Tras tres horas de análisis, el científico se dio por vencido: no había descubierto nada, o casi nada. El retrato de la antigua Anna que podía hacer era insignificante. Una mujer que fumaba, pero por lo demás llevaba una vida muy sana; que debía de padecer insomnio, a juzgar por los altibajos de su tasa de melatonina; que había consumido aceite de oliva desde la infancia, dada la presencia de ácidos grasos en el humor ocular. También había averiguado que se teñía el pelo de negro; el color original de su pelo era más bien castaño, tirando a pelirrojo.
Alain Veynerdi se quitó los guantes y se lavó las manos en la pila de la encimera. Tenía la frente perlada de minúsculas gotas de sudor. Parecía agotado y decepcionado.
Por enésima vez volvió a acercarse a Anna, que había vuelto a adormilarse, y empezó a dar vueltas a su alrededor como si siguiera buscando, acechando una huella, un signo, cualquier fruslería que le permitiera descifrar aquel cuerpo diáfano.
De pronto, se inclinó sobre las manos. Le cogió los dedos y los observó con atención. La sacudió hasta conseguir despertarla. En cuanto Anna abrió los ojos, le preguntó, con excitación apenas contenida:
– He visto que tiene una mancha oscura en una uña. ¿Sabe a qué se debe?
Desconcertada, Anna miró a su alrededor. Luego se miró la mano y enarcó las cejas.
– No lo sé -murmuró-. De la nicotina, ¿no?
Mathilde se acercó. En efecto, las puntas de las uñas presentaban unas manchitas ocres apenas visibles.
– ¿Con qué frecuencia se corta las uñas?-le preguntó Veynerdi a Anna.
– No sé… Cada tres semanas, más o menos.
– ¿Tiene la sensación de que le crecen deprisa? -Por toda respuesta, Anna bostezó. El biólogo regresó junto a la encimera murmurando para sí mismo-: ¿Cómo no lo has visto antes? -Cogió unas tijeras minúsculas y una cajita de plástico transparente, volvió al lado de Anna y le cortó el trozo de uña que había despertado su interés-. Si crecen normalmente -comentó en voz baja-, estas extremidades córneas datan de la época anterior al accidente. Esta mancha pertenece a su vida pasada.
El biólogo volvió a encender las máquinas. Mientras los motores se ponían en marcha con un zumbido, diluyó la muestra en un tubo de ensayo lleno de disolvente.
– Nos ha ido de poco -rezongó Veynerdi-. Dentro de unos días se habría cortado las uñas y nos habríamos quedado sin este precioso vestigio.
Introdujo el tubo de ensayo en la centrifugadora y la puso en marcha.
– Si es nicotina -aventuró Mathilde-, no veo lo que…
Veynerdi colocó el tubo en el espectrómetro.
– Tal vez consiga descubrir la marca de cigarrillos que esta joven fumaba antes del accidente.
Mathilde no comprendía su entusiasmo; un detalle como aquel no aportaría nada del otro jueves. Inclinado sobre la pantalla, Veynerdi observaba los diagramas luminiscentes. Los minutos pasaban…
– Profesor -dijo Mathilde, que empezaba a impacientarse-, no entiendo adónde quiere ir a parar. La cosa no me parece para tanto, la verdad. En mi op…
– Es extraordinario. -La luz del monitor fijaba una expresión fascinada en el rostro del biólogo-. No es nicotina. -Mathilde se acercó al espectrómetro. Anna se inclinó hacia delante sobre la mesa de acero inoxidable. Veynerdi hizo girar el asiento hacia las dos mujeres-. Es henna.
El silencio inundó el enorme laboratorio.
El biólogo arrancó la hoja milimetrada que acababa de imprimir el aparato y tecleó unos datos en el teclado del ordenador. La pantalla le devolvió una lista de componentes químicos.
– Según mi catálogo de sustancias, esta mancha se corresponde con un compuesto vegetal especifico. Una henna muy especial, que se cultiva en las llanuras de Anatolia. -Alain Veynerdi posó una mirada de triunfo en Anna, como si hubiera hecho el descubrimiento de su vida-. Señora, en su vida anterior usted era turca.
Una máscara de madera de pesadilla.
Paul Nerteaux se había pasado la noche soñando con un monstruo de piedra, un titán maléfico que recorría el Distrito Décimo, un Moloch que tenía bajo su férula al barrio turco y exigía sacrificios humanos
En su sueño, el monstruo llevaba una máscara mitad humana, mitad animal, de origen a la vez griego y persa. Sus labios minerales estaban al rojo blanco, y su sexo, erizado de cuchillas. Sus pasos hacían temblar la tierra, levantaban nubes de polvo y resquebrajaban los edificios.
Había acabado despertándose a las tres de la mañana, empapado en sudor. Tiritando en el pisito de tres habitaciones, se había preparado café y se había sumido en los nuevos documentos arqueológicos que la tarde anterior los chicos de la BAC habían dejado ante la puerta.
Hasta el alba, había hojeado catálogos de museos, folletos turísticos y libros científicos observando, estudiando cada escultura, y comparándola con las fotografías de las autopsias (y también, inconscientemente, con la máscara de la pesadilla). Sarcófagos de Antalya. Frescos de Cilicia. Bajorrelieves de Karatepe. Bustos de Éfeso…
Había atravesado edades y civilizaciones sin obtener el menor resultado.
Paul Nerteaux entró en la cervecería Los Tres Obuses, en la Porte de Saint-Cloud, y se enfrentó al olor a café y tabaco esforzándose en cerrar sus sentidos y reprimir las náuseas. Su pésimo humor no se debía tan solo a la pesadilla. Era miércoles y, como todos los miércoles, había tenido que llamar a Reyna con las primeras luces pata anunciarle que no podía ocuparse de Céline.
Jean-Louis Schiffer lo esperaba al final de la barra mojando con parsimonia un cruasán en el café. Recién afeitado, envuelto en un impermeable Burberry's, parecía haber recuperado la forma.
Al ver a Paul, sonrió de oreja a oreja.
– ¿Has dormido bien?
– De coña.
Schiffer se quedó mirando su rostro, pero se abstuvo de hacer comentarios.
– ¿Un café?
Paul asintió. En un abrir y cerrar de ojos, una taza de líquido negro con bordes de espuma marrón se materializó sobre el cinc de la barra. El Cifra la cogió e indicó una mesa libre junto a la luna.
– Ven a sentarte. Tienes peor cara que un fiambre.
Una vez acomodados, el viejo policía le ofreció la canastilla de los cruasanes. Paul rehusó. La idea de tragar cualquier cosa le revolvía el estómago. Pero había que reconocer que esa mañana Schiffer estaba de lo más simpático, de modo que le preguntó a su vez:
– Y usted, ¿ha dormido bien?
– Como un tronco.
Paul volvió a ver los dedos seccionados, la guillotina ensangrentada… Tras aquella carnicería, había acompañado al Cifra hasta la Porte de Saint-Cloud, donde este tenía un piso, en la rue Gudin. Desde entonces, no dejaba de hacerse una pregunta.
– Teniendo ese piso -dijo señalando hacia la plaza gris a través de los cristales-, ¿qué coño hace en Longéres?
– El instinto gregario. La morriña de la bofia. Estando solo le daba demasiadas vueltas a la cabeza.
La explicación sonaba poco convincente. Paul recordó que Schiffer se había inscrito en la residencia utilizando un seudónimo, el apellido de soltera de su madre. Un tipo de la IGS le había dado el soplo. Un enigma más. ¿Se escondía? ¿De quién?
– Saca las fichas -ordenó el Cifra.
Paul abrió la carpeta y dejó los documentos sobre la mesa. No eran los originales. Había pasado por la oficina a primera hora para hacer fotocopias. Había estudiado cada una de las fichas armado de su diccionario de turco y conseguido descifrar, los nombres de las víctimas y la información esencial sobre ellas.
La primera se llamaba Zeynep Tütengil. Trabajaba en un taller anexo a los baños turcos La Puerta Azul, propiedad de un tal Talat Gurdilek. Veintisiete años. Casada con Burba Tütengil. Sin hijos. Domiciliada en la rue de la Fidélité, número 34. Originaria de un pueblo de nombre impronunciable, cercano a la ciudad de Gaziantep, al sudeste de Turquía. Llegada a París en septiembre de 2001.
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