Rafael Reig
La Fórmula Omega
Beautiful Beautiful. Magnificent desolation.
Coronel Edwin E. Aldrin Jr.,
sobre la superficie de la Luna
Norte de Madrid, comienzos de los noventa. Los trenes de cercanías efectúan parada en todas las estaciones intermedias excepto Pitis.
¿Por qué? ¿Por qué siempre Pitis? ¿Por qué no Las Zorreras, por ejemplo? ¿Qué terrible secreto es el que nos están ocultando ahora?
Buena pregunta.
De día el pueblo sólo es accesible por la C-121, pero en la oscuridad de la noche se detienen en su apeadero trenes con vagones acorazados y escolta militar.
Sensores térmicos, detectores bioactivos, alambradas de alto voltaje, campos de minas y una dotación permanente de ciento setenta y dos hombres y cuatro mujeres del Grupo Especial de Operaciones (GEO) protegen el Perímetro de Segundad Máxima (PSM) trazado en torno a Pitis.
A simple vista, no hay más que un almacén de ladrillo con tejado de uralita. Un letrero manuscrito advierte: «Establos Padilla Hnos. ¡Cuidado con el perro!».
En el subsuelo pítico, a trescientos sesenta metros de profundidad bajo el nivel medio del mar en Alicante, se encuentra un bunker excavado en roca viva (granito plutónico del Guadarrama). Se trata de uno de los cinco lugares del planeta protegidos por un Perímetro de Seguridad Total (PST).
En ellos se reúne el Directorio Secreto (DS): los doce hombres que gobiernan el mundo en la sombra; los que de verdad mueven los hilos.
El objetivo del DS ha sido el mismo desde su fundación (siglo xv a. de C, aproximadamente): la fórmula Omega.
– Que hagan por su propia voluntad lo que nosotros queramos. He aquí el quid, caballeros -en palabras de Number Eleven.
Proyecto Pitis fue el penúltimo intento del DS para dar con la fórmula. De su fracaso, nació Venezolandia, que empezó en Estados Unidos, en 1974, cuando la NASA llamó la atención del presidente Nixon sobre un grupo informal de profesores que pretendía desarrollar un modelo teórico de organización secreta.
Sólo diez años más tarde, el Pentágono se encontraba preparado para llevar a la práctica la operación clandestina más ambiciosa de su historia.
El 16 de septiembre de 1984, una orden ejecutiva de Ronald Reagan autorizó al general Andrew A. Alexander a iniciar la primera fase: un experimento a escala reducida para el que fue seleccionada la pequeña población al norte de Madrid.
En 1990 Pitis tenía censados ochenta y tres vecinos, todos funcionarios del Ministerio del Interior. El pueblo entero no era más que una pantomima: el cura era un agente que se hacía pasar por cura, el cartero hacía de cartero y hasta el borracho local esperaba instrucciones en morse para tomarse la próxima.
Y cada uno de ellos tenía el convencimiento de ser el único agente destacado en Pitis con una misión secreta y bajo identidad fingida.
La idea original del grupo de docentes partía de un hecho conocido: que la vida, esta vida, resulta inaguantable para la mayoría de las personas.
Sus investigaciones revelaron que lo que hacía la existencia tan difícil de soportar no eran las adversidades, como se había creído hasta entonces. Al contrario, comprobaron que las personas eran capaces de sobreponerse a n+1 magnitudes de tragedia. Enfermedades, muerte de seres queridos, irreparables pérdidas materiales y morales, bancarrotas, divorcios, conflictos bélicos…, lo mismo daba. Siempre salían adelante.
A lo que no sabían cómo enfrentarse, en cambio, era a la vida corriente de todos los días. No podían con ella. Curioso, ¿verdad? Pues los experimentos no dejaban lugar a dudas: era la vida lo que no tenía arreglo.
La propuesta del grupo informal consistía en convertir a la totalidad de la población en agentes secretos. A cada individuo se le asignaría una peligrosa misión y una falsa identidad para llevarla a cabo. Según sus hipótesis, si alguien actuaba, por ejemplo, como albañil, en lugar de ser de hecho albañil, no se sentiría tan descontento de sí mismo. Ventaja adicional (que no pasó inadvertida al DS): a un agente secreto no se le iba a ocurrir nunca ponerse a organizar una huelga. El albañil de nuestro ejemplo viviría su vida corriente (inaguantable), pero lo haría por motivos de seguridad (con el entusiasmo que despiertan las auténticas aventuras).
– ¿Habremos encontrado por fin la fórmula? -se preguntaba Number Four.
– Paciencia, caballeros, pronto lo sabremos.
A los seis meses de la apertura, algunos agentes comenzaron a dar muestras de agotamiento nervioso. El cartero se olvidaba de su misión y llegaba a creerse un cartero de verdad, y el sacerdote había dejado de ver la diferencia entre ser sacerdote y comportarse como si fuera sacerdote. Pronto surgieron las complicaciones añadidas por el imprevisible factor humano: el agente bajo cobertura de farmacéutico se enamoró de la que operaba con la identidad de maestra y acabó confesándole que él era un agente secreto. La maestra respondió que entonces sí que estaban hechos el uno para el otro, Feliciano (su nombre en clave), puesto que ella, ídem de lienzo: ¡qué casualidad tan grande, ¿no?! Ambos lo comentaron con el agente caracterizado de bibliotecario, que envió a sus superiores un telegrama cifrado.
– Fatiga de combate -diagnosticó el general Alexander, y ordenó algunas modificaciones sobre el plan original.
Se abrieron otros cuatro enclaves ficticios (Torrelaguna, Teruel, Cangas de Onís y Medinaceli) para facilitar la rotación de los agentes y se intentó dar una nueva forma a la misma idea.
Así fue como nació Venezolandia, en pleno funcionamiento desde 1991.
Se trataba de un país conjetural, cuyos habitantes no vivían sus vidas, sino que las representaban, igual que los actores de una película, pero con guión escrito bajo tierra, al norte de Madrid.
Capítulo 1 La mano de nieve
Mientras tanto, muy lejos de Venezolandia, en el centro de Madrid, había un hombre que se decía por su cuenta: ¡mi vida es un film! porque le parecía una reposición de la segunda cadena, en blanco y negro y, ¡encima!, protagonizada por alguna otra persona. ¿Por Maribel? ¿Por el comisario Torrecilla? ¿Por el doctor Carranza? ¿Por un pasajero cualquiera? Y él, ¿qué pintaba allí, si ni siquiera sabía en qué película estaba haciendo de extra?
Antes Antonio Maroto iba para genio, pero ya estaba de vuelta.
Esto no quería decir que por fin los demás pudiéramos respirar tranquilos. Conducía un taxi, componía problemas de mate en tres y había organizado el Comando Suicida del club Gambito: ¡el mayor peligro al que nos hemos enfrentado jamás!
Circulaba sin prisa por los Bulevares, a poca distancia de las aceras, para salpicar los tobillos de los peatones en las paradas de autobús.
No sé los compañeros, se quejaba, pero en mi coche sólo se monta el español de a pie. Las señoras con paquetes, los que acaban de llegar en el tren, el que tiene la pierna escayolada…
El taxi era aburrido y el comando seguía en el ángulo oscuro, a la espera de los acontecimientos.
La verdadera acción trepidante no acababa de desencadenarse nunca y Antonio empezaba a sentirse estafado. ¡Que nos devuelvan las entradas! A ver si ahora resulta que estaba en una película de pensar. O peor todavía: ¡francesa!, porque no hacían más que hablar por hablar, ver crecer la hierba del Retiro y mirarse unos a otros poniendo caras que debían de ser muy significativas, sí, de acuerdo, pero ¿significativas de qué significados, por favor?
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