Rafael Reig - La Fórmula Omega

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En una teleserie, los personajes secundarios organizan una revolución que obliga a los protagonistas hertzianos y catodios a exiliarse al otro lado de la pantalla, en Madrid, donde tendrán que enfrentarse al universo opaco de los telespectadores españoles. Siguiendo las instrucciones secretas que Bobby Fischer envía al Maestro Carranza, una organización criminal pone en movimiento su comando armado, dirigido por un taxista y compositor de problemas (no sólo de ajedrez) que tiene un propósito imposible: salir de sí mismo y conseguir entrar fuera. Cuando aparecen los primeros cadáveres la novela se precipita en un laberinto de amores prohibidos y persecuciones implacables que desemboca en la reglamentaria ensalada de tiros.
A través del humor, La fórmula Omega se propone forzar las posibilidades del género para lograr una novela diferente. Y, al mismo tiempo, una de pensar. ¿Qué es la fórmula? ¿Hay una verdad oculta? ¿Cuál es la verdadera naturaleza de lo real? Estas son las preguntas que se hacen unos personajes arrinconados entre la memoria y la esperanza.

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Los novelistas lo veían todo muy fácil.

Se duchó y se vistió con el chándal reglamentario.

Se le acumulaba el trabajo. Tenía que: 1) hacer la gimnasia; 2) no perder la noción del tiempo; 3) reclamar recado de escribir; 4) ganarse la confianza de los secuestradores; y 5) intentar comunicarse con el exterior.

Miraba el techo de escayola en el que una mancha de humedad dibujaba un árbol.

Le pareció que las ramas se movían.

– ¡¡Violetas imperiales!!

Eran su golosina superfavorita número uno, lo sabía todo el mundo.

¡Si hasta lo habían dado por la tele!

Capítulo 28 Cuerpos sumergidos

Para Antonio Madrid era una excavación arqueológica en la que había sucesivas ciudades enterradas. Cada estrato conservaba restos de sí mismo, utensilios, canicas, ornamentos, bolis reventados dentro del bolsillo, piedra pulimentada, vasos campaniformes y vocabulario fósil. ¿Quién era el que decía cate, molar y niño pera! ¡Ni con el carbono-14! ¿De quién eran las chapas de Cinzano, las mejores para hacer redondilla? ¿Y el sobre de soldados? Pleistoceno. ¿Quién preguntaba si una tía tragaba o no tragaba? Neolítico. ¿Cuándo aprendió a decir oblicuo o melancólico 1? Baja Edad Media. En aquella esquina con Trafalgar había comprado palmeras de chocolate al volver del colegio. Años después, un cuarto de kilo de petit-fours variados, por encargo de su madre. ¡Petit-fours! Qué tontería, ¿no? Más tarde cigarrillos Rex. Por fin ahora podía atravesar la misma acera haciendo «creec…, creec…, creec», con una misión que cumplir, un objetivo en esta vida, una fórmula Omega que encontrar a las órdenes de un hombre mayor que iba haciendo «bip-bip…, bip-bip…, bip-bip…» por los alrededores de la Telefónica.

En la plaza acababan de poner un vídeo-club.

Siempre le ocurría lo mismo. Cuando veía un sitio nuevo, no podía recordar lo que había antes ahí. Era impepinable.

En su cabeza también sucedía algo semejante. No había olvidado nada, pero de pronto descubría emociones y rasgos de carácter que debían de ser nuevos, porque le sorprendían, aunque no era capaz de recordar qué había antes en el mismo sitio. Donde ahora encontraba indiferencia no sabía si hubo entusiasmo o cálculo interesado; en el solar en que seguía en obras (inacabadas) su arrepentimiento, ¿qué hubo? ¿Qué habían derribado para construir allí? ¿La torre de su orgullo? ¿El rascacielos de su amor propio? ¿El sótano negro del que vuelve sin permiso la tristeza castigada?

Después de todos estos años, aún no se había enfriado el rescoldo del rencor con que salió de casa dando un señor portazo.

Desde el fracaso del Blitzkrieg, Maribel ni siquiera le pedía ropa prestada.

Peor todavía: aumentaba a diario el encono de las discusiones con su padre. Se levantaban la voz con un ensañamiento que nunca estaba justificado, ya fuera la diferencia entre participar e invitar a un próximo enlace, la opción entre la reforma y la ruptura o la superioridad de los envases de plástico sobre los cartones de tetrabrik. Les daba lo mismo. Lo único que querían era tirarse los trastos a la cabeza. Discutieran lo que discutieran, siempre se trataba de otra cosa que no decían.

A él, que no le preguntaran cuál. Que le asparan si lo sabía, como habría solicitado Dick en Villa Kirrin o en esa oscura caverna platónica del abrazo con Mari.

Repetía con frecuencia la mayor amenaza a la que Antonio se había enfrentado jamás:

– Me voy de casa.

Hasta que un día lo hizo.

Así. De pronto. Se iba.

A partir de una noche de sábado, ya no durmió en su habitación y Antonio salió a la calle dando un portazo.

Se echó a andar sin rumbo y atravesaba calles conocidas como quien sigue pasando páginas sin enterarse ya de lo que lee. Iba doblando esquinas, cada vez más deprisa. A ambos lados circulaban los balcones con macetas de geranios, las acacias, las paradas de autobús, las tiendas de ultramarinos donde podía decir que le apuntaran el pedido, el barrio entero como visto por la ventanilla de un tren.

No volvería a dormir en la habitación de al lado ni él volvería a acodarse en la ventana de la cocina para mirar su ropa interior tendida en la cuerda.

Sin darse cuenta, hacía rato que había echado a correr y, al volver la esquina de una bocacalle desconocida, se encontró de golpe con el campo.

¡El campo!

Se paró en seco.

Así que aquello era el campo en sí.

La ciudad se terminaba en un prado ralo con arbustos descoloridos. Había escombros, árboles esqueléticos, sinópticos; ensimismadas hierbas y una fogata que echaba humo desde un cubo de basura. En un pegujal cercado con alambre vio guisantes sembrados en latas que habían sido de escabeche y melocotones en almíbar. Al fondo, una tapia con un cartel de «Zalezky Modas» pintado a mano. Más arriba, la placa azul del Ayuntamiento: «Calle de Sicilia».

Miró aquellos montes entre los que se ponía el sol en forma de moneda, para hacer funcionar la máquina nocturna; miró el dolorido horizonte amoratado.

De la tierra surgía la oscuridad, que iba ascendiendo en forma de pirámide, cubriendo poco a poco las casas hasta la altura de los segundos pisos.

Comenzó la tormenta y cerró los ojos para oír llover, como si hablara de sí mismo con terceras personas.

Nunca supo cuánto tiempo permaneció en la misma postura, sentado sobre un charco y arrancando puñados de hierba que se llevaba a la boca; pero, cuando emprendió el regreso, ya estaban los camiones de basura por las calles, como las almas de extinguidos dinosaurios, triturando sin prisa los sueños de los que dormían.

Una vez masticados, iban amontonándolos en vertederos de las afueras, unos encima de otros, para formar azules cadenas montañosas alrededor de la ciudad.

No sabía dónde estaba y le costó recorrer marcha atrás el laberinto que habían trazado sus pasos, hasta que vio la Torre de Valencia y pudo encontrar el camino de casa.

Aún iba apretando con la lengua un puñado de hierba contra el paladar: sabía a tiniebla mojada como un jersey de lana.

Sus padres le habían dejado, como siempre, la luz del pasillo encendida y su cena en la cocina, tapada entre dos platos. Ni la probó (aunque era tortilla con ensalada). Se deslizó hacia su camarote. Había terminado la partida y escuchaba retumbar el eco de sus palabras en su fuero interno, que no sabía si estaba dentro de sí mismo o al otro lado, en la inaccesible y blindada realidad exterior.

¿Cómo salir de mí, compañero? ¿Cómo entrar fuera, valga la paradoja?

Se asomó a la habitación de Maribel y contempló la colcha de ganchillo sobre la cama sin deshacer.

Sentía dolor, como si dentro de su cuerpo algo se hubiera descosido o hubiera reventado sin previo aviso, abriendo un agujero que se ensanchaba a tanta velocidad que le dio vértigo.

Estaba tiritando cuando oyó las chanclas de su madre por el pasillo.

– ¡Menuda mojadura me traes!

Tenía fiebre.

Pasó cuatro días en cama y, cuando se levantó, había decidido marcharse a París para convertirse en autogenio y encontrar la Defensa Maroto.

Se iban a acordar.

Capítulo 29 Se estrecha el cerco

Desde el chalet del Viso, el gobierno de Venezolandia en el exilio había puesto a disposición del comisario Torrecilla una lista de posibles agentes de don Pedrito en Madrid.

El inspector Ugarte descubrió que uno de ellos era jugador de ajedrez.

– Un tal Carranza von Thurns, Claudio, de sesenta y cuatro años. Ha sido detenido en Argentina y en Alemania. Fue Maestro Internacional FIDE hasta que perdió la norma por inactividad en 1977. Vive en una pensión, Barco 5.

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