Jean-Christophe Grange - El Imperio De Los Lobos

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París, época actual. Anne Heymes, esposa de un alto funcionario francés, sufre una insólita alteración psicológica: se siente extraña a sí misma, como si su cuerpo estuviera habitado por otra persona, su marido la pone en tratamiento psicológico, que solo consigue despertar en Anne la ansiedad de reencontrar a alguien que intuye perdido en algún rincón de su mente.
De forma simultánea aparecen los cadáveres terriblemente mutilados de tres inmigrantes clandestinas turcas. Todo apunta hacia crímenes de carácter ritual, por lo que el inexperto inspector encargado del caso acude a Schiffer, un veterano policía que está en el dique seco a causa de su poco limpia trayectoria moral, pero perspicaz y buen conocedor de la comunidad turca de París.
Dos anécdotas, aparentemente inconexas, de las muchas que salpican el día a día de la ciudad. Pero estas estaban llamadas a encontrarse, a resolverse la una por la otra. De este modo, la explotación del trabajo clandestino, las rutas del tráfico de drogas, la manipulación de las mentes, la crispada política turca son otros tantos hilos conductores de una intriga dura, absorbente, cruelmente verosímil, que combina thriller científico, novela policíaca clásica, suspenso político e incluso terror, y que sin duda se encuentra en la cumbre de la novela negra de nuestros días.
A finales de 2005 se ha estrenado una película, dirigida por Chris Nahon e interpretada por Jean Reno, basada en este libro.

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Ahora era una certeza: el Instituto Henri-Becquerel albergaba un secreto. Y la participación de Eric Ackermann en aquel asunto no hacía más que ahondar la profundidad del misterio. Los «delirios» de Anna Heymes cada vez le parecían menos psicóticos…

Mathilde pasó a la zona privada de su piso. Andaba de un modo muy particular: con los hombros levantados, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, los puños levantados y, sobre todo, con las caderas ligeramente ladeadas. De joven, había dedicado mucho tiempo a perfeccionar aquellos andares oblicuos, que en su opinión realzaban su figura. Con el tiempo, se habían convertido en su segunda naturaleza.

Una vez en el dormitorio, abrió un secreter barnizado y adornado con patinas y haces de juncos. Meissonnier, 1740. Sacó una llave diminuta, que siempre llevaba encima, y abrió un cajón.

En su interior había un cofrecillo de bambú trenzado con incrustaciones de nácar y, en el fondo del cofrecillo, una piel de gamuza, que separó con el índice y el pulgar para dejar al descubierto el objeto prohibido, reluciente sobre el forro dorado.

Una pistola automática Glock de 9 milímetros.

Un arma extremadamente ligera, de bloqueo mecánico, provista de un seguro Safe-Action. En otra época, aquella pistola había sido un instrumento de tiro deportivo, autorizado mediante licencia del Estado. Pero el arma, cargada con dieciséis balas blindadas, ya no contaba con ninguna autorización. Se había convertido en puro instrumento de muerte olvidado en los laberintos de la administración francesa.

Mathilde sopesó el arma en la palma de la mano y pensó en su propia situación. Psiquiatra divorciada, ayuna de pene y con una pistola automática escondida en el secreter. «Verde y con asas», murmuró con una sonrisa.

De vuelta en la consulta, hizo otra llamada y volvió a acercarse al sofá. Tuvo que menear a Anna unas cuantas veces antes de que diera muestras de espabilarse.

Al fin, la joven se incorporó con parsimonia y miró a su anfitriona con la cabeza ligeramente ladeada y sin el menor asombro.

– ¿Le has dicho a alguien que vendrías a verme? -le preguntó Mathilde en voz baja.

Anna negó con la cabeza.

– ¿Sabe alguien que nos conocemos?

Idéntica respuesta. Mathilde se dijo que tal vez la hubieran seguido. Era todo o nada.

Anna se frotó los ojos con las yemas de los dedos, lo que no hizo mas que acentuar su extraña mirada: aquella pereza de los párpados, aquella languidez que se prolongaba hacia las sienes, por encima de los pómulos. La manta le había dejado una marca en la mejilla. Mathilde pensó en su hija, que se había marchado de casa con un ideograma chino tatuado en el hombro: «La Verdad».

– Ven -murmuró-. Nos vamos.

30

– ¿Qué me han hecho?

El coche circulaba a toda velocidad por el boulevard Saint-Germain, en dirección al Sena. La lluvia había cesado, pero sus huellas se veían por todas partes: visos, lentejuelas, manchas azules en el vibrato de la tarde.

– Un tratamiento -afirmó Mathilde adoptando su tono de profesora para enmascarar sus dudas.

– ¿Qué tratamiento?

– Sin duda, uno totalmente nuevo, que les ha permitido manipular una parte de tu memoria.

– ¿Es eso posible?

– En principio no. Pero Ackermann debe de haber inventado algo… revolucionario. Una técnica relacionada con la tomografía y las localizaciones cerebrales. -Mientras conducía, Mathilde lanzaba constantes miradas a Anna, hundida en el asiento del acompañante, con la mirada fija en el parabrisas y las manos apretadas entre los muslos-. Un shock puede provocar una amnesia parcial -siguió diciendo la psiquiatra-. Hace algún tiempo traté a un jugador de fútbol que había sufrido una conmoción durante un partido. Recordaba una parte de su vida, pero había olvidado la otra por completo. Puede que Ackermann haya descubierto el modo de provocar el mismo fenómeno mediante una sustancia química, una irradiación o cualquier otra cosa. Una especie de pantalla colocada en tu memoria.

– Pero ¿por qué me han hecho algo así?

– En mi opinión, la clave hay que buscarla en la profesión de tu marido. Has visto algo que no debías ver, o tienes información relacionada con sus actividades, o puede que simplemente te hayan utilizado como cobaya. Todo es posible. Esto es cosa de unos locos.

Al final del boulevard Saint-Germain, a la derecha, apareció el Instituto del Mundo Árabe. Las nubes viajaban por sus paredes de cristal.

Mathilde estaba asombrada de su propia calma. Circulaba a cien kilómetros por hora, con una pistola automática en el bolso y aquella muñeca de porcelana sentada al lado; pero, lejos de tener miedo, sentía una curiosidad distanciada, mezclada con cierta excitación infantil.

– ¿Podría ser que recuperara la memoria?

La voz de Anna estaba teñida de obstinación. Mathilde conocía aquella inflexión, que había oído cientos de veces en su consulta del hospital de Sainte-Anne. Era la voz de la obsesión. La voz de la demencia. Solo que, en aquel caso, el delirio coincidía con la verdad.

– No puedo contestarte sin saber el método que han utilizado -respondió la psiquiatra eligiendo las palabras cuidadosamente-. Si se trata de sustancias químicas, puede que exista un antídoto. Si te han sometido a una intervención quirúrgica, yo sería más… pesimista.

El pequeño Mercedes pasó junto a la verja del zoo del jardín Botánico. El descanso de los animales y la quietud del parque parecían aliarse con la oscuridad para abrir abismos de silencio.

Mathilde advirtió que Anna estaba llorando; sus sollozos eran como los de una niña pequeña, agudos y sostenidos.

– Pero ¿por qué me han alterado el rostro? -preguntó al cabo de unos instantes con voz llorosa.

– Es incomprensible. Puedo entender que estuvieras en el sitio equivocado en el momento equivocado. Pero no se me ocurre ninguna razón para modificarte el rostro. O puede que la historia sea aún más retorcida: puede que te hayan modificado la identidad.

– ¿Quieres decir que podría haber sido alguien completamente distinto antes de todo esto?

– La operación de cirugía estética podría inducir a pensarlo.

– Entonces… ¿no sería la mujer de Laurent Heymes? -Mathilde no respondió. Anna explotó-. Pero… ¿y mis sentimientos? ¿Mi intimidad con él? -La cólera se apoderó de Mathilde. En medio de aquella pesadilla, Anna seguía pensando en su historia de amor. No tenían remedio: en caso de naufragio, para ellas el deseo y los sentimientos siempre eran lo primero-. Todos mis recuerdos con él… puedo habérmelos inventado!

Mathilde se encogió de hombros como para atenuar la gravedad de lo que iba a decir:

– Es muy posible que te hayan implantado esos recuerdos. Tú misma me dijiste que se estaban desintegrando, que no tenían ninguna realidad… Sobre el papel, algo así es imposible. Pero la personalidad de Ackermann se presta a todas las suposiciones. Y los policías le proporcionarían medios ilimitados…

– ¿Los policías?

– Despierta, Anna. El Instituto Henri-Becquerel. Los soldados. La profesión de Laurent. Aparte de la Casa del Chocolate, en tu mundo no había más que policías y uniformes. Ellos son quienes te han hecho esto. Y ellos son quienes te buscan.

Se acercaban a la estación de Austerlitz, en plena remodelación. Una de las fachadas se alzaba en medio del vacío, como un decorado de cine. Las ventanas, recortadas contra el cielo, hacían pensar en las ruinas de un bombardeo. A la izquierda, en segundo plano, el Sena fluía plácidamente. Una parsimoniosa corriente de oscuro légamo.

– En esta historia hay alguien que no es policía -murmuró Anna tras un largo silencio.

– ¿Quién?

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