Alicia Bartlett - Día de perros

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Día de perros: краткое содержание, описание и аннотация

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A la inspectora Petra Delicado y al subinspector Fermín Garzón les cae un caso aparentemente poco brillante: se ha encontrado malherido, a consecuencia de una paliza, a un individuo a todas luces marginal. El único ser que le conoce es un perro con tan poco pedigrí como su amo. El hombre muere sin recobrar la conciencia. Para la pareja de detectives comienza una búsqueda en la que la única pista es el perro. Con un capital tan menguado los dos policías se adentran en un mundo sórdido y cruel, un torrente subterráneo de sangre que sólo fluye para satisfacer las pasiones más infames.
Día de perros
Ritos de muerte
«
» Alicia Giménez Bartlett.
Las novelas de la serie “Petra Delicado” han recibido el premio «
» el año 2006.

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—Claro que sí.

—¿De qué raza?

—De los que cría mi marido, un stadforshire. Se llama Pompeyo.

—¿Llevaba usted a Pompeyo esa noche durante su paseo?

—¡Siempre que salgo por las noches lo llevo!, me siento más segura.

—Supongo que si se siente segura es porque el perro está entrenado para defenderla.

—¡Por supuesto que lo está!, ¿qué insinúa? Vuelvo a decirle que si yo fuera culpable de algo no les hubiera llamado.

—Pero observe, Pilar, hay un curioso paralelismo en todo esto. De igual manera que su marido querría cargarle la culpa a usted, usted podría estar intentando hacer lo mismo con él y por eso nos llamó. Dígame, ¿intentó él hacerla culpable?

Se removió nerviosa en su asiento.

—Sí, es verdad. Lo intentó. Aún me asombra su desfachatez. Cuando vino la policía a buscarlo me amenazó con decir que había sido yo quien mató a Valentina. Se obsesionó con eso y ha estado todos estos días acosándome. Creo que está loco, puede hacer cualquier cosa. Yo quiero que quede clara mi inocencia.

La miré intensamente.

—Quedará, no se preocupe. Si es usted inocente, se sabrá. Y también se sabrá si no lo es.

Salió de la habitación acompañada por un guardia, con su cara felina envejecida y preocupada. Garzón se lanzó sobre mí.

—¿Cree que fue ella?

—No lo sé. Ella o su marido, pudo ser cualquiera de los dos. Hay que averiguar qué hizo él después de la pelea abortada, con quién estuvo antes de volver a su casa.

—Ya verá como no tiene coartada. Me extrañaría que esta mujer se haya cargado a Valentina.

—¿Y no será que tiene más ganas de darle la hostia a él?

—He prometido que no habría hostias y no las habrá.

—Perfecto, Garzón. Vamos a por el tipo.

Augusto Ribas Solé sabía hasta qué punto tenía las cosas difíciles. Se le había comunicado escuetamente que su mujer también estaba detenida, nada más. Le habíamos dado tiempo para que pensara. En cuanto entró en mi despacho me di cuenta de que no opondría demasiada resistencia. No estaba nervioso sino hundido. Su físico imponente había experimentado un notable bajón. Se sentó junto al subinspector, frente a mí. Yo había decidido llevar el interrogatorio de un modo racional.

—Señor Ribas —le dije—, me propongo jugar lo más limpio posible. Sabemos muchas cosas sobre usted, incluso algunas que usted mismo desconoce. De modo que no voy a obrar intentando que caiga en contradicciones, ni tendiéndole trampas. Pienso que no es necesario. Le pido que haga un esfuerzo y no intente negar cosas que son evidentes. Seamos adultos y todo acabará más rápidamente.

Me escuchaba en silencio, mirándome a la cara con atención extrema.

—Alguien le ha crucificado, Ribas, le han traicionado. ¿Quiere saber quién ha sido? Yo se lo voy a decir: ha sido su esposa, ella le ha delatado.

Sus grandes ojos apenas demostraron sorpresa. Me taladró con ellos.

—Pues claro, les ha ido con el cuento para salvarse, ella mató a Valentina Cortés.

Me levanté, anduve unos pasos, me puse a su lado:

—No estoy hablándole de Valentina.

—Pues entonces, ¿de quién?

—¿Recuerda el chivatazo que sufrieron durante la pelea en la Zona Franca?

—No sé de qué me habla.

—Lo sabe muy bien. Ese chivatazo nos lo dio su mujer, acaba de confesarlo.

La cara de Ribas se desencajó. Su mirada huyó de la mía.

—Y ayer nos dio un nuevo chivatazo, por eso está usted aquí. Ella nos indicó dónde encontrar a Enrique Marzal y Enrique Marzal nos ha contado todo sobre sus actividades. Ya ve, Ribas, son dos testimonios coincidentes en su contra, no tiene por dónde escapar.

—¡Mierda! —masculló.

—¿Por qué mató usted a Valentina?

—¡Yo no la maté!

—¿Porque iba a dejarlo plantado por otro o quizás porque ella tenía graves pruebas contra usted?

—¿Pruebas?, ¿de qué está hablando?

—¿Quién mató a Ignacio Lucena Pastor, usted también?

—No sé quién es.

De pronto, Garzón se levantó y dio un tremendo golpe sobre la mesa.

—¡Sí sabes quién es, me cago en Dios!

Ribas se sobresaltó, parpadeó inquieto, quedó mudo. Garzón daba alaridos. El sospechoso estaba blanco.

—¿Quién fue, quién mato a Lucena, hijo de la gran puta?

—¡Ella, ella fue! —chilló.

—¡Ella, ¿quién?!

—¡Valentina!

—¡Mentira, cabrón!

Garzón se había precipitado sobre él, le tiraba de la pechera, lo zarandeaba como si fuera un pelele. Me puse tras su espalda, le tomé ambos brazos a la altura del codo y estiré.

—¡Calma, subinspector, calma!

Volvió en sí. Me miró. Se mordió los labios. Jadeaba. Jadeábamos los tres. Hice que se sentara. Me dirigí de nuevo a Ribas.

—No fue Valentina. Encontramos en su casa una libreta de contabilidad de Lucena. Si ella lo hubiera matado, jamás habría conservado una cosa así.

Bajó la cabeza, luego la dejó caer hasta que la barbilla descansó sobre el pecho. Permanecimos largo rato en silencio. En el aire viciado del despacho sonaban nuestras respiraciones, aún agitadas.

—¿Dónde encontraron esa libreta? —preguntó al fin Ribas.

—En la caseta de Morgana.

Asintió gravemente, se llevó la mano a los ojos, ocultándolos.

—Usted intentó encontrarla registrando mi casa; le inculpaba seriamente ¿verdad? Y mató a Valentina porque no quiso dársela como despedida. Ella pretendía seguir manteniendo cierto control sobre usted, nunca se fió. Y en esos momentos necesitaba asegurarse de que usted no iba a interferir en su nueva vida.

—No —musitó ya sin fuerza.

—Está usted perdido, Ribas, dejemos de jugar.

Empezaron a temblarle las manos. Exhaló un profundo suspiro. Se serenó.

—Cuando le pegué a Lucena no tenía intención de matarlo. Le ajusté las cuentas, quizás se me fue la mano... pero no tenía intención de matarle. Después me enteré de que estaba en el hospital, y más tarde de que había muerto, pero no tuve intención de matarle. De haber sido así le habrían pegado un tiro. Tengo licencia de armas, he sido cazador.

—¿Por qué no fue a la policía?

—Me asusté. Pensé que, al fin y al cabo, Lucena era un desgraciado que no tenía familia. Nada cambiaría si yo decía la verdad. Había sido un accidente y ya había sucedido. Era complicarme la vida estúpidamente.

—Y descubrir su negocio.

—Mi negocio es el criadero.

—Y la lucha clandestina de perros, que debe de completar sus ingresos muy bien. ¿Por qué lo mató?

—Yo no quise matarlo.

—Está bien, ¿por qué le pegó?

—Llevaba mucho tiempo escaqueándonos dinero. Se embolsó más de una recaudación, hizo negocios paralelos aprovechándose de mi nombre. Hasta le dio datos a un periodista para sacar algo más de pasta. Se la estaba buscando y le avisé. No hizo caso y volví a avisarle, pero le pegué demasiado fuerte y no lo resistió.

—Un aviso contundente.

—Era un tipo débil.

—Entonces encargó a Valentina que fuera ella quien buscara el dinero en casa de Lucena.

—Sí.

—Pero no lo encontró. Sí vio sin embargo las libretas de contabilidad y se llevó la que podía inculparle a usted. Estaba preocupada después de haber visto hasta qué punto de violencia era usted capaz de llegar. Pretendía cubrirse las espaldas. Ni siquiera se le ocurrió quedarse con las otras dos libretas. Un fallo ridículo, no era una auténtica profesional del delito.

—Me dijo que en esa libreta figuraba mi nombre.

—Pues no es verdad.

—Siempre lo sospeché.

—Y, aun sospechándolo, la mató.

—Les juro que no la maté. Ya he confesado. He dicho la verdad. Le pegué a Lucena y lo maté accidentalmente. Además, organizo peleas de perros. Muy bien, pero a Valentina no la maté. Yo siempre la quise.

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