Lorenzo Silva - La niebla y la doncella

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La niebla y la doncella: краткое содержание, описание и аннотация

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No siempre las cosas son como parecen y a menudo, lo obvio no resulta ser lo real. Al sargento Bevilaqua le encomiendan la tarea de investigar la muerte de un joven alocado en la Gomera. Todo apuntaba a Juan Luis Gómez Padilla, político de renombre en la isla, al que un tribunal popular absolvió a pesar de la aparente contundencia de las primeras pesquisas. El sargento y su inseparable cabo Chamorro intentarán esclarecer este embrollado caso, con presiones políticas y con la dificultad añadida de intentar no levantar suspicacias al reabrir un caso que sus compañeros daban por cerrado.

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Nos contó, en primer lugar, lo que les había sacado a los amigos.

– De entrada, mi sargento -dijo-, ninguno es precisamente una lumbrera. Ni siquiera demuestran una mínima astucia. Les asusta un poco el asunto, claro, a fin de cuentas se trata de lo que se trata, y no dejan de tener la intuición de que hay algo peligroso detrás. Pero no me ha costado nada enterarme de lo que voy a contaros. Lo primero, y desmintiendo a la madre, que Iván, en los meses previos a su muerte, parecía andar sobrado de efectivo. Se había vuelto un espléndido, cuando hasta entonces tiraba más bien a roñoso. Pagaba copas a diestro y siniestro, y hasta invitaba a pastillas y rayitas con cierta frecuencia. Aunque todo esto, y aquí viene la parte más interesante, también podría considerarse como una actividad promocional.

– ¿Quieres decir lo que sospecho? -pregunté.

– Sí, mi sargento -afirmó, satisfecha-. Reconocido por tres de ellos. Iván les vendió en alguna ocasión mercancía. Se había iniciado como camello, por lo menos para los amiguetes. El dato es que tenía acceso a alguien que le vendía más de lo que necesitaba para su propio consumo.

– Pues entonces tenemos al fin un indicio -reflexioné-. La primera pista de que podríamos estar, después de todo, ante el vulgar ajuste de cuentas. Si no fuera por la presencia en el embrollo del coche del concejal.

– Eso parece -dijo Ruth, con expresión concentrada.

– A partir de ahí, eso sí -continuó Chamorro-, los chicos empiezan a hacer aguas. Se vuelven mucho más imprecisos y mucho menos fiables.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Anglada.

– Ninguno me pudo dar razón de quién le vendía la droga a Iván. O estaban al margen de esa faceta de la vida de su amigo o, si alguno la conocía mejor, aquí sí que ha tenido cuidado de callarse. También les hice la pregunta del millón de dólares, cómo no. Por probar, no pasaba nada. Uno optó por decir que no tenía ni idea, me pareció el más sensato de todos. Los otros, sin ningún apoyo concreto, suscribieron la teoría de Margarethe. Que Iván, por alguna razón, se cruzó en el camino de alguien importante, que lo quitaron de la circulación sobre la marcha y que luego el que sea ha movido los hilos para que dos años después el asesino siga suelto. Intenté que me justificaran su afirmación, pero todo lo que me dijeron fue que eso era lo que se decía por ahí, que todo el mundo pensaba eso, y cosas por el estilo.

– No es lo que piensa tu Machaquito -le dije a Anglada.

– No -confirmó.

– ¿Quién es Machaquito? -preguntó Chamorro.

– Uno de los confidentes de Ruth -expliqué.

– Pero bueno, lo suculento viene ahora -anunció Virginia.

– Vamos, tía, nos tienes en ascuas -pidió Anglada.

– Los otros dos -dijo Chamorro-. Rufino Heredia, alias Rufo, y Juan Sandoval, alias Johnny. Honrados comerciantes al por menor. Y el Johnny, un salido de cuidado, puestos a decirlo todo. Para suerte de la investigación y fastidio de la investigadora. El Rufo confirma lo que dicen los amigos de Iván. Que el chico se había metido a intermediario, a pequeña escala. Que aunque era un poco tontaina, había tenido la fortuna de hacer algún buen contacto, porque de la noche a la mañana empezó a pasar material de primera, y a jactarse de que podía traer más. Pero que no le duró mucho, porque fue entonces, o pocos días después, cuando desapareció. Y lo siguiente que supo fue que lo habían encontrado degollado en el parque nacional.

– Lo que me pregunto es en qué limbo vive el gilipuertas de Machaquito para no haberse enterado de nada de todo esto -bufó Anglada-. Voy a tener que decirles a los de Tenerife que se nos ha ido al guano como confidente.

– Y lo mismo puedes decirles de los otros -añadí.

– Ya. Es que Machaquito pasaba por ser el bueno.

– Esperad -dijo Chamorro-. La bomba viene con Johnny. Por cierto, que me ha dado a entender que Margarethe le compra o le ha comprado a él alguna vez el hachís que consume, aunque no creo que esto invalide su testimonio. En fin, no sé si es que en algún momento se le ha pasado por la cabeza la posibilidad de ligar con la periodista; desde luego he tenido que pararle las manos un par de veces, y al final decirle que me iba a tratar de sacarles información a los municipales, para que se me despegara. El caso es que no sólo ratifica todo lo que cuenta el Rufo. Ha llegado más allá, hasta donde el Rufo, por más que le he insistido, no ha querido soltarse. Me ha dado un par de nombres. No dice que sea alguno de ellos el que se lo cargó. Pero que por ahí puedo empezar a tirar del hilo, aunque me ha advertido que él no tiraría, y que ni se me ocurra mencionar que me lo ha dicho él.

– ¿Qué nombres son ésos? -se interesó Anglada.

– Bueno, en realidad lo que me ha dado son sus apodos -dijo Chamorro-. La Cheli y el Moranco. Son pareja, o algo así.

– ¿Te suenan? -le pregunté a Anglada.

Ruth asintió, lentamente.

– Claro que me suenan. Y como esto sea algo más que una quedada de ese Johnny, a alguno va a haber que fundirle los plomos pero bien.

– ¿Quiénes son?

– La Cheli regenta un bar, en la carretera que va hacia el sur. Con un negociete de alterne, cinco o seis habitaciones, nada del otro mundo, y que ya andaba bastante de capa caída cuando yo me fui. El Moranco es o era su compañero sentimental, o como quieras decirlo. Fichado por tráfico, con algún juicio pendiente, y con otros antecedentes por delitos menores.

Decididamente, el asunto parecía derivar hacia el mundo del lumpen. No dejaba nunca de llamarme la atención: cómo era posible que un niño mimado, con dinero por su casa y alternativas de vida, resbalase hacia el sumidero. Pero el caso de Iván no era, ni mucho menos, el primero que me encontraba. De todos modos, era prematuro arrojarse a sacar conclusiones.

– Creo que al menos hoy me he ganado el jornal -dijo Chamorro.

– No nos entusiasmemos -la enfrié-. No nos toca todavía cantar victoria, sino comprobar si ese Johnny te ha pasado información fetén o carnaza para llevarte al huerto. A ti no, a la periodista atontada, quiero decir.

– Es que mira que me extraña -dijo Anglada-. Esto no es Madrid o Barcelona. Aquí todo el mundo se conoce. No puede esconderse tan fácilmente algo así. Si por ahí van los tiros, vamos a quedar como la chata.

– Bueno, ante todo no vamos a precipitarnos -reiteré mi cautela-. ¿Sabes dónde localizar a esos dos pajaritos?

– A la Cheli, en su local, supongo -respondió Anglada-. Al Moranco, no sé por dónde andará ahora, pero nos enteramos rápido.

– Pues ya tenemos tajo para mañana tú y yo, mientras Virginia termina con los que le quedan de la lista.

Nos quedamos contemplando la noche durante unos instantes. En especial Chamorro, que siempre aprovechaba cuando salíamos de Madrid.

– Bonito cielo -observó-. Por algo ponen aquí tantos telescopios.

– Sí -se mostró de acuerdo Anglada-. Pero el espectáculo de verdad es subirse una noche al Roque de los Muchachos, en La Palma.

– Ya lo sé -dijo Chamorro-. Dos mil quinientos metros. Por encima de las nubes, y sin ciudades cerca. Menudo observatorio.

– La Palma -me acordé, de pronto-. Joder, se me ha pasado llamar a Desirée. Recordádmelo mañana, por favor.

– ¿Sigues creyendo que debemos ir a verla? -consultó Anglada.

– Claro. Todo está como estaba. Con más fichas en el tablero, nada más.

Para terminar la noche, Anglada propuso ir a tomar algo al bar del hotel. Chamorro alegó cansancio y se descolgó del plan. Por mi parte, durante un segundo estuvieron a punto de inclinarme a aceptarlo las chispeantes pupilas de Anglada. Pero en última instancia se impuso la prudencia, o la pereza que sentía ante la posibilidad de tener que continuar nuestra conversación donde la habíamos dejado, o sea, en mi conformidad o disconformidad con la vida que me tocaba arrastrar por haberme incorporado a la cofradía del tricornio. Lo más cortésmente que pude, decliné la invitación.

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