– ¿Cómo te va, Dom? -dijo Richard al llegar.
– Bien. Hablé con el chico anoche. Está todo arreglado. Aquí están los emparedados. Voy por él y vuelvo en un cuarto de hora.
Richard tomó la bolsa.
– ¿Estás seguro? -preguntó.
– Sí, sí -le aseguró Polifrone. No le gustaba el comportamiento de Richard; le parecía distante, desconfiado-. Voy por el chico y vuelvo en un cuarto de hora.
Vale. Yo voy por la furgoneta. No está lejos de aquí, en la salida siguiente. A diez minutos en coche -dijo Richard.
– ¿De qué color es, para que la reconozca?
– Azul.
– ¿Y dónde vas a aparcarla, para que pueda llevarlo hasta allí mismo?
– Aquí mismo. Será mejor que hagamos esto aquí, donde no hay nadie. Yo estaré en el asiento del conductor. No tendrá pérdida.
– Vale; yo lo llevaré hasta la trasera misma de la furgoneta para que pruebe la cocaína.
– Vale.
Polifrone se sacó entonces una bolsita del bolsillo de la chaqueta.
– Aquí está el cianuro -dijo, pronunciando la palabra cianuro fuerte y clara para asegurarse de que quedaba bien grabada. Polifrone dijo que había allí una cantidad de aquel veneno mortal suficiente para matar a mucha gente. Preguntó a Richard qué iba a hacer con el cadáver del comprador de cocaína.
– Voy a ponerlo a buen recaudo -dijo, y se rio. Era una risa helada, llena de malicia y sin alegría, que levantaba nubes de vapor en el aire frío. Richard vio entonces la furgoneta negra del equipo de trabajo, con sus ventanillas ahumadas. Tenía un aspecto raro, sospechoso, como contaría él más tarde.
– Vamos a dar un paseo -dijo Richard; y empezó a cruzar el aparcamiento, hacia la furgoneta. Lo vieron venir; todos se agacharon rápidamente.
– ¿Dónde vas? -preguntó Polifrone, inquieto, acercando la mano a la pistola.
– A pasear un poco, nada más. Llegó a la furgoneta e incluso se asomó al interior. No vio nada. Entonces se encaminó otra vez hacia su coche mientras Polifrone lo seguía, intentando hacer que Richard dijera la palabra «asesinato». Richard abrió el maletero de su coche y echó dentro los emparedados, subió al coche y arrancó el motor. Aseguró a Polifrone que volvería con la furgoneta, le dijo que era de dos colores, azul claro y oscuro. Lo que Richard había pensado era volver en su coche y, si estaba allí el chico judío rico, decir que la furgoneta no arrancaba, que tenía la coca en su almacén y que lo siguieran hasta allá. Cuando estuvieran en el almacén, Richard mataría a Polifrone y al comprador de cocaína. De hecho, Richard había intentado pedir prestada una furgoneta el día anterior a Jimmy DiVita, pero la furgoneta tenía demasiadas ventanillas. En cualquier caso, el almacén sería mejor lugar para llevara cabo el doble homicidio. Richard dijo que volvería al cabo de veinte minutos. Polifrone dijo que él volvería con el comprador de cocaína a la media hora justa. Richard se puso en camino. Pasó por delante de las cabinas telefónicas. En una estaba el jefe Bob Buccino haciendo como que hablaba por teléfono. Había estado escuchando hasta la última palabra que se había dicho. Tenía una pistola de nueve milímetros envuelta en un periódicos, estaba dispuesto a volar la cabeza a Richard. El jefe odiaba a Richard de verdad y solo quería una excusa para acabar con todo aquello allí mismo, ahorrando un juicio largo y costoso.
Podrían haber arrestado a Richard sobre la marcha, pero Bob Carroll quería que Richard echara el polvo blanco en el emparedado y llegase a dárselo al detective Paul Smith; le parecía que aquello reforzaría la acusación, que vincularía directamente a Kuklinski con el asesinato de Gary Smith. Cuando regresara Richard, lo detendrían «con las manos en la masa». El aparcamiento estaba abarrotado de gente de la fiscalía general y agentes de la ATF y del FBI, todos dispuestos a saltar sobre aquel asesino en serie que envenenaba, disparaba y apuñalaba a la gente con impunidad, como si tuviera algún derecho divino.
Richard salió con su coche del área de servicio. Bajó por la carretera casi un kilómetro, se detuvo, se puso unos guantes de plástico y abrió cuidadosamente el frasco. Le pareció inmediatamente que aquello no parecía cianuro. Olisqueó con mucho cuidado el aire… no se percibía el claro olor a almendras característico del cianuro.
¡Esta es una puta mierda! pensó, y se quedó allí sentado, preguntándose qué pasaba, más perplejo que otra cosa. Metió la primera y siguió adelante hasta que vio un perro sarnoso que olisqueaba unos botes de basura. Entró en un restaurante de comida rápida, compró una hamburguesa, la llevó al coche, puso en la hamburguesa algo del polvo blanco (con cuidado, por si acaso) y se acercó a aquel chucho grande, de color de herrumbre. El perro olió la carne y levantó las orejas. Richard le ofreció la hamburguesa. El perro, desconfiado, como escarmentado por haber sufrido jugarretas anteriores, tomó la hamburguesa y la devoró rápidamente, mientras Richard lo observaba con atención para ver qué pasaba, inclinando la cabeza a la izquierda con gesto de curiosidad.
El perro se alejó por la orilla de la carretera, meneando la cola escuálida.
¡Puto mentiroso! pensó Richard. Seguían sin saber a qué demonios estaba jugando Polifrone, pero ya no quería tener nada más que ver con ello, fuera lo que fuera. Había empezado a pensar que Polifrone quizá fuera un asesino a sueldo que, de hecho, estuviera intentando hacerle una encerrona a él.
– Que lo jodan -dijo Richard en voz alta; y fue a una cabina de teléfonos y llamó a Barbara para ver cómo estaba. Llevaba dos días mal de la artritis, con algo de dolor de cabeza y décimas de fiebre.
– Estoy bien. Estoy acostada -dijo ella.
– ¿Quieres que salgamos a desayunar? -le preguntó él.
– Claro… supongo. Vale.
– Voy a pasarme a traer algunas cosas de la tienda y después iré a casa.
– Bien -dijo ella, y colgó. Richard fue en su coche al Grand Union y compró algunas provisiones. Como de costumbre, compró más de lo necesario; uno de los grandes placeres en la vida de Richard era encargarse de que su familia tuviera de todo. Salió del Grand Union con cuatro grandes bolsas de provisiones, las guardó en el maletero, se metió en su coche y se dirigió despacio a su casa, sin ser consciente de la tormenta policial que estaba a punto de descargar.
Los detectives de la Policía estatal Tommy Trainer y Denny Cortez estaban vigilando la casa de los Kuklinski aquella mañana. Era la misión que les habían encomendado. Cada veinte minutos, más o menos, pasaban despacio con su coche ante la residencia de los Kuklinski. Era un día húmedo y muy frío. El cielo era una masa de nubes airadas del color de la pólvora. El aire estaba cargado de la promesa de nieve. La Navidad estaba a la vuelta de la esquina, y en aquella calle tranquila de Dumont se iba a abrir la caja de los truenos.
Hacia las diez de la mañana, Cortez y Trainer pasaron ante la casa y vieron que Richard estaba allí, en el camino de acceso, sacando del maletero del coche las cuatro bolsas de provisiones.
Sorprendidos de ver que estaba allí de pronto y no en el área de servicio, donde creían que debía estar, llamaron al equipo de trabajo, cuyos miembros también se sorprendieron al enterarse que Richard estaba en Dumont. Evidentemente, no pensaba volver al área de servicio Lombardi. Richard vio que los detectives pasaban despacio en coche ante su casa mirándolo fijamente. Se preguntó por qué lo miraban con tal interés. No relacionó aquellos hombres con Polifrone, cosa rara, teniendo en cuenta su carácter desconfiado.
El jefe Bob Buccino dirigía las operaciones aquella mañana. Ordenó entonces que la fuerza de asalto fuera a la casa de Richard y lo detuvieran allí, y todos emprendieron el camino de Dumont, más de quince vehículos camuflados con las sirenas sonando, las luces rojas girando frenéticamente. Buccino quería evitar, sobre todo, un tiroteo en aquella calle residencial. Supuso que Richard tendría en su casa armas de todo tipo: rifles de asalto con proyectiles capaces de atravesar los blindajes, granadas de mano, dinamita, Dios sabía qué. Temiendo que Richard tuviera contactos entre la Policía local de Dumont, Buccino no informó a esta de lo que iba a suceder, a pesar de que es costumbre, por cortesía, avisar a la Policía local cuando se va a hacer una operación importante.
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