– ¿Qué? -lo interrumpo, incrédulo-. ¿«Inventó»?
Montalo asiente con gravedad.
– La eidesis es una invención de Filotexto: gracias a ella, las imágenes alcanzaban soltura, independencia… no se vinculaban a lo que estaba escrito sino a la fantasía del lector… ¡Un capítulo, por ejemplo, podía contener la figura de un león, o de una muchacha con un lirio!…
Sonrío ante la ridiculez que estoy oyendo.
– Sabes tan bien como yo -replico- que la eidesis es una técnica literaria empleada por algunos escritores griegos…
– ¡No! -me interrumpe Montalo, impaciente-. ¡Es una simple invención exclusiva de esta obra! ¡Déjame seguir y lo entenderás todo!… El tercer elemento, pues, quedaba resuelto… Pero aún faltaban los más difíciles… ¿Cómo lograr el cuarto, que era la discusión intelectual? Evidentemente, se necesitaba una voz fuera del texto, una voz que discutiese lo que el lector iba leyendo… un personaje que contemplara desde la distancia los sucesos de la trama… Este personaje no podía estar solo, ya que el elemento exigía cierto grado de diálogo… De modo que se hacía imprescindible la existencia de, al menos, dos caracteres fuera de la obra… Pero ¿quiénes serían éstos, y con qué excusa se presentarían al lector?…
Montalo hace una pausa y enarca las cejas con expresión divertida. Prosigue:
– La solución se la dio a Filotexto su propio poema, la estrofa del traductor «encerrado por un loco»: añadir varios traductores ficticios sería el medio más adecuado para conseguir el cuarto elemento… Uno de ellos «traduciría» la obra, comentándola con notas marginales, y los demás se relacionarían con él de una u otra forma… Con este truco, nuestro escritor logró introducir el cuarto elemento. ¡Pero quedaba el quinto, el más difícil: la Idea en sí!…
Montalo hace una breve pausa y emite una risita. Añade:
– La Idea en sí es la clave que hemos estado buscando en vano desde el principio. Filotexto no cree en su existencia, y por eso no la hemos encontrado… Pero, a fin de cuentas, también está incluida: en nuestra búsqueda, en nuestro deseo de hallarla… -y tras ampliar su sonrisa, concluye-: Filotexto, pues, ha ganado la apuesta.
Cuando Montalo termina de hablar, murmuro, incrédulo:
– Estás completamente loco…
El inexpresivo rostro de Montalo palidece cada vez más.
– En efecto: lo estoy -admite-. Pero ahora sé por qué jugué contigo y después te secuestré y te encerré aquí. En realidad, lo supe cuando me dijiste que el poema en que se basa esta obra era de tu padre… Porque yo también estoy seguro de que ese poema lo escribió mi padre…, que era escritor, como el tuyo.
Me quedo sin saber qué decir. Montalo prosigue, cada vez más angustiado:
– Formamos parte de las imágenes de la obra, ¿no lo ves? Yo soy el loco que te ha encerrado, como dice el poema, y tú el traductor. Y el padre de ambos, el hombre que nos ha engendrado a ti y a mí, y a todos los personajes de La caverna , se llama Filotexto de Quersoneso.
Un escalofrío recorre mi cuerpo. Contemplo la oscuridad de la celda, la mesa con los papiros, la lámpara, el pálido semblante de Montalo. Murmuro:
– Es mentira… Yo… yo tengo mi propia vida… ¡Tengo amigos!… Conozco a una muchacha llamada Helena… Yo no soy un personaje… ¡Yo estoy vivo!…
Y de repente su rostro se contrae en una absurda mueca de rabia.
– ¡Necio! ¿Aún no comprendes?… ¡Helena… Elio… tú… yo…! ¡¡Todos hemos sido el CUARTO ELEMENTO!!
Aturdido, furioso, me abalanzo sobre Montalo. Intento golpearlo para poder escapar, pero lo único que consigo es arrancarle el rostro. Su rostro es otra máscara. Detrás, sin embargo, no hay nada: oscuridad. Sus ropas, fláccidas, caen al suelo. La mesa en la que he estado trabajando desaparece, así como la cama y la silla. Después se esfuman las paredes de la celda. Quedo sumido en las tinieblas.
– ¿Por qué?… ¿Por qué?… ¿Por qué?… -pregunto.
El espacio destinado a mis palabras se acorta. Me vuelvo tan marginal como mis notas.
El autor decide finalizarme aquí.