Horacio Quiroga - Anaconda

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La trayectoria de escritor de Horacio Quiroga (Salto, Uruguay, 1879 -Buenos Aires 1937) se desenvolvió armónicamente desde la publicación de su primer libro de poemas, pasando por el periodismo y el magisterio y la novelística, hasta alcanzar su más personal forma de expresión, el cuento, género en el cual descolló y que, en definitiva, hace perdurable su bien merecida fama, hasta llegar a llamársele el Kipling rioplatense, autor éste con quien comparte el amor por la selva y el acendrado sentido de la naturaleza. En Anaconda esa cosmovisión se acentúa notablemente y junto a los rudos y feroces paisajes misioneros, pululan los retratos de las fuertes personalidades que los pueblan, al tiempo que se insinúan y lo impregnan todas las leyendas y tradiciones con cósmico aliento.

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– ¿Por qué?

– Porque las estrellas de día lucen poco. Tienen manchas y arrugas.

– Creo que su esposa, sin embargo -me he atrevido- es…

– Una estrella. También ella tiene esas cosas. Por esto puedo informarle. Y si quiere un consejo sano, se lo voy a dar. Usted, por lo que puedo deducir, tiene fortuna; ¿no es cierto?

– Algo.

– Muy bien. Y lo que es más fácil de ver, tiene un confortante entusiasmo por las actrices. Por lo tanto, o usted se irá a pasear por Europa con una de ellas y será muerto por la vanidad y la insolencia de su estrella, o se casará usted y se irán a su estancia de Buenos Aires, donde entonces será usted quien la mate a ella, a lazo limpio. Es un modo de decir pero expresa la cosa. Yo estoy casado.

– Yo no; pero he hecho algunas reflexiones sobre el matrimonio… -Bien. ¿Y las va a poner en práctica casándose con una estrella? Usted es un hombre joven. En South América todos son jóvenes en este orden. De negocios no entienden la primera parte de un film, pero en cuestiones de faldas van a prisa. He visto a algunos correr muy ligero. Su fortuna, ¿la ganó o la ha heredado?

– La heredé.

– Se conoce. Gástela a gusto.

Y con un cordial y grueso apretón de manos me dejó hasta el día siguiente.

Esto pasaba anteayer. Volví dos veces más, en las cuales amplió mis conocimientos. No he creído deber enterarlo a fondo de mis planes, aunque el hombre podría serme muy útil por el vasto dominio que tiene de la cosa, lo que no le ha impedido, a pesar de todo, casarse con una estrella.

– En el cielo del cine me ha dicho de despedida-, hay estrellas, asteroides y cometas de larga cola y ninguna sustancia dentro. ¡Ojo, amigo… panamericano! ¿También entre ustedes está de moda este film? Cuando vuelva lo llevaré a comer con mi mujer; quedará encantada de tener un nuevo admirador más. ¿Qué cartas lleva para allá?… No, no; rompa eso. Espere un segundo… Esto sí. No tiene más que presentarse y casarse. ¡Ciao!

Al partir el tren me he quedado pensando en dos cosas: que aquí también el ¡ciao! aligera notablemente las despedidas, y que por poco que tropiece con dos o tres tipos como este demonio escéptico y cordial, sentiré el frío del matrimonio.

Esta sensación particularísima la sufren los solteros comprometidos, cuando en la plena, somnolienta y feliz distracción que les proporciona su libertad, recuerdan bruscamente que al mes siguiente se casan. ¡Animo, corazón!

El escalofrío no me abandona, aunque estoy ya en Los Angeles y esta tarde veré a la Phillips.

Mi informante de Nueva York tenía cien veces razón; sin las cartas que él me dio no hubiera podido acercarme ni aun a las espaldas de un director de escena. Entre otros motivos, parece que los astrónomos de mi jaez abundan en Los Angeles, efecto del destello estelar. He visto así allanadas todas las dificultades, y dentro de dos o tres horas asistiré a la filmación de La gran pasión, de la Blue Bird, con la Phillips, Stowell, Chaney y demás, ¡por fin!

He vuelto a tener ricos informes de otro personaje, Tom H. Burns, accionista de todas las empresas, primer recomendado de mi amigo neoyorquino. Ambos pertenecen al mismo tipo rápido y cortante. Estas gentes nada parecen ignorar tanto como la perífrasis.

– Que usted ha tenido suerte -me dijo el nuevo personaje-, se ve con sólo mirarlo. La Universal había proyectado un raid por el Arizona, con el grupo Blue Bird. Buen país aquél. Una víbora de cascabel ha estado a punto de concluir con Chaney el año pasado. Hay más de las que se merece el Arizona. No se fíe, si va allá. ¿Y su ilustración…? ¡Ah!, muy bien. ¿Esto lo hicieron ustedes en la Argentina? Magnífico. Cuando yo tenga la fortuna suya voy a hacer también una zoncera como ésta. Zoncera, en boca de un buen yanqui, ya sabe lo que quiere decir. ¡Ah, ah…! Todas las estrellas. Y algunas repetidas. Demasiado repetidas, es la palabra, para un simple editor. ¿Usted es el editor?

– Sí.

– No tenía la menor duda. ¿Y la Phillips? Hay lo menos ocho retratos suyos.

– Tenemos en la Argentina una estimación muy grande por esta artista.

– ¡Ya lo creo! Esto se ve con sólo mirarle a usted la cara. ¿Le gusta? -Bastante.

– ¿Mucho?

– Locamente.

– Es un buen modo de decir. Hasta luego. Lo espero a las tres en la Universal.

Y se fue. Todo lo que pido es que este sentimiento hacia la Phillips, que, según parece, se me ve en seguida en la cara, no sea visto por ella. Y si lo ve, que lo guarde su corazón y me lo devuelvan sus ojos.

Mientras escribo esto no me conformo del todo con la idea de que ayer vi a Dorothy Phillips, a ella misma, con su cuerpo, su traje y sus ojos. Algo imprevisto me había ocupado la tarde, de modo que apenas pude llegar al taller cuando el grupo Blue Bird se retiraba al centro.

– Ha hecho mal -me dijo mi amigo-. ¿Trae su ilustración? Mejor; así podrá hojeársela a su favorita. Venga con nosotros al bar. ¿Conoce a aquel tipo?

– Sí; Lon Chaney.

– El mismo. Tenía los pliegues de la boca más marcados cuando se acostó con el crótalo. Ahí tiene a su estrella. Acérquese.

Pero alguno lo llamó, y Burns se olvidó de mí hasta la mitad de la tarde, ocupado en chismes del oficio.

En la mesa del bar -éramos más de quince- yo ocupé un rincón de la cabecera, lejos de la Phillips, a cuyo lado mi amigo tomó asiento. Y si la miraba yo a ella no hay para qué insistir. Yo no hablaba, desde luego, pues no conocía a nadie; ellos, por su parte, no se preocupaban en lo más mínimo de mí, ocupados en cruzar la mesa de diálogos en voz muy alta.

Al cabo de una hora Burns me vio.

– ¡Hola! -me gritó-. Acérquese aquí. Duncan, deje su asiento, y cámbielo por el del señor. Es un amigo reciente, pero de unos puños magníficos para hacerse ilusiones. ¿Cierto? Bien, siéntese. Aquí tiene a su estrella. Puede acercarse más. Dolly, le presento a mi amigo Grant, Guillermo Grant. Habla inglés, pero es sudamericano, como a mil leguas de México. ¡Ojalá se

hubieran quedado con el Arizona! No la presento a usted, porque mi amigo la conoce. ¿La ilustración, Grant? Usted verá, Dolly, si digo bien.

No tuve más remedio que tender el número, que mi amigo comenzó a hojear del lado derecho de la Phillips.

– Vaya viendo, Dolly. Aquí, como es usted. Aquí, como era en la Lo la Morgan…

Le pasó el número, que ella prosiguió hojeando con una sonrisa. Mi amigo había dicho ocho, pero eran doce los retratos de ella. Sonreía siempre, pasando rápidamente la vista sobre sus fotografías, hasta que se dignó volverse a mí:

– ¿Suya, verdad, la edición? Es decir, ¿usted la dirige?

– Sí, señora.

Aquí una buena pausa, hasta que concluyó el número. Entonces mirándome por primera vez en los ojos, me dijo:

– Estoy encantada…

– No deseaba otra cosa.

– Muy amable. ¿Podría quedarme con este número? Como yo demorara un instante en responder, ella añadió:

– Si le causa la menor molestia…

– ¿A él? -volvió la cabeza a nosotros mi amigo-. No. -No es usted, Tom -objetó ella-, quien debe responder.

A lo que repuse mirándola a mi vez en los ojos con tanta cordialidad como ella a mí un momento antes:

– Es que el solo hecho, miss Phillips, de haber dado en la revista doce fotografías suyas me excusa de contestar a su pedido.

– Miss -observó mi amigo, volviéndose de nuevo-. Muy bien. Un kanaca de tres años no se equivocaría. Pero para un americano de allá abajo no hay diferencia. Mistress Phillips, aquí presente, tiene un esposo. Aunque bien mirado… Dolly, ¿ya arregló eso?

– Casi. A fin de semana, me parece…

– Entonces, miss de nuevo. Grant: si usted se casa, divórciese; no hay nada más seductor, a excepción de la propia mujer, después. Miss. Usted tenía razón hace un momento. Dios le conserve siempre ese olfato.

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