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Osvaldo Soriano: A sus plantas rendido un león

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Osvaldo Soriano A sus plantas rendido un león

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Bongwutsi: un país africano ·que ni siquiera figura en el mapa·. Allí vive un argentino usurpando la condición de cónsul de su país, hundido en la pobreza y enardecido de entusiasmo por el reciente estallido de la guerra de las Malvinas, en disputa permanente con el embajador inglés, inexplicablemente entrampado en una trama donde se suceden conspiraciones con enviados de las grandes potencias mundiales, una interrumpida relación amorosa, los sueños de liberación y grandeza del inhallable- y ubicuo- Bongwutsi, la entrada triunfal al país de un ejército de monos…el vértigo narrativo no se interrumpe, la invención y la verdad se alían en el desborde de una fantasía indeclinable. El ímpetu narrativo de Osvaldo Soriano llega a su punto máximo en este relato fascinante.

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– ¿De dónde sacó eso?

– Lo dijo usted por la radio.

– No tenía con quién hablar, ¿sabe? A veces me sentía tan solo… Mi esposa murió aquí.

– Y la cancillería lo abandonó. También lo dijo.

– Lo siento. No cuente nada, entonces; no vale la pena.

– No tenga miedo. Voy a decir que peleó solo contra todos los ingleses.

– No le van a creer, a los comunistas no les cree nadie.

– Pensé que usted había participado del sublevamiento con O'Connell.

– Claro, pero a mí me estafó todo el mundo. Ese irlandés me dio plata falsa. Eso aclárelo si oye decir otra cosa.

– Vamos, hay que tomar el palacio.

– ¿Le van a quitar el avión?

– ¿Al Emperador? Le vamos a quitar todo, supongo.

– ¿Usted va a aprovechar el vuelo?

– A mí no me quieren en otro lado.

– No nos quiere nadie, eso es cierto. ¿De dónde sacó que perdimos las islas?

– Me lo dijo Quomo.

– No le crea. Ese tipo expropió hasta los bancos de las escuelas.

– Lo va a hacer otra vez.

– ¿No ve?

– En una de esas se lo encuentra por allá. Dice que va a sublevar las Malvinas.

– No le diga que me vio.

– Lástima. Me hubiera gustado tener con quien tomar unos mates de vez en cuando.

– Quédese con la casa, si quiere. Hay un par de sueldos a cobrar, también. Hable con Mister Burnett.

– Es posible que haya que fusilarlo.

– Antes pídale que avise al banco.

– De acuerdo. Si llega a Buenos Aires llame a mis viejos y dígales que estoy bien.

– ¿Les cuento todo?

– Todo no. Arme una buena historia.

– No diga que Daisy me dejó.

– Y usted no diga que me echan de todas partes.

– Un día, cuando esté solo, saque ese trapo del mástil, ¿quiere?

– Cuídese, Bertoldi.

– ¿El ruso nos sigue sacando fotos?

– No, ya se lo llevaron.

– Venga un abrazo-. El cónsul lo apretó con la poca fuerza que le quedaba. Cuando le palmeó la espalda, Lauri notó que estaba flaco como un espárrago y al respirar hacía un ruido de cañería atascada.

– Viva la Argentina, compatriota-dijo Bertoldi.

– Hasta la victoria siempre -dijo Lauri.

80

Quomo ordenó a Kiko y al gorila rubio que condujeran las columnas hacia el palacio imperial. El irlandés parecía dispuesto a destruir todas las embajadas y disparaba como un poseído desde el techo del camión. El peón de la oreja cortada acarreaba baldes de agua para enfriar la ametralladora, y el otro insertaba los cartuchos subido al capó mientras un grupo de monos observaba la escena tapándose los oídos. Cuando terminaban de demoler una fachada, avanzaban el Chevrolet unos metros y empezaban con la siguiente. Cuando le tocó el turno a la de los Estados Unidos, el sultán El Katar esperó a que el frente estuviera en ruinas y luego pidió un alto el fuego para ir a tomar algunos rehenes por si el ejército lanzaba un contraataque. Quomo lo miró quemar la bandera de las barras y las estrellas y luego subir la escalinata con aire arrogante y un tanto inexperto. Ya nadie respondía los tiros y las calles se llenaban de gente que hacía fogatas y bailaba.

Lauri vio alejarse al cónsul que levantaba un puño cada vez que se cruzaba con un negro y volvió sobre sus pasos. En el salón de fiestas de la embajada británica los gorilas ocupaban las mesas del banquete y vaciaban las fuentes de plata y las botellas de champagne. Alguien había puesto en marcha el generador de electricidad y una sinfonía de Mozart daba un aspecto solemne a los pesados movimientos de los comensales. Lauri cerró los ojos unos instantes y cuando los abrió encontró la misma escena, apenas modificada por camareros que entraban con trinchantes de carne asada y montañas de ensaladas y postres helados. El argentino pensó que tal vez Quomo había soñado todo eso con tanta intensidad que nadie podría escapar de ese espacio estrecho e inasible en el que todo era verosímil todavía. Mientras se acercaba al bulevar, volvió a escuchar el minué inconcluso en medio del tam-tam de los negros y la metralla obsesiva de O'Connell. Al otro lado de la calle, trepado a la estatua del Almirante Wellington, Quomo daba instrucciones y llamaba a las primeras asambleas. Kiko y Chemir llegaron con el jeep que había sido del teniente Wilson y el comandante saltó sobre la cabina descubierta. Lauri corrió para alcanzarlos temiendo que ya se hubieran olvidado de él. Chemir se inclinó y le tendió una mano para ayudarlo a subir.

– ¡Avísenle al irlandés! -gritó Quomo-: ¡Vamos al palacio!

Kiko manejó entre la multitud que arrancaba estatuas y se llevaba a los caídos.

– Ahora el enemigo va a ganarnos muchas batallas y por mucho tiempo -dijo Queme-. Espero que O'Connell haya gastado bien la plata. Vamos a tener que resistir hasta que los tiempos cambien y los blancos vuelvan a creer en algo.

– ¿Por qué se pone pesimista ahora? Ganamos, ¿no?

– Sí, pero no es suficiente, Lauri. Todavía nos quedan por hacer muchas cosas más: sublevar las Malvinas, hacer cornudo al príncipe de Gales, desalcoholizar el whisky, vender Play Boy en Teherán, desmoralizar a los japoneses, sacarles a los pobres el orgullo de ser pobres…

– ¿Lo vamos a hacer?

– Es más fácil descubrir el secreto de la ruleta, le aseguro. Pero alguna vez alguien lo hará.

– No agachar más la cabeza -dijo Chemir.

81

Parado a un costado de la ruta, el cónsul se preguntó qué hacer ahora que el último ómnibus había pasado. Porque estaba seguro de que los comunistas no dejarían partir ningún otro transporte por el que la gente pudiera escapar al extranjero. ¿Entregar la plata y volver al consulado a esperar que O'Connell cumpliera su promesa de facilitarle el avión del Emperador? En ese caso fortalecería a los revolucionarios y cuando llegara a Buenos Aires los militares lo pondrían preso por complicidad con la subversión. Algo le decía que de un momento a otro por esa ruta desfilarían los primeros coches huyendo hacia Tanzania o Uganda y no se equivocaba. Sólo que ninguno parecía dispuesto a detenerse para recogerlo. Quizá no tenía el aspecto adecuado para hacer dedo a esa hora, o tal vez nadie estaba dispuesto a cargar una valija más en el baúl. Los autos iban repletos y a toda velocidad, sin prender las luces porque los fuegos de artificio no habían acabado todavía. Bertoldi ocultó la valija detrás de unos arbustos y apretó bajo el brazo el paquete con las cartas a Daisy. Pasaron varios coches más y también un autobús fuera de línea, y como nadie hacía caso a sus señas fue a ponerse en el medio del pavimento, con los brazos y las piernas abiertos, calculando la distancia para arrojarse a un lado sí el conductor no frenaba a tiempo. Desde allí vio venir, entre las ondulaciones del camino, un auto que le parecía conocer desde siempre porque sólo había uno así en Bongwutsi. El Rolls reflejaba en su trompa cromada los colores de1 las últimas bengalas que volaban sobre la ciudad.

Bertoldi corrió a la banquina y fue a esconderse detrás del arbusto donde estaba la valija: tenía miedo de que el inglés lo hubiera visto izar la bandera en el mástil de la embajada. Se quedó encogido mirando al suelo, un poro avergonzado. Había cumplido con su deber de argentino, pensó, pero ahora volvía a ser un hombre solo, abandonado, que tenia que cruzar la frontera por cualquier medio. No le quedaba mucho tiempo; metió la mano en el bolsillo del impermeable mientras avanzaba, receloso, hacia el asfalto. Cuando el Rolls apareció en la cuesta, a treinta metros, y pudo distinguir a Mister Burnett al volante, se paró sobre la línea que señalaba el medio del camino y empezó a abitar el pañuelo.

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