Horacio Quiroga - Anaconda

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La trayectoria de escritor de Horacio Quiroga (Salto, Uruguay, 1879 -Buenos Aires 1937) se desenvolvió armónicamente desde la publicación de su primer libro de poemas, pasando por el periodismo y el magisterio y la novelística, hasta alcanzar su más personal forma de expresión, el cuento, género en el cual descolló y que, en definitiva, hace perdurable su bien merecida fama, hasta llegar a llamársele el Kipling rioplatense, autor éste con quien comparte el amor por la selva y el acendrado sentido de la naturaleza. En Anaconda esa cosmovisión se acentúa notablemente y junto a los rudos y feroces paisajes misioneros, pululan los retratos de las fuertes personalidades que los pueblan, al tiempo que se insinúan y lo impregnan todas las leyendas y tradiciones con cósmico aliento.

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Yo agrego ahora: las matemáticas, no sé; pero en el resto -Dios me perdone- le sobraba razón. Así, al parecer, lo comprendió también la Ad ministración, rehusando admitirme en el manejo de su delicado mecanismo.

MISS DOROTHY PHILLIPS, MI ESPOSA

Yo pertenezco al grupo de los pobres diablos que salen noche a noche del cinematógrafo enamorados de una estrella. Me llamo Guillermo Grant, tengo treinta y un años, soy alto, delgado y trigueño, como cuadra, a efectos de la exportación, a un americano del sur. Estoy apenas en regular posición, y gozo de buena salud.

Voy pasando la vida sin quejarme demasiado, muy poco descontento de la suerte, sobre todo cuando he podido mirar de frente un par de hermosos ojos todo el tiempo que he deseado.

Hay hombres, mucho más respetables que yo desde luego, que si algo reprochan a la vida es no haberles dado tiempo para redondear un hermoso pensamiento. Son personas de vasta responsabilidad moral ante ellos mismos, en quienes no cabe, ni en posesión ni en comprensión, la frivolidad de mis treinta y un años de existencia. Yo no he dejado, sin embargo, de tener amarguras, aspiracioncitas, y por mi cabeza ha pasado una que otra vez algún pensamiento. Pero en ningún instante la angustia y el ansia han turbado mis horas como al sentir detenidos en mí dos ojos de gran belleza.

Es una verdad clásica que no hay hermosura completa si los ojos no son el primer rasgo bello del semblante. Por mi parte, si yo fuera dictador decretaría la muerte de toda mujer que presumiera de hermosa, teniendo los ojos feos. Hay derecho para hacer saltar una sociedad de abajo arriba, y el mismo derecho -pero al revés- para aplastarla de arriba abajo. Hay derecho para muchísimas cosas. Pero para lo que no hay derecho, ni lo habrá nunca es para usurpar el título de belleza cuando la dama tiene los ojos de ratón. No importa que la boca, la nariz, el corte de cara sean admirables. Faltan los ojos, que son todo.

El alma se ve en los ojos -dijo alguien-. Y el cuerpo también, agrego yo. Por lo cual, erigido en comisario de un comité ideal de Belleza Pública, enviaría sin otro motivo al patíbulo a toda dama que presumiera de bella teniendo los ojos antedichos. Y tal vez a dos o tres amigas.

Con esta indignación y los deleites correlativos- he pasado los treinta y un años de mi vida esperando, esperando.

¿Esperando qué? Dios lo sabe. Acaso el bendito país en que las mujeres consideran cosa muy ligera mirar largamente en los ojos a un hombre a quien ven por primera vez. Porque no hay suspensión de aliento, absorción más paralizante que la que ejercen dos ojos extraordinariamente belios. Es tal, que ni aun se requiere que los ojos nos miren con amor. Ellos son en sí mismos el abismó, el vértigo en que el varón pierde la cabeza, sobre todo cuando no puede caer en él. Esto, cuando nos miran por casualidad; porque si el amor es la clave de esa casualidad, no hay entonces locura que no sea digna de ser cometida por ellos.

Quien esto anota es un hombre de bien, con ideas juiciosas y ponderadas. Podrá parecer frívolo pero lo que dice no lo es. Si una pulgada de más o de menos en la nariz de Cleopatra -según el filósofo- hubiera cambiado el mundo, no quiero pensar en lo que podía haber pasado si aquella señora llega a tener los ojos más hermosos de lo que los tuvo: el Occidente desplazado hacia el Oriente trescientos años antes, y el resto.

Siendo como soy, se comprende muy bien que el advenimiento del cinematógrafo haya sido para mí el comienzo de una nueva era, por la cual cuento las noches sucesivas en que he salido mareado y pálido del cine, porque he dejado mi corazón, con todas sus pulsaciones, en la pantalla que impregnó por tres cuartos de hora el encanto de Brownie Vernon.

Los pintores odian al cinematógrafo porque dicen que en éste la luz vibra infinitamente más que en sus cuadros cinematográficos. Lo comprendo bien. Pero no sé si ellos comprenderán la vibración que sacude a un pobre mortal, de la cabeza a los pies, cuando una hermosísima muchacha nos tiende por una hora su propia vibración personal al alcance de la boca. Porque no debe olvidarse que contadísimas veces en la vida nos es dado ver tan de cerca a una mujer como en la pantalla. El paso de una hermosa chica a nuestro lado constituye ya una de las pocas cosas por las cuales valga la pena retardar el paso, detenerlo, volver la cabeza, y perderla. No abundan estas pequeñas felicidades.

Ahora bien: ¿qué es este fugaz deslumbramiento ante el vértigo sostenido, torturador, implacable, de tener toda una noche a diez centímetros los ojos de Mildred Harris? ¡A diez, cinco centímetros! Piénsese en esto. Como aun en el cinematógrafo hay mujeres feas, las pestañas de una mísera, vistas a tal distancia, parecen varas de mimbre. Pero cuando una hermosa estrella detiene y abre el paraíso de sus ojos, de toda la vasta sala, y la guerra europea, y el éter sideral, no queda nada más que el profundo edén de melancolía que desfallece en los ojos de Miriam Cooper.

Todo esto es cierto. Entre otras cosas, el cinematógrafo es, hoy por hoy, un torneo de bellezas sumamente expresivas. Hay hombres que se han enamorado de un retrato y otros que han perdido para siempre la razón por tal o cual mujer a la que nunca conocieron. Por mi parte, cuanto pudiera yo perder incluso la vergüenza- me parecería un bastante buen negocio si al final de la aventura Marion Davies -pongo por caso- me fuera otorgada por esposa.

Así, provisto de esta sensibilidad un poco anormal, no es de extrañar mi asiduidad al cine, y que las más de las veces salga de él mareado. En ciertos malos momentos he llegado a vivir dos vidas distintas: una durante el día, en mi oficina y el ambiente normal de Buenos Aires, y la otra de noche, que se prolonga hasta el amanecer. Porque sueño, sueño siempre. Y se querrá creer que ellos, mis sueños, no tienen nada que envidiar a los de soltero -ni casado- alguno.

A tanto he llegado, que no sé en esas ocasiones con quién sueño: Edith Roberts… Wanda Hawley… Dorothy Phillips… Miriam Cooper…

Y este cuádruple paraíso ideal, soñado, mentido, todo lo que se quiera, es demasiado mágico, demasiado vivo, demasiado rojo para las noches blancas de un jefe de sección de ministerio.

¿Qué hacer? Tengo ya treinta y un años y no soy, como se ve, una criatura. Dos únicas soluciones me quedan. Una de ellas es dejar de ir al cinematógrafo. La otra…

Aquí un paréntesis. Yo he estado dos veces a punto de casarme. He sufrido en esas dos veces lo indecible pensando, calculando a cuatro decimales las probabilidades de felicidad que podían concederme mis dos prometidas. Y he roto las dos veces.

La culpa no estaba en ellas -podrá decirse-, sino en mí, que encendía el fuego y destilaba una esencia que no se había formado aún. Es muy posible. Pero para algo me sirvió mi ensayo de química, y cuanto medité y torné a meditar hasta algunos hilos de plata en las sienes, puede resumirse en este apotegma:

No hay mujer en el mundo de la cual un hombre -así la conozca desde que usaba pañales- pueda decir: una vez casada será así y así; tendrá este real carácter y estas tales reacciones.

Sé de muchos hombres que no se han equivocado, y sé de otro en particular cuya elección ha sido un verdadero hallazgo, que me hizo esta profunda observación:

Yo soy el hombre más feliz de la tierra con mi mujer; pero no te cases nunca.

Dejemos; el punto se presta a demasiadas interpretaciones para insistir, y cerrémosle con una leyenda que, a lo que entiendo, estaba grabada en las puertas de una feliz población de Grecia: Cada cual sabe lo que pasa en su casa.

Ahora bien; de esta convicción expuesta he deducido esta otra: la única esperanza posible para el que ha resistido hasta los treinta años al matrimonio es casarse inmediatamente con la primera chica que le guste o le haya gustado mucho al pasar; sin saber quién es, ni cómo se llama, ni qué probabilidades tiene de hacernos feliz; ignorándolo todo, en suma, menos que es joven y que tiene bellos ojos.

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