Jean-Christophe Grange - El Imperio De Los Lobos

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París, época actual. Anne Heymes, esposa de un alto funcionario francés, sufre una insólita alteración psicológica: se siente extraña a sí misma, como si su cuerpo estuviera habitado por otra persona, su marido la pone en tratamiento psicológico, que solo consigue despertar en Anne la ansiedad de reencontrar a alguien que intuye perdido en algún rincón de su mente.
De forma simultánea aparecen los cadáveres terriblemente mutilados de tres inmigrantes clandestinas turcas. Todo apunta hacia crímenes de carácter ritual, por lo que el inexperto inspector encargado del caso acude a Schiffer, un veterano policía que está en el dique seco a causa de su poco limpia trayectoria moral, pero perspicaz y buen conocedor de la comunidad turca de París.
Dos anécdotas, aparentemente inconexas, de las muchas que salpican el día a día de la ciudad. Pero estas estaban llamadas a encontrarse, a resolverse la una por la otra. De este modo, la explotación del trabajo clandestino, las rutas del tráfico de drogas, la manipulación de las mentes, la crispada política turca son otros tantos hilos conductores de una intriga dura, absorbente, cruelmente verosímil, que combina thriller científico, novela policíaca clásica, suspenso político e incluso terror, y que sin duda se encuentra en la cumbre de la novela negra de nuestros días.
A finales de 2005 se ha estrenado una película, dirigida por Chris Nahon e interpretada por Jean Reno, basada en este libro.

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Ese día, los asistentes a la conferencia salieron deslumbrados. De pronto, la memoria se manifestaba físicamente y podía someterse a análisis, a la química, al microscopio… De pronto, aquella entidad abstracta, que no cesaba de sustraerse a los instrumentos de la moderna tecnología, revelaba su materialidad, su tangibilidad, su perceptibilidad. Una ciencia humana se había convertido en ciencia exacta.

La lámpara baja iluminaba el rostro de Anna. A pesar del cansancio, sus ojos tenían un brillo especial. Empezaba a comprender.

– En mi caso, ¿qué puede usted descubrir?

– Confíe en mí -respondió el biólogo-. Su cuerpo ha conservado las huellas de su pasado en la intimidad de sus células. Vamos a desenterrar los vestigios del medio físico en el que vivía antes del accidente. El aire que respiraba. Las huellas de sus hábitos alimentarios. La firma del perfume que utilizaba. En mayor o menor medida, usted sigue siendo la mujer de entonces, créame.

32

Veynerdi puso en marcha varios aparatos. La luz de los pilotos y las pantallas de los ordenadores reveló las auténticas dimensiones del laboratorio, una amplia sala compartimentada mediante paneles de cristal o tabiques forrados de corcho y atestada de instrumentos de análisis. La encimera y la mesa de acero reflejaban hasta la última fuente de luz en forma de filamentos verdes, anaranjados, rosados o rojos. El biólogo señaló una puerta situada a la izquierda.

– Desnúdese en ese cuarto, por favor.

Anna desapareció. Veynerdi se enfundó unos guantes de látex, dejó unos saquitos estériles en el alicatado del mostrador y se situó ante una hilera de tubos de ensayo. Parecía un músico preparándose para tocar un xilofón de cristal.

Cuando Anna reapareció, solo llevaba unas braguitas negras. Era de una delgadez enfermiza. Sus huesos parecían a punto de desgarrar la piel al menor movimiento.

– Túmbese aquí, por favor.

Anna se sentó en la mesa. Cuando hacía algún esfuerzo, parecía más robusta. Sus escuetos músculos hinchaban la piel y daban una extraña impresión de fuerza, de potencia. Aquella mujer abrigaba un misterio, una energía contenida. Mathilde pensó en la cáscara de un huevo a cuyo través se transparentara la silueta de un tiranosaurio,

Veynerdi sacó una jeringa y una aguja de un envase estéril.

– Empezaremos tomándole una muestra de sangre.

El biólogo hundió la aguja en el brazo izquierdo de Anna, que no mostró la menor reacción.

– ¿Le ha dado algún calmante? -le preguntó Veynerdi a Mathilde con el ceño fruncido.

– Sí, Tranxene. Por vía intramuscular. Anoche estaba muy agitada y…

– ¿Cuánto?

– Cincuenta miligramos.

El biólogo hizo una mueca. Los sedantes debían de interferir con sus análisis. Retiró la aguja, colocó una gasa en el hueco del codo y se situó detrás de la encimera.

Mathilde seguía todos sus movimientos con atención. Veynerdi mezcló la sangre recién extraída con una solución hipotónica para destruir los glóbulos rojos y obtener un concentrado de glóbulos blancos. Colocó la muestra en un cilindro negro, parecido a un pequeño infiernillo: la centrifugadora. El aparato, que giraba a mil revoluciones por segundo, servía para separar los glóbulos blancos de los últimos residuos. Pasados unos segundos, Veynerdi extrajo un sedimento translúcido.

– Sus células inmunitarias -explicó dirigiéndose a Anna-. Son las que contienen las huellas que me interesan. Vamos a observarlas de más cerca…

El biólogo diluyó el concentrado con suero fisiológico y a continuación lo vertió en un citómetro de flujo, un bloque gris que separaba los glóbulos y los sometía a la acción de un rayo láser. Mathilde conocía aquella técnica: la máquina localizaría e identificaría las moléculas de defensa utilizando un repertorio de marcas confeccionado por Veynerdi.

– Nada significativo -dijo el biólogo al cabo de unos minutos- Solo aprecio contacto con enfermedades y agentes patógenos comunes. Bacterias, virus… En cantidad inferior a la media. Llevaba usted una existencia muy sana, señora. Tampoco veo rastro de agentes exógenos. Ni perfumes ni ninguna otra impregnación de relieve. Un terreno prácticamente neutro.

Anna permanecía inmóvil sobre la mesa, con las rodillas entre los brazos. Su diáfana piel reflejaba los colores de los indicadores luminosos como un trozo de hielo, casi azul de puro blanco.

Veynerdi se le acercó blandiendo una jeringa con una aguja mucho más larga.

– Vamos a realizar una biopsia. -Anna se puso rígida-. No se asuste -dijo Veynerdi-, es indoloro. Solo voy a sacarle un poco de linfa de un ganglio de la axila. Levante el brazo derecho, por favor. -Anna alzó el codo por encima de la cabeza, y el biólogo introdujo la aguja con cuidado murmurando con su voz de fumador-: Estos ganglios están en contacto con la región pulmonar. Si ha respirado algún polvo especial, algún gas, polen o cualquier otra sustancia significativa, estos glóbulos blancos lo recordarán.

Anna, que seguía bajo los efectos del ansiolítico, no esbozó el menor movimiento. El biólogo volvió a situarse ante el mostrador y procedió a nuevos análisis.

Al cabo de unos minutos, dijo:

– Veo nicotina y también alquitrán. Usted fumaba.

– Y sigue haciéndolo -terció Mathilde.

El biólogo agradeció la información con un movimiento de cabeza y añadió:

– Por lo demás, no hay ninguna huella significativa de un medio, de una atmósfera particulares. -Cogió un botecito de plástico y volvió a acercarse a Anna-. Sus glóbulos no han conservado los recuerdos que esperaba, señora. Vamos a pasar a otro tipo de análisis. Determinadas regiones del cuerpo conservan, no ya la huella, sino auténticos fragmentos de agentes exteriores -explicó, y agitó el bote en el aire-. Voy a pedirle que orine en este recipiente.

Anna se levantó lentamente y volvió al cuarto. Una auténtica sonámbula.

– No entiendo qué espera encontrar en la orina -confesó Mathilde apenas estuvieron solos-. Buscamos huellas de hace cerca de un año y…

El sabio la interrumpió con una sonrisa:

– La orina es producida por los riñones, que actúan como filtros. En su interior se acumulan cristales. Puedo interpretar las huellas de esos sedimentos. Se remontan a varios años y pueden informarnos de, por ejemplo, los hábitos alimentarios del sujeto.

Anna volvió junto a la mesa de acero con el botecito en la mano. parecía aún más ausente que hacía unos minutos, ajena a las pruebas a las que estaba siendo sometida.

Veynerdi volvió a utilizar la centrifugadora para separar los elementos y a continuación se acercó a otra máquina aún más impresionante: un espectrómetro de masas. Depositó el líquido dorado en la tina e inició el proceso de análisis.

La pantalla de un ordenador se llenó de oscilaciones verdosas. El científico chasqueó la lengua con desaprobación.

– Nada. Está visto que esta jovencita no es nada fácil de descifrar.

Veynerdi cambió de actitud. Redoblando la concentración, multiplicó la toma de muestras y los análisis, sumergiéndose literalmente en el cuerpo de Anna.

Mathilde observaba sus movimientos y escuchaba sus comentarios con idéntica atención.

El biólogo empezó recogiendo muestras de dentina, tejido vivo del interior de los dientes, que acumula determinados productos transportados por la sangre, como los antibióticos. A continuación, analizó la melatonina, producida por el cerebro. Según explicó, la tasa de dicha hormona, segregada principalmente durante la noche, podía revelar los antiguos hábitos de sueño de Anna.

Después, con sumo cuidado, recogió unas gotas de humor ocular, en el que pueden acumularse ínfimos residuos de alimentos. Por último, cortó a Anna unos cuantos cabellos, que conservan restos de sustancias exógenas hasta el punto de segregarlas a su vez. Es un fenómeno conocido: una persona muerta por envenenamiento con arsénico continúa exudando dicha sustancia por las raíces del pelo después del fallecimiento.

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