Osvaldo Soriano - A sus plantas rendido un león

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Bongwutsi: un país africano ·que ni siquiera figura en el mapa·. Allí vive un argentino usurpando la condición de cónsul de su país, hundido en la pobreza y enardecido de entusiasmo por el reciente estallido de la guerra de las Malvinas, en disputa permanente con el embajador inglés, inexplicablemente entrampado en una trama donde se suceden conspiraciones con enviados de las grandes potencias mundiales, una interrumpida relación amorosa, los sueños de liberación y grandeza del inhallable- y ubicuo- Bongwutsi, la entrada triunfal al país de un ejército de monos…el vértigo narrativo no se interrumpe, la invención y la verdad se alían en el desborde de una fantasía indeclinable. El ímpetu narrativo de Osvaldo Soriano llega a su punto máximo en este relato fascinante.

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Apoyó una rodilla sobre la colcha, dejó la pistola encima de una montaña de libros y empezó a quitarse la ropa mojada. Sus mejillas coloradas habían empezado a inflamarse y oyó que se le escapaba un carraspeo ronco y nervioso. En el espejo de la cómoda se vio la barriga blanca y pecosa y desvió la mirada hacia una estampa japonesa que nunca había comprendido. Se dejó caer boca arriba y se quedó unos minutos mirando el techo, tironeado por la ansiedad, un poco avergonzado, rehaciendo formas escamoteadas por la memoria, sacudido por el atrevimiento del italiano y el descaro de Daisy, hasta que todo se diluyó a su alrededor y cerró los ojos mientras se iba lejos, violentamente, a su juventud, a Liverpool, al perfume fresco de un parque olvidado.

Tomó aliento con el pecho agitado por un vago sentimiento de angustia y mientras volteaba la cabeza hacia la ventana vio el resplandor que salía del río y le pareció que todo temblaba a su alrededor. Se levantó de un salto y corrió al baño, pero cuando abrió la ducha se encontró con que no salía ni una gota de agua. Parado en la oscuridad, desnudo, con una mano enchastrada y las piernas vacilantes, oyó el viento que sacudía los vidrios y se colaba por la claraboya del baño, y pensó que en un instante el mundo había cambiado de Dios o de rumbo y que ahora sí, de una vez por todas, podía salir a remontar las cometas chinas y las estrellas de cinco puntas.

57

Durmieron en una hondonada de hierba fresca cubierta por árboles recién derrumbados. El último en acostarse fue Quomo, que se internó en la selva y dibujó marcas en los troncos para orientarse cuando desapareciera el resplandor del incendio. Mientras se abría paso en el follaje, el comandante se preguntó si O'Connell tendría suficientes conocimientos de estrategia para sostener la ocupación del aeropuerto hasta su llegada. A lo lejos oyó el bramido de un elefante seguido por miles de cantos, como si la selva empezara a salir de su letargo. Cerró los ojos y le pareció que escuchaba crecer los arbustos a su alrededor.

Se echó boca arriba y recordó la primera vez que su padre lo llevó a través de la selva, escapando de una patrulla inglesa. Un insecto zumbó a su alrededor y fue a enredársele en el pelo. Un cosquilleo le corrió por la nuca y lo sintió en todo el cuerpo hasta que se quedó dormido.

Se despertaron a medianoche y Quomo envió a Chemir a recoger cocos y dátiles maduros. El comandante sacudió las ropas contra un tronco para sacarles la tierra seca y Lauri vio, por primera vez en su vida, un gorila de pelo amarillo. Estaba sentado sobre la rama más gruesa de un árbol, brillando por el resplandor que llegaba del río, y cada tanto hacía sonar un timbre. Al principio, Lauri no distinguió ese sonido de otros que salían de la espesura, pero luego oyó con claridad el ring-ring que llegaba desde arriba. Levantó la vista y encontró la mirada del animal, que estaba envuelto en un enjambre de moscas. Tocaba un timbre metálico y luego se llevaba una mano a la oreja, como si intentara capturar la melodía. Lauri retrocedió unos metros sin perderlo de vista y después corrió a buscar a los otros.

– ¿Dónde está? -preguntó Quomo. Lauri señaló el lugar y los cuatro se acercaron en silencio. Al verlos llegar, el gorila chilló, dio unos saltos sobre la rama y se abrazó al tronco más grueso.

– Ese no es de acá -comentó Quomo.

– Nguena -dijo Chemir.

– Sí, ¿pero qué hace aquí? -preguntó Quomo.

El mono bajó del árbol agarrado de una liana. Parecía intimidado y se movió lentamente hasta esconderse detrás de un matorral. Quomo gritó algo que Lauri no entendió y luego agregó un discurso imperativo. Desde la maleza llegó otra vez el sonido del timbre. El sultán soltó una risita nerviosa y siguió, deslumbrado, los movimientos del comandante. Quomo apartó los juncos y tendió una mano en dirección del gorila. Estuvieron mirándose un rato, juntando las narices como si se olfatearan. Nadie atinó a moverse hasta que Quomo se sentó en el suelo y el animal lo imitó como si estuviera dispuesto a escucharlo. Lauri se recostó contra un árbol de flores marchitas y buscó, en vano, los cigarrillos que había perdido en el río. El sultán se había quedado con la boca abierta, atónito, envuelto en la túnica arrugada y sucia. El gorila dio un grito largo, pero no parecía enojado. Quomo se golpeó el pecho con los puños y le habló en un tono manso, persuasivo. Las moscas daban vueltas alrededor del animal y cada tanto se paraban sobre su nariz húmeda. Por entre el follaje bajaban hilos de agua que le perdían en la tierra reseca. El gorila rubio miró caer la lluvia y se distrajo un momento. Quomo extendió un brazo, recogí un poco de agua en la mano y se lavó la cara. El mono movió la cabeza, sorprendido, e hizo lo mismo. Una lagaña larga y azulada le salía de un ojo. Quomo asintió, dijo algo en voz baja, y repitió el gesto con los dedos abiertos. El gorila dudó un instante pero volvió a imitarlo y dejó caer el timbre redondo y cromado. Quomo lo recogió cuidadosamente, mientras el mono miraba a los dos blancos con curiosidad. Al rato se dio cuenta de que le habían quitado el juguete y lanzó un rugido amenazador; saco las uñas, tomó a Quomo de un brazo y lo sacudió como una palmera. El comandante protestó a los gritos y cuando pudo juntar las manos hizo sonar el timbre varias veces hasta que el gorila se quedó quieto, mirándolo hacer

– Eso viene de una bicicleta -dijo Chemir.

El sultán lo miró y se rió como si se tratara de un chiste.

Quomo hizo sonar el timbre una vez más y se lo devolvió al gorila que tendía la mano, ansioso.

– Entonces el tren no puede estar lejos -dijo.

El gorila se paró y fue a unirse al grupo, como uno más.

– ¿De qué está hablando? -preguntó el sultán, perplejo.

– En esta época del año los gorilas bajan a la ciudad por las noches y hay un tren que los trae de vuelta a la selva. Con este se equivocaron, porque los Nguena viven en el norte.

El comandante se paró frente al mono e imitó el ruido de una locomotora. El animal dio dos saltos, tocó el timbre varias veces y corrió hacia la espesura doblado en dos.

– Vamos con él -dijo Quomo.

58

Cuando Kiko vio correr al cónsul tropezando con la valija entre los escombros, ya estaba enterado de que un rato antes había estado repartiendo dinero en la plaza del arsenal. No bien oyó la noticia en el bar, salió a buscar el camión y arrancó en dirección del puerto. El ventarrón que venía del río le recordó otro día y otra gente que ya no estaba allí. Al llegar a la plaza bajó del camión y ordenó a les dos peones que buscaran a Bertoldi entre los restos del arsenal. Cuando encontró las armas y las municiones, tuvo la idea de cargarlos en el camión por si alguna vez le hacían falta. Al apartar los restos de una letrina para liberar un mortero flamante, el peón al que le faltaba una oreja encontró las piernas del teniente Tindemann que asomaban bajo unos fardos de tabaco. Kiko se ilusionó un momento pensando que habían hallado al cónsul, pero cuando tiraron de las botas vieron aparecer el maltratado uniforme del Ejército Rojo.

Kiko, que a la caída de Quomo había pasado seis meses preso de los soviéticos por infantilismo ultraizquierdista, reconoció inmediatamente las insignias y mandó que lo abandonaran allí. Cargaron las últimas armas y se disponían a dejar el lugar, cuando el peón de una sola oreja preguntó si no quedaría en Bongwutsi alguien capaz de dar algo a cambio de un oficial ruso. Kiko ya había puesto en marcha el Chevrolet, pero al oír la pregunta de su compañero se le ocurrió que podía llamar a algún amigo y consultarlo sobre el valor de canje actual de un agregado militar soviético.

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