Jean-Christophe Grange - El Imperio De Los Lobos

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París, época actual. Anne Heymes, esposa de un alto funcionario francés, sufre una insólita alteración psicológica: se siente extraña a sí misma, como si su cuerpo estuviera habitado por otra persona, su marido la pone en tratamiento psicológico, que solo consigue despertar en Anne la ansiedad de reencontrar a alguien que intuye perdido en algún rincón de su mente.
De forma simultánea aparecen los cadáveres terriblemente mutilados de tres inmigrantes clandestinas turcas. Todo apunta hacia crímenes de carácter ritual, por lo que el inexperto inspector encargado del caso acude a Schiffer, un veterano policía que está en el dique seco a causa de su poco limpia trayectoria moral, pero perspicaz y buen conocedor de la comunidad turca de París.
Dos anécdotas, aparentemente inconexas, de las muchas que salpican el día a día de la ciudad. Pero estas estaban llamadas a encontrarse, a resolverse la una por la otra. De este modo, la explotación del trabajo clandestino, las rutas del tráfico de drogas, la manipulación de las mentes, la crispada política turca son otros tantos hilos conductores de una intriga dura, absorbente, cruelmente verosímil, que combina thriller científico, novela policíaca clásica, suspenso político e incluso terror, y que sin duda se encuentra en la cumbre de la novela negra de nuestros días.
A finales de 2005 se ha estrenado una película, dirigida por Chris Nahon e interpretada por Jean Reno, basada en este libro.

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– ¿Y el aislamiento sensorial?

Valérie Rannan soltó una risita.

– Las experiencias más avanzadas se desarrollaron en Canadá, a partir de 1954, en una clínica de Montreal. Los psiquiatras empezaban interrogando a sus pacientes, que eran mujeres depresivas. Las obligaban a confesar faltas, deseos que las avergonzaban. A continuación, las encerraban en una habitación totalmente pintada de negro, donde no podían distinguir el suelo de las paredes y el techo. Por ultimo, les ponían un casco de fútbol americano en cuyo interior emitían en bucle extractos de las entrevistas. Las pacientes oían las mismas palabras, los pasajes más dolorosos de sus confesiones, una y otra vez. Su único respiro eran las sesiones de electroshock y las curas de sueño químico. -Mathilde lanzó una breve mirada a Anna, que seguía dormida sobre el diván. Su pecho ascendía y descendía plácidamente al ritmo de la respiración-. El auténtico condicionamiento -siguió explicando la estudiante- empezaba cuando la paciente ya no recordaba ni su nombre ni su pasado y carecía de toda voluntad. Les cambiaban la cinta de los cascos: entonces recibían órdenes, oían consignas repetidas hasta la saciedad que tenían como fin modelar su nueva personalidad.

Como todos los psiquiatras, Mathilde había oído hablar de aquellas aberraciones, pero no acababa de creer en su realidad, y menos aún en su eficacia.

– ¿Cuál era el resultado? -preguntó con voz neutra.

– Los norteamericanos solo consiguieron crear zombis. Parece que los rusos y los chinos obtuvieron mejores resultados con métodos casi idénticos. Tras la guerra de Corea, más de siete mil prisioneros estadounidenses volvieron a casa absolutamente convencidos de la bondad de los valores comunistas. Habían condicionado su personalidad.

Mathilde se frotó los hombros; un frío de sepulcro se había apoderado de sus miembros.

– ¿Cree usted que existen laboratorios donde se sigue experimentado en ese campo?

– No me cabe la menor duda.

– ¿Qué tipo de laboratorios?

Valérie soltó una risita sarcástica.

– Está usted un poco desfasada. Estancos hablando de centros de estudios militares. Todas las fuerzas armadas experimentan con la manipulación del cerebro.

– ¿En Francia también?

– En Francia, en Alemania, en Japón, en Estados Unidos… En cualquier país que disponga de tecnología suficientemente avanzada Siempre hay nuevos productos. En este momento, se habla mucho de una sustancia química llamada GHB, que borra los recuerdos de lo ocurrido en las últimas doce horas. Se la conoce como la «droga del violador», porque la mujer violada no recuerda nada. Estoy convencida de que los militares están trabajando con productos similares. El cerebro sigue siendo el arma más peligrosa del mundo.

– Se lo agradezco mucho, Valérie.

– ¿No quiere que le dé fuentes más precisas? -le preguntó la joven, sorprendida-. ¿Bibliografía?

– No, gracias. En caso necesario, volveré a llamarla.

29

Mathilde se acercó a Anna, que seguía profundamente dormida. Le examinó los brazos en busca de marcas de pinchazos. Nada. Le retiró los cabellos, pensando en la inflamación electrostática del cuero cabelludo que provoca la repetida absorción de sedantes. Tampoco.

Volvió a erguirse, asombrada de dar el menor crédito a la historia de aquella mujer. No, realmente también ella estaba empezando a desvariar… En ese momento volvió a fijarse en las cicatrices de la frente: tres líneas verticales diminutas, separadas unos centímetros. A su pesar, le tocó las sienes y las mandíbulas: las prótesis se notaban bajo la piel.

¿Quién había hecho aquello? ¿Cómo era posible que Anna hubiera olvidado una operación así?

Durante su primera visita, le había hablado del instituto donde le habían hecho las tomografías. «En Orsay. En un hospital lleno de soldados.» Mathilde había escrito el nombre; estaría entre sus notas.

Hojeó el bloc rápidamente y vio una página emborronada con sus garabatos habituales. En una esquina, a la derecha, había escrito: «Henri-Becquerel».

Cogió una botella de agua en el cuarto contiguo al despacho y tras darle un largo trago, descolgó el auricular y marcó un número.

– ¿René? Soy Mathilde, Mathilde Wilcrau.

Silencio. La hora. Los años transcurridos. La sorpresa…

– ¿Cómo estás? -preguntó al fin una voz grave.

– ¿Llamo en mal momento?

– No seas tonta. Oír tu voz siempre es un placer.

René Le Garrec había sido su maestro y profesor cuando era interna en el hospital de Val-de-Grâce. Psiquiatra del ejército, especialista en traumas de guerra, había fundado las primeras unidades de urgencias medico-psicológicas para atender a las víctimas de atentados, guerras y catástrofes naturales. Un pionero que le había demostrado que era posible llevar galones sin ser un gilipollas.

– Solo quería hacerte una pregunta. ¿Conoces el Instituto Henri-Becquerel?

Mathilde creyó percibir una leve vacilación.

– Sí, lo conozco. Es un hospital militar.

– ¿En qué trabajan?

– Al principio se dedicaban a la medicina atómica.

– ¿Y ahora?

Nueva vacilación. Ya no le cabía duda: estaba metiéndose en camisa de once varas.

– No lo sé con exactitud -respondió Le Garrec-. Tratan ciertos traumas.

– ¿Traumas de guerra?

– Eso creo. Tendría que informarme.

Mathilde había trabajado tres años a sus órdenes. Le Garrec no había mencionado aquel instituto jamás. Como para disimular la torpeza de su mentira, el militar pasó al ataque:

– ¿Por qué lo quieres saber?

Mathilde no intentó eludir la pregunta.

– Tengo una paciente a la que le han hecho unas pruebas allí.

– ¿Qué tipo de pruebas?

– Tomografías.

– No sabía que tuvieran un Petscan.

– Las pruebas las realizó Ackermann.

– ¿El cartógrafo?

Eric Ackermann había escrito un libro sobre las técnicas de exploración del cerebro que sintetizaba los trabajos de diferentes equipos de todo el mundo. La obra se había convertido en referencia obligada. Desde su publicación, el neurólogo era considerado uno de los mayores topógrafos del cerebro humano. Un viajero que exploraba aquella región anatómica como si se tratara del sexto continente.

Mathilde se lo confirmó.

– Es extraño que trabaje con «nosotros» -murmuró Le Garrec.

El «nosotros» la hizo sonreír. El ejército era algo más que un cuerpo: era una familia.

– Tú lo has dicho -respondió Mathilde-. Conocí a Ackermann en la facultad. Era un auténtico rebelde. Objetor de conciencia y drogata militante. No me lo imaginaba trabajando con los militares. Creo que incluso lo condenaron por «fabricación ilegal de estupefacientes».

Le Garrec soltó la carcajada.

– Al contrario. Puede que esa sea la explicación. ¿Quieres que contacte con ellos?

– No, gracias. Solo quería saber si habías oído hablar de esos trabajos.

– ¿Cómo se llama tu paciente?

Mathilde comprendió que se había arriesgado demasiado. Puede que Le Garrec iniciara su propia investigación o, peor aún, informara a sus superiores. De pronto, el mundo de Valérie Rannan le pareció posible. Un universo de experimentos secretos, herméticos, llevados a cabo en nombre de una razón superior.

– No te preocupes -dijo en un intento de quitar importancia al asunto-. Era simple curiosidad.

– ¿Cómo se llama? -insistió el militar.

Mathilde sintió que el frío volvía a apoderarse de su cuerpo.

– Gracias -murmuró-. Llamaré… Llamaré directamente a Ackermann.

– Como quieras.

Le Garrec desistió, y ambos adoptaron sus papeles de costumbre, su tono desenfadado. Pero los dos lo sabían: durante unos instantes, durante aquel breve intercambio de frases, habían atravesado el mismo campo de minas. Mathilde colgó tras prometerle que lo llamaría para comer.

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