– ¿Voy bien para O'Donnell? -preguntó Claudio.
Lo que Bobby reclamaba era la obra de humildad más inconcebible. ¡Matar a esa mujer sin desearlo!
Ella le explicó que debía hacer varios transbordos y, tal y como esperaba Carranza, permaneció a su lado, intentando entablar conversación.
La luz del tren apareció al fondo del túnel.
La estación seguía vacía.
Claudio miraba con afecto los tobillos hinchados, el pelo teñido del color de un mueble, la alianza, la cruz y la cadena, y esas orejas de soplillo que no conseguía esconder. Contemplaba emocionado su vida difícil, hasta que un nudo de humanidad compartida le apretó la garganta con la fuerza de una mano. Estrangulado de misericordia, sintió que su existencia se enlazaba con la de la desconocida. Lo estaba con siguiendo. La quería. Sus desdichas, sin duda numerosas, también las padecía él, Claudio Carranza von Thurns, y sus escasas alegrías le ayudaban a soportar su tristeza de hombre solo; triste, cansado, pensativo y viejo.
– Ich líebe dich, Frau mit Olkcanchen! -susurró, como quien dice: «¡Te amo, mujer con alcuza!».
Y era verdad. La amaba. Habría dado años de la suya por conservar la vida y la alcuza de esa tenaz mujer inevitable.
Se dio media vuelta y echóse a andar, emocionado, dispuesto a abrazar al primer hombre que encontrara en su camino.
En ese preciso instante el repentino aullido de Bobby hizo impacto en la parte de atrás de su cabeza y Claudio se paró en seco, giró en redondo, cogió impulso y la empujó por la espalda.
Cayó de bruces sobre las vías.
Comprobó con el rabillo del ojo que el tren le pasaba por encima y subió de dos en dos las escaleras.
Recuperó el aliento, ganó la calle y echó a andar por Bravo Murillo hacia el Canal.
– Bip-bip…, bip-bip…, bip-bip… -iba diciendo.
Frente al depósito de aguas, se hincó de rodillas en la acera.
Estaba recibiendo una transmisión.
Duró setenta y dos segundos y, cuando terminó, Carranza se dirigió a una cabina para llamar a Antonio Maroto.
El Comando Suicida iba a entrar en acción.
Capítulo 20 Le dernier metro
Cogió al quinto timbrazo.
– Torrecilla al aparato.
– Aquí Carmen.
El comisario miró el despertador. Las seis de la mañana.
– Mujer muerta, entre treinta y cuarenta, en el metro de Cuatro Caminos…
– Mándame ahora mismo un coche.
– Ya lo he hecho, jefe.
Torrecilla se echó agua en la cara, se peinó con los dedos y se puso el traje gris marengo.
Traspasó el arma de debajo de la almohada al bolsillo de la americana.
Al salir oyó la persiana metálica de la panadería. En Santa Teresa, sobre una mesa plegable, una mujer vendía bocadillos de atún con tomate y litronas que mantenía en un cubo con hielo. Por Fernando VI, sin cordones de los zapatos, con ojos vidriosos y el pelo acartonado, las criaturas de la noche tiritaban esperando taxis.
El frío del amanecer le confirmó que había hecho bien dejándose el sky-jama puesto por debajo del traje.
Atravesó Santa Engracia en el catorce-treinta trucado del Parque Móvil.
La inspectora Carmen Menéndez le esperaba en la boca
– ¿Ha llegado? -preguntó Torrecilla. -Está abajo…
– ¿Qué dice?
– Falsa alarma, jefe. Siento haberle sacado de la cama.
– No importa, Menéndez, soy un profesional.
En el túnel, de rodillas, Antonio Álvarez-Barthe examinaba el cuerpo con una cinta métrica y grababa sus primeras impresiones en una cásete portátil con micrófono incorporado.
– Pierna derecha setenta centímetros, pierna izquierda… setenta y cinco centímetros…, observo pantis sintéticos…, distingo tirita talón…, posible rozadura zapato. Examino pie derecho. Rozadura confirmada. Hipótesis preliminar: zapatos aprietan…, localizo calzado desprendido…, aquí están: ¡nuevos, como me temía!… ftacón derecho partido… -el forense apretó el stop al reconocer al comisario -. Lo siento, Torre, pero ésta se ha caído.
– ¿Estás seguro?
– Uno, no hay suficiente ángulo. Dos, era coja perdida. Tres, no hay señales de violencia. Cuatro, le apretaban los zapatos…, en definitiva, puedes volver a dormir.
– Ya que estoy, llevaré a cabo una inspección visual.
Yogures, gel de baño, pan Bimbo, una lata de aceite de oliva y un cartón de Bucaneros alrededor del cuerpo destrozado por las ruedas del tren.
– Aquí está su carnet -anunció la inspectora, que revisaba el bolso con guantes de plástico-. Se llama Ana Martín Cornejo…
Torrecilla soltó un juramento.
– Lo siento mucho, Barthe, pero te equivocas. La han ase-
– ¿Estás seguro?
– Completamente. Es otra de ellas…, ¡y van seis!
Para proteger a los exiliados, la policía española conocía las identidades falsas que ostentaban las superestrellas venezolandesas, y Torrecilla recordaba el nombre: la interfecta no era otra que la ci-devant Ernestina Soletilla, Baronesa del Parte Meteorológico.
Capítulo 21 Mecanismos de relojería
Siguieron a la mujer durante tres días. Tenía horarios regulares. Por las mañanas salía a las ocho y media y cogía el autobús hasta su trabajo, en el Palacio de Exposiciones y Congresos. Comía a las dos y media en el cercano La Marmita Bar-Rte., volvía al Palacio y salía a las seis y media. Iba en taxi a un chalet del Viso, donde la recibía un hombre al que ella entregaba todos los días un paquete y recibía a cambio otro de menor tamaño. Qué curioso, ¿verdad? Volvía a Agustín de Foxá en el mismo taxi y ya no salía hasta la mañana siguiente a las ocho y media en punto.
El día número cuatro Antonio se situó el primero en la parada frente al Palacio, a las seis y veinticinco en punto.
Levantó el brazo ensimismada, con esa autoridad que ejercen, casi sin poner atención, los que no dudan que van a ser obedecidos.
– A la calle Guadiana 16.
Era rubia y llevaba el pelo recogido en la nuca con una goma, dejando a la vista orejas diminutas. Parecían maquetas de orejas de verdad, como las que utilizamos las personas mayores, pero construidas a escala muy reducida y con esa exagerada precisión de detalle que sólo es propia de catedrales góticas, jarrones chinos y discusiones familiares.
– Espéreme aquí un momento, por favor.
Abrieron en el acto, como si el hombre del traje de raya diplomática hubiera estado escondido detrás de la puerta, esperando su llegada. Entregó el paquete grande y recibió el pequeño, del tamaño de una cinta de cásete, -Ahora vamos a Agustín de Foxá 25. No miraba por la ventanilla ni al conductor, sino hacia algún punto suspensivo situado en su memoria o en su esperanza. Eso si es que definitivamente no son las dos la misma cosa: bombas de tiempo, que se ponen en marcha solas y siempre nos explotan encima, compañero.
– Muchas gracias. Quédese con el cambio. Era un billete de mil para una carrera de ochocientas setenta y cinco.
Antonio rodó de vuelta al centro. Por Castellana, a la altura de Eduardo Dato, el espejo retrovisor comenzó a perder nitidez. Hubo un fundido en blanco.
Se dio cuenta de que, sin poder evitarlo, iba a ser víctima de un flash-back en ese mismo instante. Tragó saliva.
Apenas tuvo tiempo de parar en doble fila y encender las luces de emergencia.
Apretó la nuca contra el reposa-cabezas, para contrarrestar la fuerza del retroceso; cerró los ojos y salió proyectado hacia atrás.
Al frenar, dio con la frente en el volante, ¡No! ¡Otra vez no! ¡Había vuelto a hacer impacto demasiado cerca!
Maldijo su voluminosa estampa. Siempre estaba igual. Había visto crecer a su hermana, pero echaba de menos su infancia. Cuando él nació, era ya demasiado tarde: Maribel había pasado la varicela y la escarlatina y, para cuando Antonio tuvo uso de razón, acababan de salirle tetas.
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