Caissa informó que le había dado a la Princesa prisionera un somnífero para que durmiera la siesta.
– No parece que extrañe la cama -añadió. A la hora convenida, Antonio y Paquita se acercaron a la cabina, en Peña Prieta con la Avenida de la Albufera. -Arrodíllate, Caissa, que tiene que ser en la de inválidos. -¿No dará igual?
– ¡Cómo va a dar lo mismo! Ésa es la que lleva la protección antiescuchas.
– Vale…, perdón: sí, Señor.
Se precipitó al suelo y leyó en cuclillas el mensaje que ¡levaba anotado. Tenía instrucciones de comerse la hoja de bloc nada más colgar.
Mientras ella masticaba, Antonio llamó a don Claudio, que declaró abierto el Segmento Negociación.
Con un dedo mojado en saliva, comprobó la dirección del viento y dio nuevas instrucciones a Paquita:
– Aléjate unos cincuenta metros rumbo sur-suroeste. Tengo que establecer cierta comunicación clasificada.
– ¿Señor?
– ¡Que me esperes a la puerta de ese Pryca, coño!
Marcó un número y transmitió un breve mensaje secreto.
De vuelta en Sicilia, agotados, el Comando almorzó tortilla de patatas en la cocina y brindó con una botella de sidra achampanada por el éxito de la operación en todos sus segmentos sucesivos.
– Buen trabajo, Vulcano -le felicitó Antonio -. No te impacientes.
Ortueta tenía una cuchara y el mechero encima de la mesa y estaba quitándose el cinturón.
Antonio le entregó la jeringuilla y una papelina.
– Hasta esta noche no hay más, ¿lo has comprendido?
– Sí.
– ¿Sí qué?
– ¡Sí, Señor! -se cuadró marcialmente.
– A las ocho estaré de vuelta. No quiero imprevistos.
Paquita respondió en voz alta; Ortueta, mediante gestos. Sujetaba entre los dientes la correa del cinturón, con el que apretaba un torniquete en el brazo izquierdo.
Encontró la vena, clavó la jeringuilla y extrajo una gota de sangre repleta de réplicas de sí mismo.
Apretó el émbolo y sintió una sacudida en su interior. Paquita, a su espalda, le daba masaje en el cráneo afeitado al cero. Los dos cerraron los ojos y Antonio creyó que no llegaron a oír lo que iba diciendo:
– Desde luego, qué vergüenza, Ortu. ¡Con lo que tú eras!
La luz del contestador parpadeaba. Pulsó play y escuchó:
– Soy yo. Tú no te preocupes, Toñín. Tú sigue así. Los dos sabemos que no eres ningún tarado, compañero.
Le sorprendió su propia voz grabada.
En ocasiones necesitaba recibir llamadas de adhesión, aunque no tuviera más remedio que hacerlas él mismo, mientras Paquita esperaba a contraviento.
Ordenó su cabeza, abarrotada de apuntes mentales que no sabía a qué podían referirse. Algo sobre la clonación de Ortueta. Otro que ponía: «Lo de los músculos». Formidable, ¿qué músculos? "Dios y los vivos.» Espléndido, ¿qué significa? «Mañana sin falta.» Vale, mañana, oquéis, pero ¿mañana por hoy o por hace tres semanas?
Al fondo, bajo los papeles arrugados, neuronas desechables y esas bombillas fundidas de ideas sin pensar, había recuerdos que le hacían bajar la cabeza.
Tal y como él lo veía, se lo había jugado todo a una carta: el famoso Blitzkrieg.
Y había perdido.
Tomó la decisión después de abrir la puerta del cuarto de baño.
No se le iba de la cabeza lo que sobrenadaba el agua de la bañera: sus pechos (que flotaban, como islas a la deriva) y su media melena, los hombros y el cuello de procedencia extra-familiar y extraterrestre, las rodillas dobladas y esos ojos grises que tenía, del mismo color que los charcos de lluvia.
Por debajo del agua jabonosa, a poca profundidad, vio un arbusto enredado como sus propias pesadillas de amor y, dentro de él, un arrecife de coral.
– ¡Tú eres un tarado! -gritó Mari desde el agua. Encallado en su camarote, escuchaba despedirse a Niño
Bravo y analizaba la jugada. Un jaque temerario y prematuro sin posibilidad de éxito; con el que sólo había conseguido debilitar la posición de sus propias piezas.
Así no íbamos a ninguna parte. Tenía que descargar el golpe sólo cuando pudiera hacer impacto de lleno, por sorpresa. Un verdadero Blitzkrieg, como en el póster de Guernica que Mari había clavado con chinchetas en su cama.
Recordaba la tarde en que le tocó esa teta que había trastornado las líneas de su destino. Creía que, para desafiar la ley de la gravedad, Mari había hecho botar sus pechos. En el recreo, los de su clase jugaban a sujetarle a uno el brazo recto, paralelo al cuerpo, mientras él hacía fuerza para levantarlo. «Ahora deja de apretar.» Al soltarle, el brazo se levantaba solo, como por arte de magia.
Un día había hecho la prueba con Maribel y quedó entusiasmada.
– Siempre he querido saber lo que sentís los tíos al empalmaros – dijo entre risas.
Este comentario y otros parecidos («¿Ligas mucho, Toñín?», «¿Cómo son las chicas de tu clase?», etcétera) le hicieron concebir la noción de que existía entre ellos un ambiente de mutua confianza y camaradería fraterna, etcétera, y esto acabó inspirándole el Blitzkrieg.
Si una cosa le gustaba a Maribel era ejercer de hermana mayor, que él le pidiera ayuda y ella pudiera hacer valer ese superior conocimiento de la vida que creía que le proporcionaban unos años de más. La volvía loca, así que Antonio comenzó a inventarse problemas para que se los resolviera. Mari le explicaba lo que debía hacer para ligar, qué les gustaba a las chicas, cómo comportarse… y Antonio le iba suministrando semanalmente una novela por entregas, llena de atolladeros, acantilados, perplejidades, desapariciones, reconocimientos y encrucijadas de las que sólo ella podía sacarle.
El enrevesado folletín lo protagonizaba una chica de su clase, Mónica Muñoz Molero, la Triple Eme.
Durante varios capítulos acorraló a la Triple Eme con las astutas maniobras que le dictaba la infatigable máquina-Maribel, hasta que un día tuvo la ocurrencia de inventar una fiesta en casa de Miguel Zavala y le dijo a Mari que quería sacar a bailar a MMM.
– ¿Qué tal bailas tú? -se interesó Mari, dejando un hueco libre hacia el que Antonio chutó con la izquierda, sin necesidad de pensar, con el instinto de gol del mismísimo Pirri:
– ¡Ése es el problema! No sé cómo se hace.
– ¿De verdad que no has bailado nunca? -abría los ojos y los brazos (de par en par y en cruz, respectivamente).
Era puro teatro.
En realidad, estaba encantada.
Por un lado, se situaba en una posición de superioridad condescendiente, aconsejándole desde su amplia experiencia de la vida y tal y cual… pero a la primera oportunidad exageraba esos asombros fingidos: ¡Oh! ¿De verdad que nunca has escuchado una canción de los Beatles? ¿Qué? ¿Será posible que no sepas lo que es un referéndum? ¿Cómo puede ser? ¿Me estás diciendo en serio que nunca has oído hablar de De Gaulle?
Siempre estaba igual.
Con todo, el tiro a puerta entró hasta la cocina.
Maribel ya estaba de pie buscando un disco.
Le hizo poner las manos en su cintura, ella se las puso en los hombros y comenzaron a girar procurando no pisarse.
Antonio sospechaba que Mari tampoco debía de saber bailar, dada la insistencia con que repetía que lo importante era sentir la música, dejarse llevar, expresarse con el cuerpo y otras sandeces semejantes que, en su caso, no eran de aplicación: ¿cómo iba a expresarse él con un cuerpo que ni siquiera era el suyo verdadero, sino sentencia de los demás?
Además, ¿a él qué más le daba? Su cintura se movía entre sus manos, reposaban sus pechos sobre su esternón y tenía encajada una pierna en los muslos entreabiertos de su hermana. El resto del universo mundo, el salón de casa, el costurero de su madre, los visillos, la foto en la parcela, las porcelanas de Lladró, en fin, la realidad sensible y giratoria no era más que un latido cada vez más débil, hasta que se quedaran los dos así, castigados dentro de esa hoguera que iba a arder hasta la consumación de los tiempos: la fórmula Omega de la condenación eterna los dos juntos.
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