Alicia Bartlett - Día de perros

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Día de perros: краткое содержание, описание и аннотация

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A la inspectora Petra Delicado y al subinspector Fermín Garzón les cae un caso aparentemente poco brillante: se ha encontrado malherido, a consecuencia de una paliza, a un individuo a todas luces marginal. El único ser que le conoce es un perro con tan poco pedigrí como su amo. El hombre muere sin recobrar la conciencia. Para la pareja de detectives comienza una búsqueda en la que la única pista es el perro. Con un capital tan menguado los dos policías se adentran en un mundo sórdido y cruel, un torrente subterráneo de sangre que sólo fluye para satisfacer las pasiones más infames.
Día de perros
Ritos de muerte
«
» Alicia Giménez Bartlett.
Las novelas de la serie “Petra Delicado” han recibido el premio «
» el año 2006.

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—¡Basta, subinspector!, si no intenta tranquilizarse un poco lo relevaré ahora mismo del servicio.

Se calló, luego levantó sus ojos bovinos ahora llenos de nerviosismo.

—De acuerdo, pero prométame que me dejará darle una hostia a Ribas, una sola hostia, inspectora; eso me relajará. Le aseguro que no me cebaré, que esperaré hasta que usted me indique el momento adecuado. Una simple hostia no es demasiado pedir.

—¡Ha perdido usted el juicio, Garzón! Pero ¿no se da cuenta de que éstos son los momentos más comprometidos? Ese tipo aún puede escapársenos de entre las manos. Le advertí que no habría hostias en esta investigación y mantengo lo dicho. Usted verá, a la mínima le planto una sanción. Seré inflexible, se lo juro.

¡Era lo que me faltaba!, bregar con Garzón y sus instintos justicieros. Hubiera tenido que mandarlo a casa en aquel mismo instante, pero no tuve valor. Peor para mí, un jefe no debe tener compasión para con la amistad; y si es policía no debe tener amigos siquiera.

Interrogamos primero a la mujer de Ribas. Se llamaba Pilar y estaba en las antípodas físicas de su esposo. De pequeña estatura, tez pálida y pelo teñido de un rubio blanquecino resultaba poco atractiva, indefensa y nerviosa como la mascota de un escolar. Le temblaban las manos y, para ocultarlo, las mantenía cruzadas en el regazo con un gesto de fingida firmeza. El cuadro de ser desasistido se rompía cuando empezaba a hablar. Su voz era resuelta y sin fisuras, enérgica.

—Señora Ribas, ¿sabe por qué está aquí?

—No —respondió frunciendo la boca.

—Pero sí sabe por qué está aquí su esposo, ¿verdad?

Dudó un momento, hizo una extraña mueca, apretó imperceptiblemente los puños sobre la falda y dijo:

—Sí.

Asentí varias veces con la cabeza. La miré buscando sin éxito sus ojos.

—Bien, ése es un punto por el que empezar. Su marido se dedica a organizar peleas de perros clandestinas. ¿No es así?

—Sí.

—Y fue usted quien, anónimamente, nos dio hace un tiempo las claves para que pudiéramos irrumpir durante una de esas peleas en la Zona Franca, ¿cierto?

—Sí.

—Más recientemente volvió usted a delatar la organización de su marido.

—Sí.

—En la segunda llamada habló usted conmigo disimulando su voz.

—Sí.

—¿No podía venir a decírnoslo personalmente?

—¡Desde luego que no!

—¿Por qué?

Empezó a dar síntomas de impaciencia.

—¡Vaya pregunta!, no quería que mi marido supiera que había sido yo, ni quería que la policía me mezclara en sus asuntos.

—Pero usted estaba al corriente de esos asuntos.

—Él nunca me los ha ocultado. Tenía una idea general, pero nunca participé en sus cosas.

—¿Está segura, señora Ribas?

—¡Deje de llamarme así!, mi nombre es Pilar.

—De acuerdo, Pilar. Dígame una cosa, ¿sabía usted que su marido asesinó a un hombre?

Me miró con cara alarmada. Por primera vez sus manos abandonaron el regazo, se aferraron a los brazos del asiento.

—¡No! —dijo rotundamente.

—¿Llegó usted a conocer a Ignacio Lucena Pastor?

—No sé quién es.

—Pero sin embargo sí conocía a su sucesor Enrique Marzal lo suficiente como para denunciarlo.

—Sabía que ese Marzal andaba desde hace meses con mi marido, pero no sé qué hacía para él. Tomé su dirección de la agenda de Augusto y se la di a ustedes, eso es todo.

Saqué de un cajón la foto de Lucena, se la mostré.

—¿Sabe quién es?

Lo miró con cara contrariada.

—Sí, es Lolo. Vino alguna vez por mi casa. No intercambié ni dos palabras con él. Hace un tiempo dejó de aparecer.

—¿Y no le extrañó?

—¿Por qué iba a extrañarme? Mi marido anda con gente, a veces vienen por mi casa, yo les digo hola y adiós. Prefiero no saber.

—Pues a Lolo lo mataron a golpes. Tenemos motivos para pensar que fue su marido, y pensamos que quizás a usted haya que acusarla de complicidad.

Se tensó. Sus ojos mortecinos cobraron vida de repente.

—¿Cree que alguien que les da pistas dos veces por teléfono puede ser culpable de algo? ¿Por qué iba a acusarme a mí misma?

—No lo sé. ¿Por qué denunció a su marido, Pilar?

Quedó callada, balbuceó:

—Esa mujer...

Garzón se puso recto como si tuviera un resorte de alambre en la espalda.

—¿Qué mujer?

La interrogada lo miró con temor, me miró luego a mí. Sonreí como pude.

—¿A qué mujer se refiere? —pregunté con el tono más suave que conseguí encontrar.

—A esa mujer. Lo suyo hacía años que duraba, y yo nunca rechisté, aguantaba. Pero esa mujer era una fulana. Sabía que él estaba casado y aun así seguían viéndose. Tenían la excusa del negocio.

—¿Habla usted de Valentina Cortés?

—Sí.

—¿Por eso nos llamó?

—Sí, quería que los cazaran.

—Pero ¿por qué en ese momento, Pilar? Usted acaba de decir que había aguantado muchos años.

—Hacía tiempo que a Augusto se le veía más inquieto que de costumbre, y yo estaba segura de que no era sólo porque usted le siguiera los pasos. Lo descubrí varias veces llamándola desde casa. Colgaba el teléfono, pero yo sabía que hablaba con ella. Me decidí a avisarles a ustedes de su negocio. Era una manera de que todo se acabara. Pero ustedes no consiguieron cogerlos. Pasó el tiempo y una tarde Augusto volvió a casa descompuesto. Dijo que me dejaba, que lo sentía de verdad, pero que iba a perder a Valentina y no podía soportarlo.

Garzón terció nervioso, anhelante, fuera de sí.

—¿Iba ella a casarse con otro?

—¡Y yo qué sé!, ¿cree que me importaba saber los motivos? Él se iba, y era la primera vez que me decía una cosa de esa importancia. Todos aquellos años, aunque la viera a ella jamás pensó en marcharse de casa. ¡Jamás!, yo fui siempre su mujer.

El subinspector se replegó como un animal al acecho. Intervine de nuevo.

—¿Y qué más, Pilar, qué más sucedió?

—Anduvo todo el tiempo de un lado para otro, hecho un manojo de nervios. Aquella noche tenían una pelea, así que sobre las once se largó. Supuse que la vería allí, que después quizás volviera a casa diciendo que se largaba en aquel mismo momento, que cogería sus maletas y...

Se calló, miró al suelo.

—¿Qué pasó entonces?

—Estaba nerviosa y me fui a dar una vuelta. No quería tener que verlo de nuevo aquella noche. Cuando volví ya estaba en la cama.

—¿Qué le dijo él?

—Nada, que algo había fallado y se había suspendido la pelea.

Encendí un cigarrillo, reflexioné.

—Y al día siguiente usted se enteró de que a Valentina la habían matado y pensó que fue su marido quien lo hizo.

—Sí, y, pasados unos días, los he vuelto a llamar. Ustedes seguían sin enterarse de nada. Vinieron a buscarlo pero lo soltaron enseguida. Busqué su agenda y les di el teléfono de ese hombre que trabajaba para él. Era una manera de volver a ponerlos en el camino.

—¿Por qué, Pilar? En realidad el peligro de Valentina ya había desaparecido, ahora volvía a tener a su esposo sólo para usted.

—Él quería dejarme, nunca volvería a ser nada igual. Además, se ha convertido en un asesino. La hizo y tiene que pagarla.

La miré con recelo.

—Lo comprendo. Claro que también hubiera podido ser que... en fin, que fuera su propio esposo quien estuviera acusándola a usted de haber matado a Valentina. Intentando cargarle la culpa, quiero decir. Pensándolo bien, al marcharse a pasear sola esa noche se lo puso usted fácil, ¿verdad? Contésteme a una cosa, Pilar, ¿tienen ustedes perro en su casa?

Había enrojecido, me miraba expectante:

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