Rafael Reig - La Fórmula Omega

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En una teleserie, los personajes secundarios organizan una revolución que obliga a los protagonistas hertzianos y catodios a exiliarse al otro lado de la pantalla, en Madrid, donde tendrán que enfrentarse al universo opaco de los telespectadores españoles. Siguiendo las instrucciones secretas que Bobby Fischer envía al Maestro Carranza, una organización criminal pone en movimiento su comando armado, dirigido por un taxista y compositor de problemas (no sólo de ajedrez) que tiene un propósito imposible: salir de sí mismo y conseguir entrar fuera. Cuando aparecen los primeros cadáveres la novela se precipita en un laberinto de amores prohibidos y persecuciones implacables que desemboca en la reglamentaria ensalada de tiros.
A través del humor, La fórmula Omega se propone forzar las posibilidades del género para lograr una novela diferente. Y, al mismo tiempo, una de pensar. ¿Qué es la fórmula? ¿Hay una verdad oculta? ¿Cuál es la verdadera naturaleza de lo real? Estas son las preguntas que se hacen unos personajes arrinconados entre la memoria y la esperanza.

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Con semejante mar de dudas, sus fantasías zozobraban sin remedio en los procelosos puntos suspensivos.

Se disparaban solas en cuanto cerraba los ojos. La parte invariable era que tocaba los pechos de su hermana. Había reglas obligatorias: Maribel no podía mirarle, no había sonido y Antonio no se quitaba ninguna prenda de ropa. Papá estaba muerto. Mamá estaba muerta. Los demás (¡esos cabrones!) habían desaparecido, porque era el día siguiente a una explosión nuclear. Soplaba el viento, braceaban las ramas de los árboles, no se veía ni torta y ellos dos eran los únicos supervivientes de la raza humana. El Corte Inglés de Princesa estaba intacto, en cambio, con un oportuno blindaje antirradiación. Qué buena suerte, porque así comían de lata en el supermercado de la sexta planta. Tomaban berberechos, bolsas de ganchitos y patatas fritas, bebían cocacolas sin que les quitaran el sueño, ponían discos y enchufaban la tele (había electricidad: ¡debía de ser el típico generador autónomo!). En una cama de la sección Todo para el Hogar, Antonio iba apretando las líneas ilegibles de su destino contra el cuerpo de Maribel casi desnuda: sólo llevaba falda escocesa, cerrada con un imperdible dorado…, ¿y luego qué?

Puntos suspensivos. No sabía por dónde seguir.

Mientras tanto, tenía que encerrarse en el cuarto de baño.

Para sus ensimismamientos, utilizaba la mano izquierda o la derecha. Una vez intentó hacerlo con la mano dormida, porque había leído que así parecía la de otra persona.

Imposible. Le daban calambres y no valía la pena.

Antonio ponía buena voluntad para aprender de los libros. Desde pequeño era ese lector ideal que intenta asimilar. Tomaba medidas, levantaba planos y hacía sus comprobaciones. Cuando leyó el manuscrito de Rafael Ruiz, no pudo pasar de la primera página:.'Bruno cabalgó una pierna sobre la otra y, aspirando una bocanada de humo, estiró el brazo para apoderarse del revólver abandonado sobre la alfombra». Antonio encendió un Marlboro y se sentó con las piernas cruzadas. Le daba un ataque de tos cada vez que intentaba alcanzar el suelo con la mano.

– Imposible, Rafa, no lo aguanta la anatomía -le hizo saber-. Lo que has escrito no es la verdad.

– Pues por eso mismo escribo novelas, chaval. Así, cuando no sé qué poner, me lo invento todo.

– Eso es muy elástico, Rafa, ¡pero que muy elástico!

Total, que se ensimismaba con las manos despiertas. Al levantarse, tenía en las nalgas marcas rojizas de la tapadera del váter. A veces se hacía una paja de pie frente al espejo, para ver la cara que se le quedaba. Cuando se corría le parecía que iba a caer redondo sobre las baldosas. Tendrían que rescatarle, abriendo con una aguja de ganchillo el seguro de la puerta.

El peligro que rodeaba sus actividades extraescolares aumentaba la excitación. No sólo podía descalabrarse sin querer y no sólo podía ocurrir que estuviera mal cerrado y alguien le sorprendiera (era el problema con aquellos cerrojos), sino que el baño estaba en el pasillo, al lado del cuarto de estar y, sentado en la taza, escuchaba la tele puesta y la conversación de sus padres, sus pasos sobre el parquet y, a través de la puerta, alguna pregunta de su madre:

– ¿Cómo quieres la tortilla, de un huevo o de dos?

– ¡De dos! ¡Dos huevos, mamá! ¡Dos huevos!

Sólo una vez sonó al otro lado de la pared esa voz de Maribel que hacía que le temblaran las articulaciones de los huesos.

– ¡Toñín! -gritaba-. ¿Me prestas tu bufanda gris para esta noche?

Respondió al tiempo que eyaculaba, mucho antes de lo que tenía previsto (debido a la emoción, según se dijo a sí mismo).

Ciertas noches se masturbaba en la cama y al eyacular sentía el impacto de la lefa en su estómago, a veces en el pecho, pero nunca en la cara o en la frente, que era donde siempre la estaba esperando en vano.

Si no notaba nada, pasaba la mano por la sábana para buscar la humedad. Tenía que encontrarla, porque si no, no podía dormirse, convencido de que por la mañana aparecerían placas tectónicas de semen reseco en sitios imprevistos: sobre los pantalones doblados en el respaldo de la silla, dentro de los zapatos Gorila de ir al colegio, en el cristal de la me-sita de noche o incluso en pleno recordatorio de la Primera Comunión, ¡toma ya!

Imaginaba a su madre a plena luz del día, raspando con la uña en el lugar menos pensado y descubriéndolo todo a velocidades supersónicas.

– Pero, Toñín, hijo… ¿Será posible, ¡criatura!?

Algunas noches se corría tanto que creía ver un surtidor de sombra y sueño por encima de su atónita cabeza, describiendo una amplia parábola hasta estamparse en un póster del Real Madrid que había colgado a la cabecera de la cama, para proteger la madera.

A la izquierda del equipo blanco había una foto dedicada de un sonriente Arturito Pomar y, a la derecha, una de Bobby Fischer enfurruñado frente a un tablero.

Cuando sus padres iban a una de esas cenas de matrimonios y Mari estaba fuera (empezaba a salir por las noches, casi siempre con alguna prenda propiedad de Antonio y sin respetar la hora de llegada), volvía a la habitación/lugar-del-crimen donde recibió el golpe de vista del que no conseguía levantar cabeza.

Con las puertas del armario abiertas, intentaba mirarse sin ser visto, ver sus propios ojos sin que le estuvieran mirando, como si fuera un desinteresado astronauta quien contemplara en tercera persona las diminutivas pollas, avanzando en fila india hasta donde se perdía la mirada, en el nublado interior del espejo.

En su retina, a cámara lenta, volvían a moverse en vertical los pechos de Maribel, lo que le obligaba a abandonar la habitación, ya que nunca se atrevió a ensimismarse en presencia de la cama de sus padres.

No, muchas gracias, eso sí que no. Menuda responsabilidad. Menudo cargo de conciencia. Menudo trauma, a lo mejor, sin darse cuenta.

Del costurero de su madre sacaba, en cambio, un metro con el que se la medía a intervalos regulares.

A los dieciséis años sobrepasaba empalmado los doce centímetros y cuando jugó la fase previa del Campeonato de las Cajas de Ahorros Confederadas, a los veintidós, tocó su techo de quince centímetros de longitud (medidos por arriba) y seis centímetros de circunferencia.

En reposo, calculaba que estas magnitudes podrían dividirse hasta por 1,5, aunque no llegó a comprobarlo de forma fehaciente, porque si lo intentaba, se empalmaba.

Era sin querer: no podía evitarlo, por mucha fuerza que hiciera.

Capítulo 18 Soldados desconocidos

A Pedro Fonseca se le acumulaban las tareas legislativas que había emprendido a bolígrafo, sin más ayuda que un termo de café con leche y dos cartones de tabaco negro.

De noche, la luz de su escritorio servía de faro a las embarcaciones de cabotaje y tranquilizaba a la población civil, ya que, en puestos de tanta responsabilidad, dormir bien provoca de inmediato desconfianza.

Siempre le habían atraído los rostros desenfocados, los cuerpos que hacían bulto, las voces que no decían palabras, sino que se sumaban unas a otras para formar ruido de fondo. Él estaba con la mujer que cruza la secuencia de perfil, por detrás de la protagonista, y cuando ella desaparecía de la pantalla, se quedaba con tantas ganas de saber adonde iba que perdía el hilo, porque más que la película le interesaban esas vidas breves de los segundos planos, las que no seguía la cámara.

Su ambicioso proyecto político-social era la reposición de los kilómetros de celuloide descartados en las salas de montaje de los poderosos.

– Sólo pretendo recuperar la vida en su versión original íntegra -resumía a modo de programa de mano.

Con este fin, a la luz del flexo, redactaba durante la noche decretos que adquirían rango de ley a primera hora de la mañana.

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