Rafael Reig - La Fórmula Omega

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En una teleserie, los personajes secundarios organizan una revolución que obliga a los protagonistas hertzianos y catodios a exiliarse al otro lado de la pantalla, en Madrid, donde tendrán que enfrentarse al universo opaco de los telespectadores españoles. Siguiendo las instrucciones secretas que Bobby Fischer envía al Maestro Carranza, una organización criminal pone en movimiento su comando armado, dirigido por un taxista y compositor de problemas (no sólo de ajedrez) que tiene un propósito imposible: salir de sí mismo y conseguir entrar fuera. Cuando aparecen los primeros cadáveres la novela se precipita en un laberinto de amores prohibidos y persecuciones implacables que desemboca en la reglamentaria ensalada de tiros.
A través del humor, La fórmula Omega se propone forzar las posibilidades del género para lograr una novela diferente. Y, al mismo tiempo, una de pensar. ¿Qué es la fórmula? ¿Hay una verdad oculta? ¿Cuál es la verdadera naturaleza de lo real? Estas son las preguntas que se hacen unos personajes arrinconados entre la memoria y la esperanza.

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Con los ojos cerrados, se sentía a salvo, como si tuviera una edad muy distinta: unos ocho o nueve años, por ejemplo. No quería despertarse porque sabía que otra vez iba a encontrar a Elvira a su lado, mirándola dormir.

Siempre igual.

Como la raya de luz bajo una puerta cerrada, a cualquier hora de la noche, Elvira estaba despierta, en silencio, mirándola dormir.

Capítulo 15 La adaptación ala pantalla

Le despertó la voz de su hermana con esas preguntas que se habían vuelto trascendentes por culpa del sistema de auto-reverse del cásete.

¿Estaba o no estaba? Pero si no estaba, entonces ¿dónde estaba? ¿Y quién era el otro, el que se había quedado para contestar el teléfono?

Que lo averiguara Vargas, porque lo que era él, Ene-Pe-I.

Sobre el Retiro había luz zodiacal, en el ángulo superior izquierdo, y una claridad azul en el punto de fuga del plano, situado en un campanario cerca de la estación de Atocha.

Hizo café, se sirvió una taza, edificó una sólida columna de seis galletas María y preparó el tablero.

Antonio era compositor de problemas y, para él, no se trataba de pasatiempos: servían para hacer visible una idea.

Un problema es una forma de expresión, compañero, solía decir; como un soneto o como una sinfonía.

Lo de menos era el trabajo que a los demás les costara resolverlos.

Ahora estudiaba un mate en tres que tenía como motivo las posibilidades del enroque corto.

En la tele estaban poniendo el programa de gimnasia.

Nunca había llegado a entender cómo aquella presentadora podía sonreír, hablar, mirar a la cámara y hacer quinientos abdominales, todo al mismo tiempo. Le sobrepasaba. ¿Por qué no se cubría los muslos, además? ¿Es que no tenía seres queridos que la regañaran al volver a casa? ¿No se cansaba nunca, por cierto? ¿Y por qué motivo seguía tan contenta? ¿Sabía algo que los demás ignorábamos? ¿Por qué ella no sudaba?

Cada vez que se sumía en las abisales, insondables interrogaciones que suscita la gimnasia televisada, ocurría una de estas dos cosas: o bien mantenía la galleta sumergida durante demasiado tiempo, hasta que se deshacía en la taza; o bien, de camino a la boca, se partía en dos y una mitad caía sobre el mantel.

Ese día la galleta Fontaneda escogió la opción b.

Recogió los restos con la cuchara, pasó la manga del pijama por el mantel y se concentró de nuevo en la pantalla.

Iba a dar comienzo su ejercicio favorito.

Tumbadas boca arriba, con las piernas en alto, pedaleaban tan sonrientes como si montaran una bicicleta metafísica hacia el séptimo cielo.

Se le antojaba enternecedor.

Necesitaba un alfil en a5 o un caballo en c6, pero si añadía una sola pieza más, el delicado equilibrio de la posición se desplazaría hacia otro planteamiento diferente.

De niño se ponía ejercicios mentales: «¿De qué color es f6?». Contaba con los dedos: «Al es negro y hl blanco, o sea, que fl es blanco. Por lo tanto, ÍB es negro… Sí, seguro: negro».

Ahora le bastaba con cerrar los ojos para ver el tablero.

La anticipación y la memoria eran las dos cualidades decisivas para un jugador.

Por una parte, como no está permitido tocar las piezas, hay que anticipar la posición en la que se encontrarán varias jugadas más tarde. Un matemático llena pizarras para resolver sus ecuaciones; los escritores, papeleras, hasta encontrar el mot juste; un director de cine repite una toma hasta que se da por satisfecho…, pero el jugador no puede utilizar las manos: está condenado a mirar el tablero…, ¡sin poder tocarlo!

Además, tiene que recordar cientos de posiciones. Antonio no había cumplido los dieciséis cuando podía reproducir los movimientos de la partida que acababa de jugar. A los diecisiete ganó por primera vez a la ciega. Conservaba en la memoria un repertorio de clásicas y otras que estaban muy cerca de su corazón, o dentro de él y entre algodones: la sexta de Bobby contra Spassky, la que le clasificó en Oviedo o la única que jugó con Maribel.

No consiguió dejarse ganar.

Su hermana no paraba de llamarle tarado y se peleaban con frecuencia, pero no volvió a tocarla. Tenía que conformarse con los inocentes roces de las peleas entre hermanos.

Una vez consiguió atraparla por detrás para recuperar un libro de Enid Blyton. Mari estaba agachada, protegiendo el volumen de la editorial Molino contra su cintura, y Antonio apretaba las manos alrededor de sus muñecas. Forcejearon y sintió crecer su polla apretada contra la raja del culo de Maribel, aunque del contacto cuerpo a cuerpo les separaban, a la distancia de eras geológicas, varios estratos de indumentaria: unas bragas interglaciales que llevaba Mari, con la goma dada de sí; la tableada falda escocesa, los pantalones grises del uniforme y los cuaternarios calzoncillos Ocean de Antonio.

Supo que Maribel se había dado cuenta cuando tiró el libro contra un sillón.

Se sintió zaherido y Los Cinco en la caverna misteriosa estaba a punto de desencuadernarse.

– ¡Déjame en paz, tarado!

– ¡Vete a la mierda tú, estúpida!

En el patio del colegio, el insulto definitivo-non plus ultra era pujicama: PUta, GIlipollas, CAbrón, MAricón. Entre los dos hermanos, en cambio, los favoritos eran tarado y estúpida, respectivamente.

Ahora las ciclistas estaban cuerpo a tierra, igual que los comandos tras las líneas enemigas. Reptaban sonriendo de oreja a oreja, como si tal cosa.

Con los ojos cerrados, vació el tablero. No podía añadir nada. De acuerdo, pero ¿era posible reconstruir otra posición en equilibrio, con la misma idea, en dirección contraria: con menos, en lugar de más piezas?

Quitó tres peones del flanco de rey.

Añadió dos.

Los volvió a quitar.

No importaba. Acabaría lográndolo, puesto que poseía las cualidades del ajedrecista: memoria y anticipación.

¿No serían ambas la misma cosa? Imaginación moviéndose hacia adelante y hacia atrás, como un péndulo, tic-tac, tic-tac, tic-tac…, una bomba de tiempo: esa máquina de la esperanza, que nos explota siempre entre las manos.

Fuera del tablero, sólo le traían inconvenientes.

Primero, porque sin querer lo recordaba todo y, con sólo recordarlo, lo transformaba en algo diferente.

Segundo, porque no podía evitar imaginarse lo que iba a suceder, así que, cuando por fin ocurría, le decepcionaba siempre. Era como con las películas: le había gustado más la novela que él ya tenía escrita en su cabeza.

Sin haber alcanzado a pedales la vida eterna, desaparecieron las gimnastas y apareció un individuo para anunciar un próximo avance informativo. Debía de ser lo que llamaban un locutor de continuidad: justo lo que Antonio habría necesitado cuando se quedó solo, apretando en las manos el libro de los Cinco.

Se encerró en su habitación-camarote, forrada de maderamen y con muebles que parecían restos de un naufragio. Tenía un quinqué, los tiradores de los cajones eran anclas y había una carta de navegación del mar de los Sargazos.

En el comediscos sonaba la sobrecogedora voz de Niño Bravo y Antonio no sabía qué hacer con sus manos.

Aún no había aprendido a masturbarse, porque, salvo Ortueta, no tenía amigos en el patio del colegio.

¡Pero se iban a acordar! Este convencimiento le había permitido sobrevivir sin perder la razón. Un día os vais a acordar de mí. De ésta te acuerdas, estúpida.

Así había concebido su obra maestra, la Defensa Maroto: como venganza. Se consideraba el acreedor universal. Algo le debía y no le pagaba el género humano en su conjunto y, en particular, aquellos a quienes había tenido la oportunidad de conocer personalmente.

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