Alicia Bartlett - Día de perros

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Día de perros: краткое содержание, описание и аннотация

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A la inspectora Petra Delicado y al subinspector Fermín Garzón les cae un caso aparentemente poco brillante: se ha encontrado malherido, a consecuencia de una paliza, a un individuo a todas luces marginal. El único ser que le conoce es un perro con tan poco pedigrí como su amo. El hombre muere sin recobrar la conciencia. Para la pareja de detectives comienza una búsqueda en la que la única pista es el perro. Con un capital tan menguado los dos policías se adentran en un mundo sórdido y cruel, un torrente subterráneo de sangre que sólo fluye para satisfacer las pasiones más infames.
Día de perros
Ritos de muerte
«
» Alicia Giménez Bartlett.
Las novelas de la serie “Petra Delicado” han recibido el premio «
» el año 2006.

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—¿Dónde estaba usted cuando mataron a Valentina Cortés?

—Yo casi no conocía a Valentina, sólo nos habíamos visto alguna vez por cuestiones de trabajo. Me he enterado de su muerte por la sección de sucesos del periódico, de modo que no recuerdo cuándo murió, normal, ¿no le parece?

Garzón casi saltó sobre él.

—Nosotros diremos lo que es normal, ¿me oye?

Ribas me miró escandalizado.

—Oiga, pero ¿qué es esto?, ¿por qué me habla así? Dígale que se comporte, inspectora; usted sabe perfectamente que puedo no contestar nada si no hay delante un abogado; de modo que si sigue ese tono me iré. Sólo estoy intentando colaborar con ustedes.

Le pegué una mirada asesina a Garzón.

—De acuerdo, señor Ribas, disculpe. Yo le diré lo que quiere saber. Valentina murió el martes pasado, a las dos de la mañana.

—¿A las dos de la mañana de un martes? Pues supongo que estaría durmiendo en mi casa, como siempre.

—¿Hay alguien que pueda corroborarlo?

—¡Por supuesto, mi esposa!

—¿Me deja que lo confirme? ¿Está su esposa en casa?

—Sí, llámela, por favor, y procure tranquilizarla un poco, cuando llegaron sus hombres esta mañana se llevó un susto de muerte.

Hablé con ella brevemente, luego me volví hacia Ribas y sonreí.

—Dice que esa noche ella volvió tarde a casa, señor Ribas, por lo visto los martes cena con sus amigas.

—Es verdad, se me había olvidado. Pero le habrá dicho a qué hora volvió, y que me encontró en la cama durmiendo, ¿no es cierto?

—Me lo ha dicho, sí.

—Oiga, ¿puedo preguntarle si tiene pruebas contra mí, por qué parece que soy sospechoso de la muerte de una mujer a la que he visto un par de veces en mi vida?

Garzón se disponía a abalanzarse sobre él, lo cogí firmemente del brazo.

—Ninguna en realidad, señor Ribas; todo ha sido una confusión, pero debíamos estar completamente seguros de dónde estaba usted esa noche. Ahora lo estamos. Puede marcharse ya.

Puso cara de no entender gran cosa, se despidió cortésmente y salió de la oficina con paso tranquilo. Antes de que su olor a buen perfume masculino se hubiera disipado, el subinspector se encaró conmigo.

—¿Puede decirme a qué estamos jugando, inspectora? ¿Por qué le ha dejado marchar?

—Porque no tenemos pruebas suficientes.

—Y así nunca las tendremos, ¿por qué no le ha preguntado por la lucha de perros?, ¿por qué no le ha hecho ni una mínima presión?

—¿Qué quería que hiciera, darle de hostias?

—¡Sí!

Acerqué mi cara a la suya, apreté los puños, escupí las palabras entre dientes:

—Cuidado, Garzón, cuidado; no voy a dejar que mezcle sus problemas personales aquí. Aunque tengamos al culpable confeso entre las manos usted no le tocará ni un pelo de la ropa, ¿entendido?

Aflojó la tensión, bajó los ojos.

—Está bien —masculló—, y ¿qué hacemos ahora?

—Esperar.

—¿Esperar a qué?

—No lo sé, subinspector, pero algo tiene que ocurrir, y si no ocurre intentaremos tomar otra línea, lo que no vamos a hacer es caer a estas alturas en la desesperación y el acto alocado.

—Para usted es fácil decirlo.

—Quizás.

Y esperamos, haciendo acopio de serenidad. Aproveché para ordenar los papeles, para ocuparme de asuntos sueltos que me impidieran pensar obsesivamente en el caso. Al atardecer de cada día, Garzón y yo nos reuníamos en mi oficina, comentábamos cosas varias, intentando no hacer mención expresa de lo que en realidad ocupaba nuestras mentes. Yo le preguntaba por su hijo. Me contó que había decidido quedarse unos días en Barcelona, haciendo turismo. Ya lo había acompañado a la Sagrada Familia, a Montjuïc. Al chico le gustaba recordar su pasado en la ciudad. Un día quedamos los tres para comer. La cita era en Los Caracoles, y padre e hijo llegaron con más de media hora de retraso.

—Es por culpa de este tráfico enloquecido —comentó Alfonso Garzón—. ¿Cómo consiguen trabajar así?, supongo que nadie será puntual.

—¿Es diferente en América? —pregunté.

—¡Por supuesto que sí! Allí todo está más... organizado. Resultaría inconcebible estar a merced de los atascos; y si se prevé alguno, entonces se toma el subway.

—Entiendo. ¿Qué quieren comer? He visto que hay cosas muy apetitosas en la carta.

Empezamos a escoger. Yo no podía librarme de la fascinación de ver al subinspector junto a su vástago. Observaba subrepticiamente sus gestos y rasgos, buscando cualquier similitud.

—¿Qué tal unos callos? —propuso Garzón.

—¡Papá, eso es puro colesterol!

—Total, por un día... —se excusó.

El hijo se dirigió a mí:

—¡Un día! No se puede usted figurar, ayer comió paella, anteayer espalda de cordero. Y por las noches suele cenar huevos y café. ¡Ah!, y no crea que desayuna fruta o yogur; nada de eso, perritos calientes o bacon. ¿Cuántos años cree que puede resistir alguien con ese régimen sin sufrir un ataque al corazón?

—¡Bueno, su padre ha resistido unos cuantos!

—Justamente, y ya es hora de que empiece a cuidarse.

—Lleva usted razón.

—Mi hijo siempre lleva razón —soltó Garzón dándole el primer tiento a un buen rioja.

—Cuando vivía mamá la cosa era distinta. Una mujer muy sobria, concienzuda. Comíamos mucha verdura, potajes de legumbres...

—Y los viernes, bacalao —concluyó el subinspector con cierta rechifla.

—Era una mujer muy religiosa, sí. Pero como es bien sabido, las religiones tienen unos preceptos que no son en absoluto casuales. Se ha demostrado que todos tienden a mantener una higiene de vida. Están en contra de los alimentos nocivos, de la promiscuidad...

—Sí, ya sabemos, ya —dijo Garzón hincándole el diente a sus callos. Yo me había atrevido a pedir un revuelto de espárragos, confiando en que no estuvieran prohibidos en ninguna religión.

—¿Usted no está casado, Alfonso?

—No, no he tenido tiempo aún.

Me eché a reír.

—¿No ha encontrado un rato libre?

—No se ría, inspectora, hablo de verdad. En América la vida es muy dura, hay mucha competencia y uno se ve obligado a intentar ser el mejor. He tenido que reciclarme en los estudios de Medicina, que allí son mucho más fuertes. Hice la especialización, conseguí la plaza en el hospital. Ahora soy cirujano jefe, ¿cree que eso me ha sido fácil, especialmente no habiendo nacido allí?

—Estoy segura de que no.

—Afortunadamente es un mundo lleno de posibilidades para el que está dispuesto a trabajar.

—¿Un mundo en el que cualquiera puede llegar a presidente?

—Es posible que desde aquí eso se vea como un tópico, pero así es.

—Voy a intentarlo yo a ver qué pasa —dijo Garzón entre ocurrente y cabreado.

—Tú no lo lograrías, papá, y ¿sabes por qué? Porque no crees realmente en las potencialidades del hombre. Eres demasiado fatalista, como todos los españoles.

—La fatalidad existe, hijo mío, por si no te has enterado aún, y la falta de suerte, y el fracaso, y la desigualdad de oportunidades y los condicionamientos desde que naces, a ver qué coño vas a contarme a mí de llegar a presidente.

—Pero, papá...

Levanté mi copa para evitar que la cosa pasara a mayores.

—Brindemos por la fatalidad, o por lo que sea que hoy nos ha reunido aquí.

No fue mi último brindis en esa comida, en parte porque varias veces tuve que terciar en discusiones paternofiliales que subían de tono, y en parte también porque necesitaba animarme ante la poco confortable reunión. A la hora de tomar café, Garzón y yo habíamos bebido bastante, más que su hijo, cuya prudencia médica le llevó a pararse en la tercera copa.

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