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Osvaldo Soriano: A sus plantas rendido un león

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Osvaldo Soriano A sus plantas rendido un león

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Bongwutsi: un país africano ·que ni siquiera figura en el mapa·. Allí vive un argentino usurpando la condición de cónsul de su país, hundido en la pobreza y enardecido de entusiasmo por el reciente estallido de la guerra de las Malvinas, en disputa permanente con el embajador inglés, inexplicablemente entrampado en una trama donde se suceden conspiraciones con enviados de las grandes potencias mundiales, una interrumpida relación amorosa, los sueños de liberación y grandeza del inhallable- y ubicuo- Bongwutsi, la entrada triunfal al país de un ejército de monos…el vértigo narrativo no se interrumpe, la invención y la verdad se alían en el desborde de una fantasía indeclinable. El ímpetu narrativo de Osvaldo Soriano llega a su punto máximo en este relato fascinante.

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Cuando estaba agachado, invocando al Todopoderoso, advirtió que varios gorilas lo miraban, extrañados, desde la otra orilla. Molesto, dio por terminada la oración y volvió a donde estaban sus compañeros. Quomo le mostró la serpiente y El Katar la comparó con la Viuda Azul del desierto, que el coronel Kadafi citaba siempre para simbolizar el pecado y la maldad del imperialismo.

– ¿Qué quiere de mí el coronel? -preguntó Quomo casi al pasar.

– Que les complique la vida a los aliados.

El comandante asintió, dejó la víbora, y ordenó proseguir la marcha. Chemir repartió algunas frutas y cruzaron el arroyo a paso lento. Luego se internaron en una selva cerrada y ciega, apenas guiados por el sonido del timbre. Al atardecer desembocaron en una vasta sabana ondulante donde podía verse la lluvia golpeando la hierba. Por el descampado deambulaban decenas de gorilas empapados que parecían haber perdido la orientación. Giraban en redondo, con los brazos colgando como tallos marchitos. Algunos se detenían un momento, se golpeaban el pecho, lanzaban largos gemidos y seguían su camino al azar.

El mono rubio tomó a Quomo de un brazo, lo arrastró unos metros y lo levantó de las piernas mientras daba gritos que parecían de entusiasmo. A lo lejos, diluida por la cortina de agua, el comandante vio la silueta negra de una locomotora a vapor.

– ¡El tren! -gritó-. ¡Allá está!

Enganchados a la máquina había tres vagones de pasajeros y uno con carbón para la caldera.

– ¿Eso funciona? -preguntó Lauri.

Quomo se volvió hacia el gorila rubio y empezó a darle instrucciones con muecas, ademanes y palabras incomprensibles. El animal parecía nervioso, saltaba de un pie a otro y se rascaba la cabeza embarrada. Varios gorilas se habían acercado y seguían la charla con una atención crispada. En la cara de Quomo había huellas de cansancio, pero su mirada era serena.

– Hay que apurarse -dijo-. O'Connell nos está esperando.

Subieron por una barranca y encontraron dos hombres durmiendo en calzoncillos bajó la locomotora. La ropa estaba secándose cerca de la caldera, junto al retrato del Emperador. Chemir se agachó a despertarlos y les habló en su lengua.

– ¿Perdieron el safari? -preguntó el más viejo, que parecía ser el maquinista.

También Quomo les habló en su idioma y los hombres parecían impresionados. El maquinista se pasaba la mano por el cuello y no dejaba de decir que sí con la cabeza.

– Yo creí que lo habían fusilado -dijo para que lo oyeran los blancos.

– Lo fusilaron -confirmó Lauri-, pero ahí lo tiene.

– El comandante Quomo… -dijo el más joven, y fue a ponerse la blusa de ferroviario. No parecía del todo convencido.

Quomo bajó por el terraplén e hizo señas en dirección del descampado donde estaban reunidos los monos. El sultán preguntó si había un radiotransmisor o un telégrafo a bordo y el maquinista negó, asombrado.

– ¿Así que ése es Quomo? Se hizo famoso en el ferrocarril, le aseguro. En aquel tiempo los trenes iban donde querían los pasajeros…

– Siempre es así -dijo Lauri.

– No crea -dijo el maquinista-Cuando este hombre estuvo en el gobierno había que hacer una asamblea por cada salida y eso era un lío.

– ¿Qué decidían?

– El rumbo del tren. Quomo abolió los horarios y los destinos fijos porque decía que el orden es contrarrevolucionario. Entonces la gente compraba boleto único, organizaba una asamblea y después íbamos para el lado que decidía la mayoría. Yo tuve que manejar más de cien veces hasta Uganda.

– ¿Por qué iban tanto Uganda?

– Para escapar del comunismo. Claro, en la frontera nos mandaban de vuelta, pero mucha gente conseguía pasar. ¿Usted está seguro de que este hombre es Quomo?

– Seguro -dijo el sultán- ¿Cuánta gente en armas hay en Bongwutsi?

– ¿En armas?

– Sublevada.

– Cuando yo salí no vi a nadie. La radio no dijo nada.

– ¿Usted va a tomar las armas?

– ¿Cuándo?

– Ahora, cuando lleguemos. Quomo va a hacer la revolución.

– ¿Otra vez? No sé si me voy a atrever a decírselo, pero eso no es bueno para el ferrocarril.

Lauri tenía ganas de fumar y estaba cansado. Bajó el terraplén y vio a Chemir que estaba escribiendo en una labia algo que copiaba de un papel. Por el otro lado llegaba una fila de gorilas conducidos por el rubio. Quomo les indicaba que subieran al tren.

– ¿Qué hace? -le gritó Lauri.

– Vamos a entrar a Bongwutsi con un ejército de monos.

– ¿Y el proletariado?

– No sé cómo hacían ustedes, Lauri, pero aquí hay que arreglarse con lo que hay .

61

Desde la puerta de su atelier, Mister Burnett oyó los gritos de los diplomáticos que corrían a ponerse a salvo del ventarrón. El cielo era un gran arco iris de fuegos y nubes y sólo el Primer Ministro sabía lo que significaba ese estremecimiento en las entrañas de Bongwutsi. El coronel Yustinov pasó por el sendero de lajas levantándose los pantalones, tambaleante, cubierto de crema y chocolate, hablando solo. Más allá, el teniente Wilson trataba de ordenar la retirada de los invitados hacia el bulevar con algunos guardias que habían tomado y fumado demasiado y no parecían serle de mucha utilidad.

El Primer Ministro se acercó a Mister Burnett, que estaba remontando la estrella de cinco puntas, envuelto en una salida de baño, y le dijo que Quomo había regresado y que necesitaría de los soldados británicos para hacer frente a una nueva revolución. El embajador le respondió con una carcajada y se fue corriendo, dándole hilo al barrilete que ya volaba por encima de la arboleda. "Pónganle música, pónganle música", gritaba, hasta que se perdió en la oscuridad.

El teniente Wilson quería llevar a Monsieur Daladieu ante el agente Jean Bouvard, porque no había entendido bien lo que éste le había contado y dudaba de que estuviera en su sano juicio. Pero el embajador de Francia se había ido en la ambulancia con el commendatore Tacchi para certificar que el honor de Mister Burnett estaba a salvo y de paso comunicar los últimos acontecimientos al Quai d'Orsay. En medio de la confusión, algunos diplomáticos se quejaban de haber perdido a sus mujeres, y el Primer Ministro gritaba que era necesario salir a patrullar la ciudad. El teniente Wilson, desbordado, pidió que le trajeran un jeep para ir a encender personalmente los fuegos artificiales. Quería hacer la cuenta de la tropa que le quedaba e impartir las primeras órdenes de represión.

62

Junto al teniente Tindemann, cayeron del camión algunos fusiles y un obús que había servido en la guerra de Vietnam. Bertoldi miró a los negros y pensó que estaba perdido. En unas pocas horas había pasado de la euforia de la partida a la convicción de la muerte. Lamentó (y creyó que ése era el último sentimiento de su vida) no haber pasado la noche en el Sheraton con la adolescente casi desnuda. Pero también tuvo tiempo de recordar los blanquísimos pechos de Daisy, el aire ausente de Estela y su triunfal entrada al bulevar de las embajadas. No intentó escapar: apenas se movió para abrazar la valija, y se sentó en el pasto. Kiko se agachó a su lado y le pasó un brazo sobre los hombros.

– Acá tiene -dijo-, dejarle todo esto. Un ruso y algunas armas siempre ser útiles cuando uno estar en guerras.

Bertoldi levantó la vista y encontró una cara amable, de ojos compasivos.

– ¿Y ahora para qué los quiero? -dijo en voz baja y empezó a sollozar como el día que le robaron la billetera.

Kiko le dio unas palmadas suaves en la espalda y le sacó la valija sin esfuerzo, como quien le quita el reloj a un muerto.

El ruso los miraba sin entender, preguntándose si debía seguir con su misión o regresar a la embajada para pedir instrucciones.

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