Carlos Zafón - El Principle de la Niebla

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- Tú la has traído, no yo -respondió con una sonrisa gatuna.

- Al agua -cortó Max.-Te vendrá bien.

Alicia se volvió y los contempló ataviados como buzos con una mueca burlona.

- ¡Qué pintas! -se dijo sin poder reprimir la risa.

Max y Roland se miraron a través de las gafas de buceo.

- Una última cosa -apuntó Max -, yo nunca he hecho esto antes. Bucear, quiero decir. He nadado en piscinas, claro, pero no estoy seguro si sabré…

Roland puso los ojos en blanco.

- ¿Sabes respirar debajo en el agua? -pregunto.

- He dicho que no sabía bucear, no que fuese tonto -repuso Max.

- Si sabes respirar en el agua, sabes bucear -aclaró Roland.

- Id con cuidado -apuntó Alicia.-Oye, Max, ¿seguro que esto es una buena idea?

- No pasará nada -aseguró Roland, y se volvió a Max a la vez que le palmeaba el hombro -. Usted primero, Capitán Nemo.

Max se sumergió por primera vez en su vida bajo la superficie del mar y descubrió cómo se abría ante sus ojos atónitos un universo de luz y sombras que sobrepasaba cuanto había imaginado. Los haces del sol se filtraban en cortinas neblinosas de claridad que ondeaban lentamente y la superficie se había convertido ahora en un espejo opaco y danzante. Contuvo la respiración unos segundos más y volvió a emerger a por aire. Roland, a un par de metros de él, le vigilaba atentamente.

- ¿Todo bien? -preguntó.

Max asintió, entusiasmado.

- ¿Lo ves? Es fácil. Nada junto a mí -indicó Roland antes de sumergirse de nuevo.

Max dirigió una última mirada a la orilla y vio cómo Alicia le saludaba, sonriente. Le devolvió el saludo y se apresuró a nadar junto a su compañero, mar adentro. Roland le guió hasta un punto en el cual la playa parecía lejana, aunque Max sabía que apenas mediaba una treintena de metros hasta la orilla. A ras de mar, las distancias crecían. Roland le tocó el brazo y señaló hacia el fondo. Max tomó aire e introdujo la cabeza en el agua, ajustándose las gomas de las gafas de buceo. Sus ojos tardaron un par de segundos en acostumbrarse a la débil penumbra submarina. Sólo entonces pudo admirar el espectáculo del casco hundido del barco, tumbado sobre el costado y envuelto en una mágica luz espectral. El buque debía de medir alrededor de cincuenta metros, quizá más, y tenía una profunda brecha abierta desde la proa hasta la sentina. La vía abierta sobre el casco parecía una herida negra y sin fondo inflingida por afiladas garras de piedra. Sobre la proa, bajo una capa cobriza de óxido y algas, se podía leer el nombre del barco, Orpheus.

El Orpheus tenía aspecto de haber sido en su día un viejo carguero, no un barco de pasajeros. El acero resquebrajado del buque estaba surcado de pequeñas algas pero, tal como Roland había dicho, no había un solo pez nadando sobre el casco. Los dos amigos lo recorrieron desde la superficie, deteniéndose cada seis o siete metros para contemplar con detalle los restos del naufragio. Roland había dicho que el barco se encontraba a unos diez metros de profundidad, pero, desde allí, a Max aquella distancia le parecía infinita. Se preguntó cómo se las había arreglado Roland para recuperar todos aquellos objetos que habían visto en su cabaña de la playa. Su amigo, como si hubiese leído sus pensamientos, le hizo una seña para que esperase en la superficie y se sumergió batiendo poderosamente las aletas. Max observó a Roland, que descendía hasta tocar el casco del Orpheus con la punta de sus dedos. Una vez allí, asiéndose cuidadosamente a los salientes del casco, fue reptando hasta la plata forma que en su día había sido el puente de mando. Desde su posición, Max podía distinguir todavía la rueda del timón y otros instrumentos en el interior. Roland nadó hasta la puerta del puente, que yacía abatida, y entró en el barco. Max sintió una punzada de inquietud al ver a su amigo desaparecer en el interior del buque hundido. No apartó los ojos de aquella compuerta mientras Roland nadaba por el interior del puente, preguntándose qué podría hacer si sucedía algo. A los pocos segundos, Roland emergió de nuevo del puente y ascendió rápidamente hacia él, dejando a su espalda una guirnalda de burbujas. Max sacó la cabeza a la superficie y respiró profundamente. El rostro de Roland apareció a un metro del suyo, con una sonrisa de oreja a oreja.

- ¡Sorpresa! -exclamó.

Max comprobó que sostenía algo en la mano.

- ¿Qué es eso? -inquirió Max, señalando el extraño objeto metálico que Roland había rescatado del puente.

- Un sextante.

Max enarcó las cejas. No tenía ni idea de lo que su amigo estaba diciendo.

- Un sextante es un cacharro que se usa para calcular la posición en el mar -explicó Roland, con la voz entrecortada después del esfuerzo de mantener la respiración durante casi un minuto -. Voy a volver a bajar. Aguántamelo.

Max empezó a articular una protesta, pero Roland se zambulló de nuevo sin darle apenas tiempo a abrir la boca. Inhaló profundamente y sumergió la cabeza de nuevo para seguir la inmersión de Roland. Esta vez, su compañero nadó a lo largo del casco hasta la popa del buque. Max aleteó siguiendo la trayectoria de Roland. Contempló a su amigo acercarse a un ojo de buey y tratar de mirar en el interior del barco. Max contuvo la respiración hasta que sintió que sus pulmones le ardían y soltó entonces todo el aire, listo para emerger de nuevo y respirar.

Sin embargo, en aquel último segundo, sus ojos descubrieron una visión que le dejó helado. A través de la tiniebla submarina, ondeaba una vieja bandera podrida y deshilachada prendida a un mástil en la popa del Orpheus. Max la observó detenidamente y reconoció el símbolo casi desvanecido que todavía podía distinguirse en ella: una estrella de seis puntas sobre un círculo. Max sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. Había visto aquella estrella antes, en la verja de lanzas del jardín de estatuas. El sextante de Roland se le escapó de entre los dedos y se hundió en la oscuridad. Presa de un temor indefinible, Max nadó atropelladamente hacia la orilla.

Media hora más tarde, sentados a la sombra del porche de la cabaña, Roland y Max contemplaban a Alicia mientras recogía viejas conchas entre las piedras de la orilla.

- ¿Estás seguro de haber visto ese símbolo antes, Max?

Max asintió.

- A veces, bajo el agua, las cosas parecen ser lo que no son -empezó Roland.

- Sé lo que vi -cortó Max -. ¿De acuerdo?

- De acuerdo -concedió Roland -. Viste un símbolo que según tú está también en esa especie de cementerio que hay detrás de vuestra casa. ¿Y qué?

Max se levantó y se encaró a su amigo.

- ¿Y qué? ¿Te vuelvo a repetir toda la historia?

Max había pasado los veinticinco últimos minutos explicándole a Roland todo cuanto había visto en el jardín de estatuas, incluida la película de Jacob Fleischmann.

- No hace falta -respondió secamente Roland.

- Entonces, ¿cómo es posible que no me creas? -espetó Max -. ¿Crees que me invento todo esto?

- No he dicho que no te crea, Max -dijo Roland sonriendo ligeramente a Alicia, que había vuelto de su paseo por la orilla con una pequeña bolsa llena de conchas -. ¿Ha habido suerte?

- Esta playa es un museo -respondió Alicia haciendo tintinear la bolsa con sus capturas.

Max, impaciente, puso los ojos en blanco.

- ¿Me crees entonces? -cortó, clavando sus ojos en Roland.

Su amigo le devolvió la mirada y permaneció en silencio unos segundos.

- Te creo, Max -murmuró desviando la vista hacia el horizonte, sin poder ocultar una sombra de tristeza en su rostro. Alicia advirtió el cambio en el semblante de Roland.

- Max dice que tu abuelo viajaba en ese barco la noche en que se hundió -dijo ella, colocando su mano sobre el hombro del muchacho -. ¿Es verdad?

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