Rafael Reig - La Fórmula Omega

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En una teleserie, los personajes secundarios organizan una revolución que obliga a los protagonistas hertzianos y catodios a exiliarse al otro lado de la pantalla, en Madrid, donde tendrán que enfrentarse al universo opaco de los telespectadores españoles. Siguiendo las instrucciones secretas que Bobby Fischer envía al Maestro Carranza, una organización criminal pone en movimiento su comando armado, dirigido por un taxista y compositor de problemas (no sólo de ajedrez) que tiene un propósito imposible: salir de sí mismo y conseguir entrar fuera. Cuando aparecen los primeros cadáveres la novela se precipita en un laberinto de amores prohibidos y persecuciones implacables que desemboca en la reglamentaria ensalada de tiros.
A través del humor, La fórmula Omega se propone forzar las posibilidades del género para lograr una novela diferente. Y, al mismo tiempo, una de pensar. ¿Qué es la fórmula? ¿Hay una verdad oculta? ¿Cuál es la verdadera naturaleza de lo real? Estas son las preguntas que se hacen unos personajes arrinconados entre la memoria y la esperanza.

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– Creo que voy a devolver, Señor -susurró Ortueta.

Mentía. No era que lo creyera: estaba seguro al cien por cien.

– Es que con tantas vueltas y revueltas de entretenimiento… -se disculpó.

– ¡Bájate ahora mismo!

Demasiado tarde. El impacto del frenazo le hizo vomitar sobre la guantera.

El coche se había calado.

– Lo siento mucho, Señor -con la boca llena, sonó como un bostezo.

– Ya estamos sin remedio fuera de crono -acababa de comprobar Antonio en su reloj de pulsera del ejército suizo.

Carranza le había entregado un plan segundo a segundo, desde el robo del vehículo al recorrido de distracción para borrar pistas, pero siempre había que contar con el factor humano, y al factor humano Ortueta no se le podía ocurrir mejor idea que echar la primera papilla en el momento más delicado de la Operación Princesa.

– ¿Llevará mucho ADN? -el factor imprevisto se limpiaba con el guante de quirófano.

– ¡Pero qué dices!

– El devuelto. Preguntaba si dejará huellas biológicas. El a-de-ene, me refiero.

– Menos que si fuera saliva -improvisó Antonio-. Unas diez partes por millón. Por si acaso, nada más llegar, pasas la manguera y desinfectas con lejía, ¿comprendido?

– ¡Afirmativo, Señor!

– Ponte otra vez la careta, Vulcano.

La pregunta de Vulcano le había desconcertado. Se trataba de algo tan estúpido que rozaba el umbral de lo sublime. ¿Tendría razón don Claudio? El Maestro consideraba a Ortueta un idiot-savant. El clásico tarado a todos los efectos, salvo en una actividad muy específica (y por lo general inútil) que lo mismo podían ser operaciones aritméticas de treinta y cinco dígitos, todas de cabeza, o réplicas de catedrales góticas construidas con palillos de dientes.

En su caso, el ajedrez.

Idiot-savant o idiota a secas, Antonio no encontraba la respuesta.

¿Y si no fuera tan idiota?

Disipó aquellas ridiculas dudas. ¡Pues claro que era idiota, por eso mismo se autodestruía sin pérdida de tiempo una vez leído, como los poetas y los mensajes secretos!

Cuantas más vueltas le daba, más confundido se sentía. Había ADN en pequeños fragmentos de piel, eso lo sabía, y tirando del hilo del ADN, la policía podía encontrar el ovillo del criminal, con un mapa genético levantado a escala. En ese laberinto en espiral estaba enroscado todo lo que uno era, desde las enfermedades infantiles a los rasgos de carácter o la manera de leer el periódico empezando por la última página. Todo estaba ahí, a tamaño microscópico, repetido una y otra vez hasta el infinito…, miles de millones de maquetas de uno mismo con instrucciones para armarlas. Un algoritmo biológico, otra fórmula Omega. Bastaba con seguir las indicaciones y cada a-de-ene se convertiría en otro yo. Según decía Benito Vela, con uno solo que encontraran, podían fabricar a la persona en un laboratorio secreto. Lo habían hecho ya con dinosaurios prehistóricos. Las huellas dactilares eran un juego de niños. El ADN era el verdadero peligro: el puto ADN con su grave inconveniente de que, además, estaba en todas partes, en cada puta célula del cuerpo.

¡La mayor amenaza a que nos hemos enfrentado jamás!

En la sangre y en la piel, fijo que había a-de-enes. ¿Y en el vómito de Ortueta? En general, dejando a un lado a Ortueta en sí, ¿tenía el vómito células? Y en caso afirmativo, ¿células muertas, como el pelo y las uñas; o vivas, como los pulmones, pongamos por caso?

Admitido, a este respecto Antonio no sabía más que el propio Ortueta. Por no saber, ni siquiera podía jurar que el ADN se quitara frotando con lejía.

Desde el terrado, con los prismáticos, Caissa vio aparecer el Volvo en la esquina de Miguel Palacios y bajó a abrir el garaje.

– ¿Ha habido problemas?

– Negativo. Nos hemos salido de crono por culpa de este factor humano.

– Acusica -masculló Ortueta.

– A mí tú no me mascullas, ¿vale? Mira que te pongo a trastabillar, a extraer los objetos de los bolsillos y a dormir con frazada, te lo advierto.

– Perdón, Señor.

– En la radio no lo han dado todavía, Señor. -Tardarán, Paquita. ¡Caissa, cono! Lo primero, el paquete al Frigorífico. Luego entramos en Segmento Residuos.

– ¡Sí, Señor! -pronunciaron al unísono Paquita y Ortueta.

El plan original era que Vulcano se desplazara hasta un descampado en la carretera de Extremadura y abandonara el coche, regresando a la calle Sicilia por los medios que considerara más oportunos.

Conociéndole, cogería una Blasa y el metro hasta Puente de Vallecas, seguro.

Ahora a Antonio le parecía demasiado peligroso. Por mucho que frotaran, podía quedar algún ADN en la tapicería, en las alfombrillas o en el espejo retrovisor (el puñetero factor humano-había puesto el vehículo francamente perdido). Además, había que tener en cuenta que el a-de-ene era permanente. El de los dinosaurios se había conservado en una gota de resina durante siglos. ¿Iba a durar menos el de un idiot-savant auto-destructivo?

En el plan también asumía don Claudio que, una vez encontrado el coche, no tardarían en identificarlo como el utilizado en el secuestro. Para esas cosas a la policía nunca le faltaba la desinteresada colaboración de un vecino dispuesto a jurar lo que fuera: que había visto un Volvo azul metalizado atravesando a gran velocidad la plaza de Castilla, por ejemplo. Así que, si encontraban aunque fuera el más pequeño de los ADN de Ortueta, estaban perdidos. Le reconocerían en cuanto miraran por el microscopio. Peor aún: clonarían un Ortueta completo para interrogarle en comisaría y que les llevara hasta su original, el number one o prototipo, como si dijéramos.

Antonio garrapateó una anotación mental: «¿Será posible, en el estado actual de nuestros conocimientos científicos, clonar Ortuetas como quien le da a una manivela?». Archivó el papel en un lugar visible de su hemisferio cerebral izquierdo, para que no se le olvidara.

Decidió que lo mejor era no correr riesgos.

Entró en el cuarto de baño, hizo pis en el lavabo y después se sentó en la taza, con el tablero magnético sobre los muslos.

Llegó a la conclusión de que necesitaba un alfil negro para dar forma definitiva a su problema.

Se convenció de que no sólo sobraba el alfil, sino también dos peones.

Los quitó.

Volvió a añadir peones.

Los quitó…

Cuando salió del baño, el tablero estaba en la misma posición.

En el garaje, Ortueta regaba el interior del coche con la manguera y Paquita acababa de añadir lejía en el cubo de la fregona.

– Dejadlo estar. También hay que saber improvisar, ¿no? Nuevo operativo de emergencia: ¡vamos a reventarlo!

La mujer se quedó de retén y los dos hombres partieron con los guantes y las caretas puestas. Ortueta conducía el Volvo, con cinco kilos de explosivo plástico en el maletero: más que suficiente para reducirlo a fragmentos de chatarra tan diminutos que ni en el más grande podría caber un ADN entero.

Antonio le seguía en la Vespa. Por debajo del casco, el cartón de la careta de Pato Donald se le estaba pegando al sudor.

Dejaron el coche-bomba aparcado en un arcén de la carretera de Colmenar Viejo, cerca de la Universidad Autónoma.

Al llegar a la altura del Piramidón, Antonio dio la orden de que se quitaran las máscaras, en parte para que Vulcano (que iba con una de Marilyn Monroe y sin casco) no levantara sospechas; y en parte porque su Pato Donald estaba deshaciéndose.

El temporizador se adelantó veinticinco segundos. La explosión se produjo a las 12.15, en el momento en que la Vespa se saltaba un semáforo de la calle Joaquín Costa.

Se oyó en un radio de quince kilómetros a la redonda (incluía Vicálvaro y Bustarviejo), pero no hubo que lamentar desgracias personales.

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