Francisco Umbral - Ramón Y Las Vanguardias

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Ramón Gómez de la Serna, como hijo de una familia de clase media con abono en la ópera, decide desde muy joven tener estudio propio para recluirse a escribir sus cosas y ganarse la vida. Se pensaría en lo que entonces llamaban una “garçoniere”, pero la única señorita a lo garzón que tiene capilla en la alta basílica ramoniana, calle de Velázquez, es una muñeca de cera con la que se hacía las fotos para los periódicos.

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Nos descubre de pronto, en una anotación del Diario, su admiración por Anatole France: «Hubo un momento en que todo un principio de generación quiso robarle a Anatole France su calidad de novelista, pero pasó esa cola de generación y Anatole France volvió a conseguir su gran condición de novelista. Vio pausada e irónicamente la vida, a un ralentí especial, y así queda palpable a través del tiempo lo que parece que se tornó impalpable. Detuvo la vida en una ilusión de novelista y de espectador, y por eso la hizo inmortal como lo es todo lo que logra ser incorruptible.»

Hemos hablado, en el capítulo «Literatura de la literatura», de lo que Ramón le debe -como préstamo personal o de época- a Cocteau y, en consecuencia, a Proust. Es lo que Proust le debe a France, al que admiraba notoriamente y hace aparecer en sus libros, como sabe cualquiera, con nombre falso y verdadero. Hemos dicho que Proust ralentiza la vida, y esa ralentización viene de France, pero France, el maestro, es superado y anulado por Proust, el discípulo, como tantas veces ocurre. France y Cocteau están hoy más cerca del kitsch que Proust, al que salva sencillamente el genio.

Ramón, que se ocupa raramente de Proust -extraño vacío en su cultura y su obra-, acierta a decir que Anatole France detuvo la vida, detuvo la novela, y todavía le recuerda en la segunda mitad del siglo.

Quizá, cuando Ramón hacía sus novelas, creía estar haciendo anatolismo, pero ya hemos visto que está más cerca de Cocteau que de ningún otro modelo. E insisto en que no sé si se trata de un préstamo personal o un préstamo de época, de una imitación o un aire generacional. Ahora ya sabemos, por propia confesión del autor, que su modelo secreto era Anatole France, un France pasado por la alegre escritura vanguardista. No es necesario decir que a Ramón no le salió el experimento, o sólo le salió a medias. Él no es que ralentice la vida, como France, sino que la vida se le muere entre las manos, en cada novela, por abrumación de greguerías y falta de movilidad novelesca.

Es reveladora esta pequeña nota de Ramón sobre France, al que casi nunca había citado, y por ella comprendemos que el hombre que quiso ser como Anatole France sólo consiguió parecerse a Cocteau, en cuanto novelista. Su genio estaba en otra parte.

En 1953 se le diagnostica de heredodiabético, pero después de un régimen riguroso le desaparecen todos los síntomas en los análisis. Se hace a sí mismo promesas de trabajar despacio, de llevar las colaboraciones -que todavía son muchas- con calma, y de trabajar en sus libros pausadamente. Es esa ilusión de trabajo tranquilo que se hace el escritor español, sabiendo en realidad que reventará sobre las cuartillas. Se pasa una noche arreglando una pluma.

De pronto anota una frase de Leonardo da Vinci: «Un objeto viene a nosotros en forma de pirámide. La punta está en nuestro ojo. La base, en el objeto.» Es casi una greguería. Ramón ha tenido siempre mucha sensibilidad para detectar greguerías en los demás, incluso en un hombre tan remoto como Leonardo. En Quevedo había descubierto muchísimas.

Y otro desgarro de tío de café, de escritor callejero (debía haber muchos en el original): «Te vas a morir de encoñado que estás.»

En el 54, cuando agoniza Benavente, deja constancia en su Diario de lo poco que le ha interesado siempre este dramaturgo. Una vez había sostenido que Benavente le robó, siendo él muy joven, la idea de su Cuento de Calleja . De Benavente dice ahora que «lo suyo no era arte, sino suscripción». En efecto, la sociedad española estaba como suscrita a Benavente, a sus frases y sus comedias.

A Benavente le había hecho un acertado retrato, llamándole «doctorcito», años atrás.

De pronto nos sorprende con un exabrupto: «Todo Juan Ramón Jiménez es una filfa.» El hombre que más generosamente ha retratado y biografiado a sus contemporáneos, dice a última hora la verdad amarga del desencanto. No es que lo otro fuera mentira, sino que su proyecto de optimismo ha fracasado y todo fracasa con él. Ya había escrito hacía muchos años, en pleno optimismo: «Ay cuando las cosas empiezan a dar la vuelta.» Este Diario que se ha llamado póstumo es el volver de las cosas con su otra cara, con su careta ya mortal, como en El tiempo recobrado , y por eso nos detenemos en su examen. Es el único documento con que contamos -aunque tan maltrecho- del revés ramoniano, del Ramón tardío que sobrevive patéticamente a su proyecto de optimismo, al optimismo como proyecto, que es lo que hemos estudiado en todo este libro.

37. DESENCANTO

Dice una greguería del Diario póstumo: «En los ojos del gato hay la tristeza de no poder ser más que ojos de gato.» Se repiten en todo el libro estas antigreguerías. Y las llamo así porque, aunque tengan la apariencia de la eterna greguería ramoniana, son en realidad su negación. La greguería, como la metáfora, no hace sino relacionar unas cosas con otras, animar una imagen poniéndola en contacto eléctrico con otra imagen. Pero los ojos del gato, de pronto, ya no son relacionables con nada, sino que se quedan en ojos de gato, y esa es su tristeza y ése su único mensaje.

Elijo esta greguería porque da tono a todo el libro. A Ramón se le han cortado las relaciones entre las cosas, los puentes de la imaginación. El mundo ha dejado de ser para él una cinta infinita en la que todo se relaciona con todo. Ha perdido la idea de continuidad y contigüidad, y por lo tanto ha perdido la idea de circunferencia. Las cosas y los gatos ya sólo remiten a su propia limitación. La imaginación ramoniana, en vez de relacionar, ahora aísla. Es una imaginación que se está volviendo analítica, o sea que se está secando. Dice en otra observación intimista de este libro, al oír el ascensor de la casa que sube con un vecino: «Otro que se salva de la calle.» La calle se le ha vuelto -a él, tan callejero- peligrosa y adversa. Y no sólo, naturalmente, por razones políticas, sino por razones vitales. Con su ya comentada y estudiada sensibilidad para lo cotidiano, experimenta ahora el alivio que debe experimentar ese vecino -a lo mejor el vecino no lo experimenta- al subir en el ascensor que le posa blandamente en un hogar cálido.

Ramón anota de pronto el número de la funeraria de Buenos Aires: 888888. El 17 de julio de 1955 deja de fumar. El 11 de septiembre cumple cincuenta años su mujer. En febrero del 56 habla de enfermedades y medicinas. El 10 de junio del 56 hay tiros en la noche y Ramón atranca su puerta con el Diccionario Enciclopédico. Tiene miedo de que vaya a desencadenarse una guerra como la que le echó de España. Se ha comprado un juego de café y «un gato baudeleriano de porcelana» y experimenta la inquietud de que la política o la guerra pueden truncarle estos amagos de felicidad doméstica. La Historia, pues, tampoco consigue arrastrarle. Será así hasta la muerte y desde que, muy joven, se propuso -quizá sin proponérselo- vivir en la vida y no en la Historia, vivir en lo cotidiano y no en los acontecimientos. La última anotación del libro es del 24 de septiembre y dice: «El inmenso Dios que llena lo inconcebible.» La expresión es buena y está por encima de su pietismo habitual de viejo. Poco antes había anotado: «Pero el Manzanares sigue creciendo.» Quiere decirse que España está presente en su nostalgia continuamente (las referencias son frecuentes en este Diario), de acuerdo con la teoría de los tres círculos concéntricos que ya hemos expuesto, y en los cuales se mueve hasta la muerte. En algún rincón perdido del libro ha escrito: «Hay mortales que tienen cáncer.» Es una de sus últimas y macabras ironías. Además de ser uno mortal por naturaleza, tiene cáncer.

Le preocupa a Ramón el exceso de almidón que tiene el pan. Le preocupa su salud. Se divierte Ramón resucitando viejas palabras españolas: lucidura. «Dio una lucidura a la pared.» Parece que no se entera de nada, pero sí que se entera: «América tiende a quedarse paralizada en una arregostada buena vida.» Toda una profecía. Está llegando a las grandes síntesis de su escritura. De pronto, por ejemplo, escribe el nombre de Goethe, sólo, aislado, sin más. El comentario lo pone el blanco del papel.

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