Alicia Bartlett - Día de perros

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Día de perros: краткое содержание, описание и аннотация

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A la inspectora Petra Delicado y al subinspector Fermín Garzón les cae un caso aparentemente poco brillante: se ha encontrado malherido, a consecuencia de una paliza, a un individuo a todas luces marginal. El único ser que le conoce es un perro con tan poco pedigrí como su amo. El hombre muere sin recobrar la conciencia. Para la pareja de detectives comienza una búsqueda en la que la única pista es el perro. Con un capital tan menguado los dos policías se adentran en un mundo sórdido y cruel, un torrente subterráneo de sangre que sólo fluye para satisfacer las pasiones más infames.
Día de perros
Ritos de muerte
«
» Alicia Giménez Bartlett.
Las novelas de la serie “Petra Delicado” han recibido el premio «
» el año 2006.

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—¿Estás cansada? —preguntó a su mujer.

Ella frunció el ceño, e hizo un pequeño gesto de dolor al enderezar la espalda.

—Quiero irme a casa —dijo.

—No te preocupes, te irás.

La voz de Ribas había cobrado una calidez especial. Se acercó a Pilar, le tomó la mano. Ella no se resistió. Recibió también sin rechistar unos golpecitos en el hombro.

—Te irás enseguida, te irás.

Había cobrado el control absoluto de la situación. Ella se aflojó. Empezó a hablar sin mirarlo. Para ambos yo había dejado de existir.

—¿Por qué tuviste que querer marcharte con esa mujer?

—Ya viste que no me fui. Acudí a dormir a tu lado, como siempre.

—¡Porque ella te echó!

—Yo estuve durmiendo en nuestra casa, y no me hubiera marchado jamás, lo sabes bien.

—Me has hecho mucho daño, Augusto, esta vez sí.

—Tú a mí también querida, ya lo ves. Ya ves que estamos aquí, que tú me denunciaste a la policía.

—Quería castigarte, que todo se acabara, que se acabara lo de esa mujer.

Empezó a llorar mansamente. Él la consoló con pequeños chasquidos de lengua, como se hace con un bebé. Ambos hablaban en susurros. Yo estaba sobrecogida por la situación, por el patetismo herido e indefenso de la mujer.

—Pero ahora te irás a casa enseguida.

—¿Y tú?

—Yo no puedo marcharme, Pilar, me has denunciado, ¿recuerdas? Iré a la cárcel. Iré también por ti. Voy a decirles que yo maté a Valentina. Cargaré con las culpas de los dos. Tú vete a casa y espérame, yo volveré algún día.

Había llegado el momento crucial. Levanté hacia la mujer los ojos que el pudor me había hecho bajar. Vi cómo se debatía un instante entre las lágrimas, el dolor, la enajenación.

—No —dijo—. No quiero que hagas eso, yo la maté, también iré a la cárcel mientras estés tú. La maté y no me arrepiento, ahora ya nunca más existirá.

—Ya no existía para mí, para mí sólo has existido siempre tú.

Lloraba. Ribas levantó la vista hacia mí. Intervine, extrañada de oír mi propia voz entre ellos.

—¿Usted la mató, Pilar?

Asintió varias veces con la cabeza.

—¿Y vino a mi casa a por esa libreta?

Volvió a asentir.

—Quería hacerla desaparecer, que desapareciera cualquier cosa que pudiera interponerse entre mi marido y yo. Esperaba encontrar esa libreta que él temía tanto y ponerla frente a sus ojos, decirle: «¿Ves?, ya no queda nada de todo ese asunto, desaparecida la libreta, desaparecida la mujer... ahora tú y yo podemos volver a empezar».

—¡Pero usted lo denunció! ¿Cómo pudo hacer ambas cosas a la vez?

—¡No lo sé, estaba loca, no lo sé!

—¿Puede describir mi casa?

Se limpió las lágrimas con la mano abierta. Ribas permanecía de pie a su lado, la acarició. Ella intentó concentrarse. Habló con la voz inocente propia de una niña.

—Sí, más o menos sí. Su casa está en Poble Nou. Tiene una entrada con un cuadro alargado, un jardín interior pequeño. En el salón hay un sofá claro, muchos libros en una estantería y en los cajones guarda mantelerías, todas de color verde.

Ese dato hubiera sido suficiente, las compré en una rebaja, todas iguales, una idea absurda por mi parte. Continuó sin embargo describiendo el dormitorio con sorprendente exactitud. Aparte de buscar la libreta debía de haber sentido curiosidad.

—¿Y el perro? —pregunté.

Me miró por primera vez durante su relato. Advertí miedo en sus ojos, horror. Empezó a temblarle el mentón al hablar.

—Al principio estuvo callado, hasta movía el rabo; pero de pronto se puso a ladrar. Ladraba y ladraba, cada vez más fuerte... tuve miedo de que alguien lo oyera. Le pegué, le pegué en la cabeza con la tabla de cortar carne que usted tenía en la cocina. Fue horrible, horrible, yo... saltaba sangre del cuerpo... yo no quería...

Se echó a llorar histéricamente, con hipidos, con convulsiones y espasmos nerviosos.

—Pero eso no debería conmoverla, Pilar, al fin y al cabo usted había matado a Valentina.

Levantó su cara deformada por el llanto.

—No tuve que tocarla siquiera, Pompeyo lo hizo, yo no tuve que mancharme las manos, fue como...

Interrumpió la frase en el aire. Yo la continué.

—Como un juego, ¿verdad? Como uno de los entrenamientos de su marido. Un figurante al que el perro da dentelladas. Sólo que esta vez el figurante era de verdad. Fue así, ¿no es cierto?, casi no tuvo conciencia de matar.

Dejó de hipar por un instante, me miró con un destello errático de lucidez.

—Sí, así fue.

—Eso es muy comprensible, Pilar; pero no se engañe, usted la asesinó con plena voluntad. Ella le abrió su casa probablemente porque usted le dijo que quería charlar y usted le azuzó a su perro y la mató. La mató con ensañamiento, la mató. Después borró cualquier huella y la arrastró hasta el jardín. Hay alevosía en todo eso, y premeditación. Es la obra de una asesina, no es ningún juego.

Se inclinó hacia delante en la silla, los sollozos contenidos la sacudieron violentamente. Ribas se acercó más a ella, la incorporó, rodeó con sus brazos la cabeza convulsa.

—Déjela, déjela ya. Ha confesado, ¿no puede dejar de torturarla?

No me pareció que estuviera actuando, intentaba de verdad protegerla. Componían un cuadro extraño. Él de pie, alto, fuerte, apoyando sobre su estómago el cuerpo sentado de aquella mujer frágil que era su esposa. La consolaba, se consolaban los dos. Salí sin decir palabra. No sabía si me sentía conmovida o asqueada.

Cuando entré en el despacho de Garzón él guardó la compostura justa como para dejarme empezar a hablar sin plantearme preguntas. Antes de hacerlo encendí un cigarrillo. Me temblaba la mano.

—Y bien, subinspector, ya tenemos culpable.

Interrogó al aire con ojos de loco.

—La mujer de Ribas mató a Valentina.

—¿Está segura?

—Sí, puede darlo como un hecho cierto.

Se levantó abruptamente, echó a correr. Lo seguí con el alma en un hilo.

—Subinspector, ¿adónde va?

Vi cómo se acercaba a Pilar. Hizo que los guardias que la acompañaban se detuvieran en el pasillo. Escuché lo que dijo.

—¿Fue justamente ese perro llamado Pompeyo el que se llevó?

—Sí, ya se lo he dicho.

—¿Él mató a Valentina?

—¡Sí! ¿Es que no van a dejarme en paz?

—¿Y dónde está ahora?

—En el criadero.

—¿En qué parte del criadero?

—Es el único suelto que hay en el jardín. Déjeme, por favor, déjeme ya.

Temí que la zarandeara o algo por el estilo, pero lo único que hizo fue dar media vuelta, coger su gabardina y alejarse. Fui tras él. En la puerta de la comisaría encontré a Ribas custodiado por dos guardias. Salía hacia el juzgado. Me miró, se echó a llorar, con las defensas relajadas por fin.

—Aunque le parezca mentira, inspectora, le ruego de rodillas que la traten bien. Pilar es débil, quizás yo me haya portado mal con ella, pero siempre será mi mujer. No sé si me comprende.

—Le comprendo —contesté, pero no comprendía nada en absoluto; sólo quería largarme, Garzón se había escabullido y podía escapárseme sin remedio. Lo alcancé justo cuando entraba en el coche.

—¿Adónde va, Fermín?

—A dar una vuelta.

—¿Puedo acompañarle?

—Usted verá —dijo encogiéndose de hombros con mal humor.

Salimos de la ciudad, ambos en silencio. Garzón había puesto la radio a buen volumen para evitar cualquier posibilidad de conversación. Atardecía. Era un programa de entrevistas. Peroraba uno de tantos psiquiatras que escriben libros. La depreciación del yo. «En un mundo cada vez más materialista, para el individuo ya sólo parece contar el éxito social.» ¿De qué demonios hablaba?: Lucena, las escorias, robaperros miserables y estafadores multiempleados, amantes añosos y solitarios, matrimonios que se aman y se destrozan. Ninguno se tendería jamás en el diván de un psiquiatra. El individuo, el ego, el éxito social, las basuras, los excedentes, los restos. Y el amor.

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