad de enviar de nuevo a Pat Kane y a Volkman a casa de Kuklinski para «azuzarlo». Aparentemente, aquello había dado resultado en la ocasión anterior.
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